jueves, 18 de febrero de 2021

¡Qué chasco me llevé!

 




JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



¡Qué chasco me llevé!


 Aún no me reponía de una cuando llegó la otra. ¡Qué fastidio de vecinos! Cuando pensaba que finalmente se habían calmado un poco los ruidosos de siempre, llegaron unos nuevos, nuevecitos, y salieron peores que los que ya estaban choteados.

 Cuando ya me había resignado a los típicos escándalos de los irresponsables vecinos que les gusta la pachanga, sin pandemia y con pandemia, y guardaba la leve esperanza que podían irse calmando poco a poco, llegaron otros vecinos que, como dije antes, resultaron peores que los viejos conocidos. Ni siquiera los conozco bien a bien. Pensé que se trataba de una familia normal, tranquila. Pude ver ocasionalmente a un señor, una señora y dos jóvenes, uno de cada sexo. A veces estaban, a veces no, al grado que llegué a pensar que serían de esos vecinos que no hacen ruido, que a veces ni cuenta te das que viven ahí. ¡Craso error! De pronto sacaron las garras y se destaparon con un tremendo desmadre. Dejen les cuento el asunto.

 Entradas y salidas esporádicas. Me pude percatar que tenían un vehículo que a veces metían a la cochera y en otras se la pasaba afuera, todo normal, nada digno de destacar, hasta que llegó el viernes doce de febrero anterior. Se empezaron a dejar ver unos jovencitos, hombres y mujeres, la mayoría apenas mayores de edad, calculando que los mayores pudieran frisar los veintitrés. Primero unos cuatro, dos más, cuatro más y así sucesivamente hasta formar un grupo nutrido. No le di mucha importancia al hecho, dije: “seguro será una carnita asada inocente, un rato y se irán”. Cayó la tarde y la noche se enseñoreó del lugar. Se dejó escuchar la música con regular acopio de decibeles, nada del otro mundo. Entraban y salían chavales hasta que finalmente la puerta quedó cerrada. Se trata de un portón de tubos y malla metálica recubierta de un plástico especial que no permite la vista al interior (infraestructura que es herencia de la veterinaria, nuestros vecinos anteriores). Poco después, al influjo del sonido de botellas de cristal, el ambiente empezó a subir de tono, los murmullos se convirtieron en gritos, la música se tornó más guapachosa, luego seguramente poseídos por el espíritu del gallo Elizalde viró a chacalosa, entonces fue cuando pensé: “esto ya valió, madre mía lo que nos espera”.

 Estaba en lo cierto, a partir de ese momento arreciaron los gritos desordenados y desentonados. También hicieron su aparición las mentadas, los gritos aguardientosos típicos de los borrachales y todas esas delicias auditivas que conforman una peda estilo Nayarit, con la salvedad que éstos eran puros jóvenes ilustres.

 El escándalo subió de tono poco a poco al interior del bunker veterinario. Quedaba la esperanza que terminaría temprano, o si no temprano, al menos no fuera tan tarde. Fue una especie de esperanza como la de encontrar políticos honestos, duró muy poco. La triste realidad se mostró cruel y descarnada, tal como era de verdad. No quisiera parafrasear al maestro Joaquín Sabina, pero así fue: “y nos dieron las diez y las once, las doce…” y ya como a las doce y media de la noche, con el sarao en su apogeo, nosotros con enfermita en casa y ganas de descansar, no vislumbramos otra opción que llamar a las autoridades para que pusieran orden y metieran en cintura a esa horda de jovenzuelos desenfrenados. Pocas veces se usa ese recurso pero esta ocasión vaya que lo ameritaba porque el aquelarre apuntaba a deslizarse en el tobogán del libertinaje. Esta vez era más que necesario usar la opción de restablecer la paz mediante el uso de la respetable fuerza pública. No sólo era por el escándalo sino porque estaban contraviniendo las disposiciones sanitarias de no realizar fiestas en estos tiempos de pandemia. Así lo hice y en breve digité los tres números más importantes del sistema de emergencia pública, el famoso novecientos once (911).

 Del otro lado de la línea, se escuchó una voz femenina que con cierta amabilidad y un sonido metálico me inquirió acerca de mi necesidad. Lo primero que hice fue cerciorarme si era la opción indicada para tal caso y no incurrir en el mal uso de un servicio tan importante. La respuesta fue afirmativa por parte de la operadora y diligentemente me indicó que ellos reciben la queja o demanda de servicio y lo canalizan a la autoridad competente que enviaría una patrulla para el efecto. Después de dar varios datos, principalmente de ubicación, quedó radicada la denuncia y terminado el trámite. Sólo había que esperar el resultado.

 Desde el ventanal de mi morada (que más bien es de colores beige con ocre) pude observar, media hora después aproximadamente, la llegada de una camioneta pickup de la policía. Me percaté de ellos (al igual que los presuntos infractores) por la parafernalia de sus luces rojas y azules. Yo atisbando desde las cortinas, los trasgresores del orden apagando al unísono el aparato de sonido y sus luces. Se hizo el silencio. No se puede decir sepulcral porque se escuchaban las risitas contenidas de los burlones mozalbetes tras la cortina de plástico y la oscuridad. Descendió un guardián del orden y tocó con discreción en el metal del cancel hasta que apareció un joven delgado y alto, a todas luces el arrendatario y líder del bacanal. A la distancia sólo podía ver los ademanes de los interlocutores, nunca se apreció que subiera de tono o se tensionara la situación. Mentiría si dijera que vi aparecer algún tipo de intercambio manual, la noche no permitía observar cosas de esa naturaleza y yo espero que no haya sucedido.

