miércoles, 9 de octubre de 2019

"La muerte inoportuna"



JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"La muerte inoportuna"



Había iniciado la redacción de un texto que, por compromisos no pude terminar el viernes, como es mi costumbre, pero me quedé con la idea de culminarlo el sábado. Por causas personales no puede sentarme a escribir temprano de acuerdo con lo planeado y cuando, finalmente, me disponía a hacerlo me enteré del inesperado fallecimiento del colega periodista Bernardo Macías, alias «El Venado», caminando por las calles de la ciudad, sin enfermedad aparente y eso, dio un viraje contundente a mi intención, hizo que me sintiera triste, desconcertado y sobre todo asustado, muy asustado.

Me dio miedo pensar en esa manera de morir, que podría ser la más delicada, benigna e indolora, pero me aterró el hecho de irme así tan de repente y dejar muchos pendientes en mi vida, y esa parte, la del desenlace inesperado me movió a la reflexión.

Sin duda la muerte del reconocido periodista fue una noticia de esas que actualmente denominamos «bomba» por lo trágico de la forma, por lo inesperado del suceso. Un hombre de tan solo 65 años, edad que no se considera la de un «viejo» propiamente, al menos en estas latitudes. Su trayectoria es más que conocida en nuestra ciudad. Se le consideraba uno de los cronistas más populares, periodista e historiador, fotógrafo, además de poeta. Trabajó en diversos medios de comunicación y, a decir de muchos miembros del gremio periodístico, fue un maestro para muchos de ellos.

Cuando este texto esté en manos de los lectores se habrán publicado cientos de noticias, crónicas y homenajes a Bernardo Macías, todos ellos muy merecidos, aunque me hubiera gustado que toda la admiración a la labor que él realizó en los diversos ámbitos de la comunicación y la cultura, hubiese sido reconocida hace tiempo. Es difícil pensar que alguien de esa edad pudiera morir, al menos de muerte natural, y quizá en eso se pueda respaldar la institución o la persona encargada de realizar ese tipo de distinciones, que quizá no sean legal o institucionalmente obligatorias, pero sí moralmente necesarias.

Cuántas veces ha pasado eso de los homenajes póstumos en todos los ámbitos del quehacer humano y en todas las áreas geográficas, sean locales, nacionales, incluso internacionales. Se entiende que tal vez sirvan de algo, por lo menos en cuestiones de legado y en el sustento de los mitos o leyendas, pero nada sería más justo ni más oportuno que reconocer al meritorio  o meritoria en pleno uso de razón y con fuerza suficiente en el corazón para que éste se llene de ánimo y alegría. Quizá, después de la muerte, sea alentador a quien le supervive en la cadena genealógica, pero para la persona que aportó algo importante, algo hermoso o algo leal a la sociedad, después de muerto, ¿podría tener algún significado?

Por lo que sé de nuestro colega periodista que ha dejado esta dimensión, su esencia era la libertad, la bohemia y la rebeldía hacia lo rígido y excesivamente burocrático; por tanto es de suponer que no le importaba mucho el reconocimiento por parte de un gobernante o un funcionario en tanto gozara de la empatía de una sociedad, de un pueblo o de un significativo grupo de amigos. No le importaría recibir un diploma firmado por el representante de la alta orden de la cultura oficial, si recibía el cariño de la gente en la calle y en las redes sociales. Pero, esa sublime característica del alma de un artista, que no ve nunca la trascendencia como condición en su trabajo, no exime a quienes debieran alentar el reconocimiento de esos exponentes, como una forma natural de motivar a las nuevas generaciones a incursionar, vivir o disfrutar de las humanidades.

