miércoles, 7 de diciembre de 2016

"Una experiencia religiosa"


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita



"Una experiencia religiosa"



El aire fresco de la mañana hacía un poco más difícil levantarme de mi cama calientita. Los gallos casi se desternillaban burlándose de mi inútil esfuerzo y desde mi cómodo lecho, me parecía ver sus caras burlonas entre el cacareo de las gallinas y el insistente piar del montón de pollos amarillentos y enfadosos.

Pudo más el exquisito aroma de unos huevos estrellados, que provenía de la vieja cocina, que el alocado y estridente concierto gallináceo. Ese suculento olor del desayuno casi logra sacar mi ectoplasma y apersonarlo en el vetusto comedor que a esas alturas ya estaba dispuesto con un molcajete de salsa “martajada”, un poco de queso fresco y tortillas recién torteadas.

Eran los primeros días de diciembre y algo debía de tener ese mes que hacía que me sintiera inexplicablemente muy contento.  A pesar de que era de los meses más fríos del año, era el que más me gustaba vivir. No importaba que mi piel costeña se pusiera morada por los vientos fríos que se dejaban sentir en las mañanas y noches “tecualeñas”, yo esperaba con ansias reprimidas la llegada del último mes del año.

No era el único que se sentía tan entusiasmado. Los niños de mi barrio también parecían más sonrientes que otras veces. Jugábamos con más frecuencia y por increíble que pareciera discutíamos menos por nuestras diferencias ante los resultados y la legalidad de los mismos. Se respiraba un aire de paz y amistad entre los niños y niñas, como si todos quisiéramos portarnos bien, como si esperábamos una recompensa en esos días.

Efectivamente, de nuestro comportamiento dependía la cantidad y la calidad de nuestros regalos y las salidas a divertirnos en ese mes. La cereza del pastel era la llegada del “Niño Dios” la madrugada del veinticinco de diciembre, la tan ansiada navidad. Pero como preámbulo a ese gran día, había muchas otras cosas maravillosas que disfrutar. No entendía del todo a que se debía el alborozo y la luminosidad que desbordaba mi hermoso pueblo, pero ni siquiera me detendría a investigarlo. Había algo de magia en el ambiente y yo sólo quería disfrutarla.

Me encantaba que cerca de mi casa llegaran nuevos amigos, incluso familias enteras que sólo veía en esos días del año. Les daban una “manita de gato” a las casas de mi calle y la mayoría le ponía foquitos de colores en sus puertas y ventanas. Qué me iba a imaginar lo que luego sufrirían para pagar los voraces recibos de esa famosa compañía dizque “de clase mundial”. Recuerdo que el espíritu festivo hacía que hasta la señora más floja de la colonia le diera una barridita al frente de su casa y tirara, aunque sea por esos días, la basura orgánica e inorgánica que acumulaba por meses.

Ese día me fui directo al cuarto de mi mamá para ver si ya estaba lista mi ropa blanca. No podía faltar mi pantalón de dril, mi camisa de popelina y un listón ancho de color rojo, porque por la noche sería la peregrinación de los niños y yo, contento y devoto, seguramente iría de “corazón”. No sé por qué razón pero así se nos llamaba a esos pequeñines vestidos de color blanco y con el listón rojo montado diagonalmente sobre el pecho, supongo porque representábamos metafóricamente el “Sagrado Corazón de Jesús”. También recuerdo ese concepto cuando acompañábamos a sepultar a un niño, que por aquellos lares y tiempos decíamos “sepultar un angelito”. En fin nunca supe ni me importó. Yo sólo quería ir ahí, formado en esa hermosa fila de niños, pulcramente vestidos, con una velita encendida y el peinado de “lamida de vaca”.

No importaba para mí el simbolismo del evento, simplemente era una “experiencia religiosa” (Cálmate Enrique Iglesias). Era algo sencillamente emocionante formar parte de aquella llamativa parafernalia. Caminar al lado de tantos niños con semblante y actitud casi celestial, entre sofisticados carros alegóricos cuyas representaciones bíblicas me hacían soñar y vivir mi propia historia. Simplemente fue algo inolvidable, tanto que aquí estoy después de medio siglo, escribiendo mis recuerdos, mis historias que quiero hoy compartir con ustedes mis amables lectores, ya que cuando aparezca este artículo se celebrará la cuarta peregrinación del novenario de la Virgen de Guadalupe en mi pueblo natal.

Quise escribir este texto como un modesto homenaje a mis amigos y amigas tecualenses que seguramente podrán viajar a través del tiempo y revivir sus propias aventuras. Intentaré en esta ocasión ser el vehículo a través del cual puedan apoyar su imaginación y su memoria para poder recorrer una vez más aquellas calles viejas, cargadas de alegría y fervor. Quiero ser el vínculo que les permita recordar cada detalle que les causó emoción, cada pasaje vivido en esos días de comunión popular. Esas noches en que las miradas se llenaban de misericordia, de generosidad y de armonía. Quiero ser la chispa que remueva sus íntimos recuerdos. La lucecita que ilumine el rostro de sus seres queridos, aquellos que quisieran abrazar en este preciso instante y aprisionarlos en el tiempo, eterno prófugo que se desliza inexorable hacia un cielo infinito.

Qué no daría por revivir aquellas húmedas mañanas en la huerta de las jícamas, por el camino a Camalotita. Abrazar a mi padre y a mi tío Chavita “El Güero”, y declararme listo para ayudarles a lavar los frutos cortados al amanecer y apoyar la vendimia del día. Sentirme parte del negocio familiar y ganar de manera honrada y decorosa mi “domingo” para ir al cine “Royal” de Don Pedro Zaragoza o al “Tropical” de Don Memo Ramírez. Disfrutar por las tardes, el camote tatemado recién salido del horno, ese delicioso y jugoso producto elaborado con la ancestral y secreta receta de la familia Elizondo, traída desde el pueblo natal de mi padre, Zapotiltic, Jalisco.

Voltear y ver de reojo la expresión orgullosa de mi madre que acompañaba mis pasos en aquellos recorridos nocturnos de las peregrinaciones. Ya sea formado y cantando fervorosamente o al menos en calidad de espectador. Esta última condición no era muy rentable para mi hermosa madre, ya que si no iba ocupado con mis cantos, era necesario llenar mis inquietudes con las deliciosas chucherías de los puestos callejeros que se caían de tan surtidos que lucían. Era una auténtica odisea hacerle los honores a tanta “burundanga”. Los llamativos algodones de azúcar, las bolsas de pepitas y cacahuates, los “quequis”, las manzanas caramelizadas, las bolsas de gomitas, los ponches y rompopes (¡Hic!). Las paletas de chocolate, las mandarinas, las nueces, las palanquetas, los guayabates, el dulce de membrillo, los piñones y la colación.

Al llegar al “Parque a la Madre” las canicas de mis ojos se volvían locas de tanto girar de un lado a otro. Cientos de puestos de juguetes y dulces. Las novedades, en juguetes de plástico, hojalata y apenas uno que otro de baterías. Era aquello una alucinación. Un auténtico maremágnum de colores y luces. Mientras más visitaba aquella recordada plaza, más difícil era decidirme por el juguete principal y cuáles serían los complementos. Desde aquellos tiempos tempranos de mi edad sabía que los traedores de juguetes, en navidad y día de reyes, siempre tenían limitación de presupuesto para los niños pobres, pero mi ilusión y mis deseos eran los más grandes del mundo. Porque sabía perfectamente, desde entonces, que tal vez podría ser un niño pobre, pero jamás un pobre niño.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.