miércoles, 25 de febrero de 2015

Del baúl de los recuerdos


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita


“Del baúl de los recuerdos”

Escuchaba con mucha curiosidad el golpeteo de algún artefacto metálico sobre el batiente de la puerta de la casa del abuelo. Un inusual ajetreo me hacía pensar que algo importante estaba por suceder. No sabía con exactitud si lo que estaba por ocurrir era algo malo, aunque me inclinaba a creer que no era nada bueno, por la seriedad que reflejaban los rostros de mi mamá y demás familiares que iban y venían con cierto apresuramiento.

Mi edad no me permitía saber a ciencia cierta que estaba sucediendo, pero veía con asombro que mis abuelos cargaban botellas de agua y unos paquetes de galletas de animalitos. Mis tíos, mucho mayores que yo, se encargaban de llevar unas cajas de cartón que contenían no sé qué tantas cosas. Además cargaban unos tambaches de ropa bien amarrados, cuyo nudo se cruzaban sobre el hombro para cargarlos. Todos esos objetos eran trasladados a la casa de la esquina, la casa de Don Tiburcio, cuya banqueta era de las más altas de la calle y de la colonia donde viví aquellas extrañas pero muy emocionantes aventuras.

Al ver las dos hileras de ladrillos rojos que taponeaban la entrada de aquella vieja casa y que mis familiares acarreaban velas de parafina y algunas "cachimbas" de petróleo, llegaron a mi cabeza las imágenes de algo que ya había presenciado en mis escasos años de vida, el río pasaría a visitarnos por nuestra calle.

La casa del abuelo era muy vieja, de las típicas de aquellos años, bueno al menos de las típicas casas de los típicos pobres. Un terreno muy extenso pero una casa muy pequeña. Una habitación cuyas paredes eran aún de los denominados adobes de barro, con un techo de palma, también de la típica palma de la región. La pequeña cocina, también techada en palma, cuyas paredes eran unas de lodo y otras como una especie de persianas verticales hechas de tiras de carrizo amarradas con mecate.
Las hornillas moldeadas en barro puro, del lodo de aquella tierra bendita y unos comales de disco de "rastra" agrícola, una desvencijada mesa y dos sillas con asiento de palma tejida, formaban el pobre menaje de aquel santuario de la gastronomía. 

Ya había sucedido algo como aquello que estaba pasando. Yo recordaba, aunque vagamente, haber tenido que pedir asilo en alguna casa cuya banqueta nos permitiera ver pasar el agua del río sin mojarnos. Para cualquier niño era muy divertido tener su propio balneario a la puerta de la casa. Por supuesto que no medíamos el peligro que significaba aquel fenómeno, ni podíamos percibir la angustia de nuestros padres, mucho menos los terribles daños materiales que dejaba el agua a su paso.

Quizá derivado de las experiencias anteriores no nos percatábamos del peligro inminente. Me refiero con esto a las anteriores inundaciones que mi memoria registra. De aquéllas aún recuerdo, casi como un cuento, que era muy emocionante jugar en el agua. En el patio de la casa del abuelo, lleno de ejemplares botánicos, era una delicia jugar, cuando el agua entraba rasamente a su rústico huerto familiar, sólo bastaba un poco de imaginación para situarse en medio de una inexplorada y misteriosa jungla. El agua hacía una caprichosa vuelta hacia la parte más baja del terreno, semejando una profusa cascada que remataba en un caudaloso río que en mi pueril delirio confundía con el Amazonas.

Era un escenario mágico, extraordinario. Un sitio perfecto para el juego imaginativo. Las múltiples variedades de flores, aun estando anegadas, le daban un toque de magnificencia al escenario. Una vez que se iba depurando la corriente de agua, que el lodo se iba asentando, se podía ver todo lo que había arrastrado desde sus cauces originales y aún de latitudes más lejanas, más serranas.

Una de las cosas más atractivas de las inundaciones era la pesca de "puyeques", unos peces medios bobos que incluso llegué a pescar a mano limpia o mano pelona como dicen en el rancho.  Después que pasaba la parte más drástica del asunto, muchos de los niños y no tan niños de entonces nos íbamos sobre esos peces que eran muy fáciles de atrapar, al grado que podíamos llenar cubetas. Cuando el agua descendía se quedaban casi enterrados en el lodo.

Claro que no todo era miel sobre hojuelas. Así como nos divertimos mucho en nuestro papel de habilidosos pescadores y exploradores de junglas, también tuvimos nuestros malos ratos. De los que a mí me sucedieron, recuerdo una cortada en el pie, agarrar un sapo en lugar de un "puyeque", un buen susto con una víbora que me tocó el pie y varias caídas en las que quedé lleno de lodo, con la correspondiente "cuereada" por parte de mi justiciera madre.

Intento recordar las cosas buenas, traer a escena los mejores recuerdos de aquellas épocas, pero a pesar de mi corta edad, no pasó desapercibida aquella tremenda inundación, en el mes de septiembre de 1968, en el que los municipios de Tecuala y Acaponeta sufrieron daños severos. Esa ocasión los niveles del agua fueron muy considerables. Para variar, recuerdo que estaba en la misma casa que siempre nos servía de refugio, aunque esta vez no había sonrisas, incluso había gente en las azoteas, el agua arrastraba todo lo que se le ponía enfrente. Nunca había visto que las corrientes bramaran con tanta furia. No podría definir cuál era el sentimiento que me embargaba, sólo recuerdo que me asusté mucho cuando vi que muchos animales domésticos eran arrastrados y tragados por la corriente. Gallinas, cerdos, perros y demás, eran devorados por la inmisericorde avalancha acuática. También se perdieron muchas cabezas de ganado.

Luego me enteré que muchas personas perdieron parcialmente su patrimonio familiar, otras totalmente. Mi familia se contaba entre las primeras, afortunadamente. Claro que hoy me pesa haber perdido documentos que acreditaban mi aplicación escolar de aquellos tiempos, así como muchas fotografías de mi infancia. Pero comparado con otras familias creo que fuimos muy afortunados.

Hoy las cosas han cambiado. Tanto Acaponeta, como mi querido Tecuala, cuentan con un bordo de protección, aunque nunca se sabe hasta qué grado es suficiente esa medida. En parte porque falta invertir en infraestructura que pueda prevenir desastres de esa magnitud y en parte porque la naturaleza amenaza con cobrarnos en cualquier momento la factura, por tantos atentados, daños y perjuicios que le hemos ocasionado.

Espero que en nuestro futuro no tengamos tragedias que lamentar y todo quede en contar anécdotas cómo éstas que hoy les ofrezco, atendiendo la solicitud de un amable lector, fiel seguidor de esta modesta columna.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.