Es triste ver cómo el reconocimiento del arte y los artistas sigue siendo una asignatura pendiente en muchos casos y lugares. Existen condiciones sociales que forman parte de un mismo círculo vicioso que se repite interminablemente. No entraré en detalles, ante la ominosa obviedad de los casos que vivimos a diario. Nuestras sociedades se vuelcan en reconocer asuntos de extrema frivolidad y nula trascendencia. Boxeadores inflados por la fuerza de la televisión y futbolistas que ganan lo que jamás soñaría un científico que descubre la cura de un mal importante. Cantantes gruperos de dicción ininteligible que se convierten en ídolos de las multitudes y ganan millonadas, mientras a un tenor lírico local, que ya realizó gira por España, con una estupenda y educada voz para la ópera le regateamos la compra de un boleto de cien pesos para ir a escucharlo al Teatro del Pueblo. Muchos trofeos y diplomas para el fútbol y pocos reconocimientos públicos a los escritores. En fin, hay muchos casos de esa naturaleza, en todos lados, y eso, me sigue pareciendo un escenario muy triste.

El suceso que sirve de fondo a este artículo, la sentida desaparición del estimado «Venado», Bernardo Macías Mora su nombre legal, me dejó como reflexión que nunca debes dejar para mañana lo que puedas hacer hoy, porque a veces suele pasar que simplemente no hay un mañana. De ahí que sentí, hoy más que nunca, la necesidad de redoblar esfuerzos en mis proyectos pendientes, en resolver problemas que se han quedado en el cajón de los después, en ordenar las pocas cosas de mi patrimonio material, pero sobre todo en disfrutar y consolidar los valores más importantes de mi vida, mis afectos. Es aquí donde revaloro la esencia de mi vida, el significado de la verdadera trascendencia, el sembrar el amor en la tierra fecunda de los corazones cercanos y no tan lejanos. En cultivar el amor por sobre todas las cosas, reiterar a mi amada el hermoso sentimiento que me inspira y reconquistarla cada día de los que me queden de vida como si fuera la primera vez. Darles a mis hijos, además de mi inmenso amor por ellos, las señales claras para que entiendan de que trata la ciencia de la vida y se doctoren en la búsqueda de la felicidad verdadera.

En fin, el temor se convirtió en ansiedad, en premura y en claridad. No hay manera de escapar de la muerte, eso es lo único seguro del mundo, pero las formas tan repentinas hacen más dolorosa la pérdida y más si, como dije anteriormente, tienes en mente muchas cosas que hacer y llega, con funesta contundencia, la muerte inoportuna.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO EN LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C. 

El Grupo Elite Dice Presente en la Escena Musical


ENRIQUE GONZÁLEZ RODRÍGUEZ / Periodismo Nayarita

Guadalajara, Jal.-  Gabriel Villalobos en el bajo sexto y primera voz, su primo Daniel Villalobos en la segunda voz y el acordeón, Jesús Ramos en la tuba y Francisco Carrillo en la batería, son los integrantes del Grupo Elite, una joven agrupación jalisciense que tiene sus orígenes en el año 2017, y que en la recta final de éste 2019 dice presente con fuerza en la escena musical jalisciense.

Con un repertorio que va desde el norteño tradicional hasta el denominado norteño-banda, el Grupo Elite se ha hecho de muy buenas tablas tocando en los mas diversos escenarios de Jalisco, Colima y Nayarit, adquiriendo así esa madurez musical que les ha permitido definir, desarrollar e ir puliendo un estilo interpretativo que los identifique y distinga de las demás propuestas que hay en el mercado.

Integrado como tal en los primeros meses del año 2017, el grupo se prepara para dar inicio a su propia historia por lo que sus cuatro integrantes están aprovechando la recta final de éste 2019 para seleccionar el material de su primer disco, comentando Daniel su vocalista que entre los temas que han contemplado hasta el momento hay varios de reconocidos compositores lo que le dará un plus a su primera producción discográfica.

De la mano de “Empresa Joven De San Miguel”, su oficina de representación, el Grupo Elite dice presente con gran fuerza y presencia en la escena musical grupera de la región, ganándose al pasar de los meses la simpatía y confianza de los empresarios y del publico que los ve tocar, haciéndose así de un cada vez más grande grupo de público que gusta de su música y su forma de interpretar.

El posicionarse en el gusto del público a nivel nacional y a mediano plazo cruzar la frontera norte con su música, son de los planes que más en mente tienen en estos momentos los integrantes del Grupo Elite.



