viernes, 9 de diciembre de 2022

"Reflexión fatal"

 




JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"Reflexión fatal"


Hoy me ocurrió algo que me sacudió por completo. Es quizá un detalle nimio para muchos pero a mí me causó un efecto demoledor. Quizá fue por la forma tan extraña que se dieron las cosas que el impacto fue de mayor consideración. Ni siquiera había pensado en escribir hoy mi colaboración, pero después de esto ni lo pensé dos veces y me senté ante mi teclado a dejar salir las líneas que a continuación les ofrezco.

 La historia inicia cuando el tablero de mi camioneta me marca que la batería de la llave está baja y hay que reponerla pronto. Después de un lapso no muy largo y varias encendidas de motor, dejó de marcar el mensaje que les comento, pero como soy un tipo muy “preocupón” (dicen unos) yo digo que prevenido, decidí ir a renovar la batería del control de mando. No vaya ser “la de malas” y en el momento menos indicado se agote y me pueda causar un desaguisado. Para qué les cuento lo que pensé de aquellos que dirían “no pasa nada, la batería te va durar muchos meses más”. Simplemente decidí lo que era mejor para mí e incluso para todos y fui a arreglar ese asunto.

 Como suponía que la batería o pila, como suelen decirle comúnmente, es similar a la que utilizan los relojes, decidí ir precisamente a una relojería. No hubo ningún problema en recordar y decidir que la ideal sería la Joyería y Relojería “Ónix” que se ubica al interior de la Plaza Álica o más fácil decir que allá por los dominios de la tienda Ley. Dicha negociación (la relojería) tiene una tremenda antigüedad que se remonta (lo que yo recuerdo) a más de treinta años, muchos de ellos en esa zona, aunque me parece recordar que inicialmente estaba por la parte exterior de ese consorcio comercial.

 Ahí estoy en el negocio mencionado, esperando que terminen de atender al cliente que me antecede, lo cual fue muy rápido, sigo yo. Me atiende una adolescente quien solo es la intermediaria y pone mi accesorio en manos de un jovencito, ya mayor de edad, cuyo rostro me hace recordar a mi viejo amigo, el propietario del establecimiento. Todo fue tan rápido. Esta es más o menos la conversación:

 —Señor, ¿Le pongo la pila más cara, la original? Tengo más baratas, hasta de sesenta pesos. Pero la de ciento cincuenta es la que el Ford trae de fábrica.

 —Por supuesto. Ponle la original, no importa que sea más cara. Más vale gastar unos pesos más pero que dure y funcione más —le dije al sonriente muchacho—, mientras le pagaba y él me daba mi cambio. Muchas gracias, me saludas al señor, al propietario, siempre me había atendido él, supongo que es tu papá.

 —Mi papá murió hace tres meses, señor —me dijo el joven—, mientras su semblante se ensombrecía levemente por un dejo de tristeza.

 Todavía me atreví a preguntar qué le había sucedido y el chico, sin titubear, me dijo que falleció a causa de un infarto fulminante al corazón.

 Me sentí estúpido, muy apenado. Mi corazón sufrió un vuelco, un estremecimiento sincero. Supuse que era por esa infame combinación de sorpresa funesta y la pena que creí haber causado en el muchacho. Pensé en mi interior por qué hacía ese tipo de preguntas, luego me desdije, por qué avergonzarme si siempre lo hago por amabilidad, afecto y cortesía. Solo que esta vez fue la muerte quien metió su cuchara de forma impertinente. Me mostré apesadumbrado, por supuesto que fue una tristeza sincera, me disculpé y le di mi más sentido pésame, dije: “lo lamento, mi amigo seguro está con Dios” y me retiré lentamente.

 Permanecí varios minutos sentado dentro de mi camioneta. No quise moverme de ahí. Intentaba digerir ese mal rato. Sentí mucha pena por mi amigo desaparecido. Siempre creí que era menor que yo, aunque no estoy seguro de ello. Me caló muy hondo ese momento. Me hizo reflexionar mucho acerca de la fragilidad de la vida, quizá por lo complicado de la escena, aunque ya he descrito ese tema en más de una obra literaria. Pasaron por mi cabeza un montón de cosas. Pensé, con justificado temor, en mi propia vida o en la probabilidad de una muerte repentina y me asusté. No es que le tema a la muerte sino que me aterra la posibilidad de desaparecer así de pronto, sin despedirte de las personas que quieres, sin dejar “tu mundo” resuelto. Entonces el temor se esparce por toda mi piel y, de pronto, quiero escribir ya los poemas que tengo pendientes en mi mente, la novela de “Jacinto Cárdenas” que me han solicitado, los montones de relatos para los niños, los cuentos o novelas distópicas para los fieros(as) críticos literarios que no me perdonan los finales felices.

 Me angustia llevarme en la carpeta de pendientes un cúmulo de cosas, sobre todo de esas que tienen un gran peso moral o emocional. No quiero sentir ningún rencor, mucho menos odio, ni siquiera resquemor por aquellos y aquellas que siempre me miraron por encima del hombro, me bloquearon o me negaron a propósito algún justo reconocimiento, por inspirarles involuntariamente antipatía o coraje. Ni tampoco a quienes pudieron ayudarme a subir la cuesta y no lo hicieron, eso siempre me ha hecho más fuerte.

 En fin, ese extraño acontecimiento me hizo reflexionar muy seriamente acerca de la fatalidad, esa tragedia que rompe sin misericordia los paradigmas de la vida feliz. Me sentí triste por mi amigo fallecido, por el profundo dolor heredado a su familia, el peso de la ausencia y por la sorpresiva que puede ser la vida, la muerte o ambas.


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