 La patrulla (no alcancé a indagar si era estatal o municipal) se alejó lentamente, supongo que dejando la advertencia tipo Terminator: “I´ll be back” (Volveré) en caso de que no obedezcan. Volvimos a la cama a descansar. Los chicos del bunker oscuro se quedaron quietos un rato. Pensamos al menos ya no habrá música ni gritos. Pasaron como veinte minutos y recuperaron el valor y el ánimo. Empezó a escucharse de nuevo la música en volumen moderado, luego fue subiendo hasta retomar el vuelo, regresó el escándalo y la fiesta se desató con mayor efervescencia que antes, como si se tratara de una especie de venganza contra quien los había delatado. Así tuvimos que aguantar hasta las cuatro de la mañana. ¿Volver a llamar a emergencias? ¿Para qué? Con esa mala experiencia bastaba y sobraba para saber que no los iban a controlar. Quedaba de nuevo la esperanza de que aquel mal rato provocado por los irresponsables jóvenes "construyendo el futuro" (el futuro bonche de contagios covid-19) fuera algo que no se repetiría más. ¡Otra vez me equivoqué! Dos días después ¡Tan sólo dos días después! Estaban los méndigos chamacos en el mismo lugar iniciando otro desastre como el que les acabo de comentar. ¡Válgame Dios!

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.

LEYENDAS: La Historia de “Carlitos”

 

SAÚL ARMANDO LLAMAS L / Periodismo Nayarita

 

Guadalajara, Jal.-  Hace algún tiempo el fotógrafo Alejandro Robles Barrón dio a conocer a otro nivel la leyenda de Carlitos (conocida por algunos pueblerinos), él vino a este pueblo a tomar algunas fotos para la revista QPX de Tepic.

 

Estando realizando su trabajo por los distintos pasajes de la Fábrica Textil, sentía una sensación de que alguien lo vigilaba, pero el prosiguió tomando fotos de la hermosa factoría, preguntándose cómo Habría sido la época en la que trabajaba y qué cosa habrían ocupado ciertos cuartos, ahora vacíos.

 

Al recorrer los pasillos la sensación de que alguien estaba presente seguía, y al voltear la mirada hacia atrás una voz infantil le pregunto — ¿Quién eres tú? - impactado y paralizado el fotógrafo (pues nadie había entrado a la fábrica más que él y el cuidador), Alejandro le respondió con la misma pregunta ¿quién eres tú? A lo que el infante respondió “Yo soy Carlos”, aproximadamente de 6 años de edad. Menciona Alejandro en su publicación de la revista:

 

   A - De dónde saliste para poder darme este susto — contestó de una manera resignada.

 

 B - Estaba jugando. (Esa respuesta pareció extraña, pues el lugar no es apropiado para que un niño     juegue).

 

 C - Lo que pasa es que trabajo mucho y ya era tiempo de… (Y antes de decir la última palabra el niño        volteaba a todos lados como si fuese a decir algo prohibido)… Salir a tomar un poco de aire.

 

Carlitos se notaba preocupado de que lo descubrieran “descansando” así que para aminorar la tensión caminamos unos pasos…

 

 D - Y dime Carlos ¿eres vago en la escuela?

 E - No voy a la escuela, yo trabajo para ayudar a en mi casa.

 

Siguieron platicando, el niño le dijo el proceso de la manta, mientras que Alejandro se sorprendía de cómo un niño tan pequeño se supiera con tal detalle la historia. Al pasar un buen rato y atravesar varios cuartos y pasillos el niño se perdió, y aunque el fotógrafo lo nombraba el niño no aparecía, creyendo que se había ido a su casa.

Al entrar a la parte del museo el cuidador de la fábrica, Profr. Juan Cañas (D.E.P.)., le contó que en este lugar ahorcaron a un niño, - ¿y cómo era el niño? - preguntó Alejandro, - pues en la oficina de recursos humanos está la noticia del periódico de aquellos tiempos, de 1900, un niño que trabajaba aquí y se tomó un descanso y el capataz lo mandó a buscar; el niño estaba jugando en la parte trasera y cuando vio a los hombres que lo buscaban se echó a correr por toda la fábrica como si fuera un juego de alcanzadas, cuando lo agarraron se lo llevaron al capataz y éste invadido de ira, ordenó que lo colgaran del roble. Se dice que el niño murió con una sonrisa de incrédulo nunca pensó que el capataz hablara enserio, hasta que el último aliento que exhaló de su boca. Él se llamaba Carlos… - Dijo el cuidador, Profr. Juan Cañas (D.E.P.).

 

Al escuchar esto el fotógrafo ya no hizo preguntas, dio las gracias y se fue. Días después publicó su artículo con su historia.