Durante nuestra existencia, experimentamos dos fenómenos biológicos




Mis estimadísimos y amables lectores, un tema para reflexionar; la gente que sabe asegura que durante nuestra existencia, experimentamos dos fenómenos biológicos, el de la vida cuando inspiramos oxígeno y el de la muerte cuando lo expulsamos. En ese devenir biológico, la vida se alza sobre la muerte con la perpetuación de las especies, pero la naturaleza también genera equilibrio acabando con cierto número de especies para que la Tierra sacie su hambre y no tenga que provocar ciclones, terremotos, maremotos, glaciaciones, erupciones volcánicas, hambrunas, etcétera, a través de los cuales perecen miles de seres vivos que le proveen materia orgánica que sostiene a la vez los procesos vitales de los otros reinos. La materia orgánica que dejamos al morir, hace posible la perpetuación de las especies, mismas que se alimentan de los productos que salen de la alianza entre los tres reinos, el mineral, el vegetal y el animal. Vistas así las cosas, todos tenemos oportunidad de crecer, nacer y perpetuarnos, para luego contribuir a que funcionen las leyes del supremo creador. Un camarada me dice que la vida es una ilusión, razón por la cual las numerosas religiones prometen un reino donde ya no tendrá cabida La Muerte; mientras tanto, en el seno de todas las familias, se darán situaciones de inconformidad cuando se presenta la no existencia de uno o varios de sus miembros. Con la muerte de Don Gil Rivera, progenitor de mi madre Marìa Luisa, terminó el dulce encanto en que este su amigo el poeta de Cucharas vivía; supe a la tierna edad de catorce años que ya no lo vería mas; al tiempo muere mi tío Lorenzo, el  hermano menor de Don Serafín Cervantes mi padre; enseguida se va mi tío Maclovio y con él sumaban tres de la familia, incluyendo a mi tía Efigenia, la que murió años atrás de piquete de alacrán; años después fallece mi abuelo Victorio y le siguió mi abuela María Luciana. En nuestra familia Cervantes Rivera, lamentamos la muerte de mi hermana menor Martha Beatriz; a la que siguió mi madre María Luisa y recientemente la de Don Serafín. Tuve la dicha de convivir con todos ellos durante mi propia juventud; y aunque sabíamos que dentro de nosotros existía un asesino silencioso que más tarde o más temprano nos habría de enclaustrar en un féretro mortuorio cuatro metros bajo tierra, continuábamos como si nada estuviera pasando. Aprendimos a no darle importancia pero en el fondo esperando que algún día, la ciencia humana encuentre la forma de vencer a la muerte como aseguran que la venció el gran kabir de Galilea, Jesús El Cristo. Mientras tanto, no nos queda más que seguir adelante, ignorando una ley que habrá de cumplirse hoy, mañana, pasado,  no sabemos cuándo. Cierto, la muerte igual que la vida, es pareja; acaba con ricos, pobres, tontos, inteligentes, la gente poderosa y muy poderosa también se va. En la antigüedad las grandes civilizaciones buscaron la fuente de la eterna juventud, llegándose a decir que los egipcios, Atlantes, Lémures, Acadios, sumerios, mayas y otros, la encontraron pero no en brebajes sino en las dimensiones de que consta la naturaleza material y espiritual. Se dice que la gente que ha logrado meterse a la cuarta dimensión que es el tiempo, deja de sufrir el acoso de la muerte y ya no envejece por alguna razón que no han podido explicar las personas que lograron volver a la tercera dimensión en la cual nos movemos; se habla que estos seres humanos vivieron muchísimos años ahí, pero a los días de haber regresado a la Tierra, cayeron muertos sin remedio. Semejantes historias a mi me hacen tener esperanza pero la verdad sería conforme si lograra vivir los años que vivió Matusalén o Enoc; el ilustre maestro colombiano Samael Aun Weor, publicó que existe un ser humano con un millón de años de edad, pero igual, nada de esto se puede comprobar; sin embargo hay que decirlo para que esta humanidad doliente genere la creencia en un futuro libre de enfermedades y muerte. Tenemos cientos de años creyendo que la muerte es olvido, por ello en cuanto perdemos un familiar, hacemos lo imposible por ya no saber nada de él; cierto, marcharon al continente del nunca más, lo que no debe impedirnos recordarlos cada que se ocupe…PALESTRAZO: dos grandes amigos de este poeta de Cucharas, Bernardo Macías y José Luis Casillas, se fueron al mas allá en menos de quince días; escuchada la sentencia se cumplió la ley. Descansen en paz mis viejos camaradas.

El Síndrome de Hydris o la Patología del Poder


LEONEL PAZ CORDERO / Periodismo Nayarita

Guadalajara, Jal.-  El diccionario de la Real Academia Española (RAE) le atribuye al concepto de patología dos significados: uno lo presenta como la rama de la medicina que se enfoca en las enfermedades del ser humano y, el otro, como el grupo de síntomas asociadas a una determinada dolencia. En este sentido, esta palabra no debe ser confundida con la noción de nosología, que consiste en la descripción y la sistematización del conjunto de males que pueden afectar al hombre.

La patología, dicen los expertos, se dedica a estudiar las enfermedades en su más amplia aceptación, como estados o procesos fuera de lo común que pueden surgir por motivos conocidos o desconocidos. Para demostrar la presencia de una enfermedad, se busca y se observa una lesión en sus niveles estructurales, se detecta la existencia de algún microorganismo (virus, bacteria, parásito u hongo) o se trabaja sobre la alteración de algún componente del organismo.

Los especialistas en patología pueden clasificarse, según su campo de acción, en patólogos clínicos o anatomopatólogos. Los primeros se especializan en el diagnóstico por medio de análisis obtenidos y examinados en el marco de un laboratorio clínico. Los anatomopatólogos, en cambio, concentran sus esfuerzos en las deducciones a las que pueden llegar en base a la observación morfológica de lesiones.

Otros conceptos vinculados a la patología son la etiología (rama centrada en estudiar los orígenes de cada enfermedad) y la patogenia (la serie de modificaciones patológicas con la exclusión de las causas que la provocan). Esta última puede ser abordada desde un punto de vista funcional (tal como hace la fisiopatología) o morfológico (la patología general). Ambos actúan de forma complementaria para la comprensión de la patogenia.

La rama que consiste en el estudio de los aspectos morfológicos de la patogenia se denomina morfopatología o patología general. Su aplicación con el objetivo de reconocer las causas de una determinada enfermedad no garantiza el éxito en el 100% de los casos.

Patología social
Cualquier rasgo del comportamiento que no responda a los parámetros de normalidad dentro de un marco social es considerado una patología. Existe una serie de factores que acarrean inestabilidad mental y emocional, entre los que encontramos la excesiva actividad laboral y la fatiga, la tensión nerviosa, el ruido propio de las ciudades, el rompimiento del modelo de familia tradicional y el consumo desmedido y no supervisado de fármacos.

La tendencia creciente de las sociedades a la generalización es un proceso nefasto que agrupa a la porción de la población que reúne el mayor porcentaje de coincidencias en sus gustos, creencias y características físicas e ignora al resto y lo etiqueta como minoría. En este último conjunto de seres humanos, encontramos una gran variedad, y poco tienen en común entre ellas, más allá de su especie. Desde personas con problemas auditivos hasta delincuentes, pasando por homosexuales y pobres, son todos apartados para que no distraigan a los demás de las campañas publicitarias.

La delincuencia como patología social

Si entendemos el conjunto de normas y leyes de una sociedad como lo normal y aceptable, entonces una persona que vaya en su contra presenta una patología social. Como la delincuencia no sólo representa un acto que no se rige por las reglas preestablecidas, sino que también atenta contra la libertad de los ciudadanos, este tipo de comportamiento acarrea sanciones para asegurar la seguridad del pueblo.

A su vez, para combatir esta patología, el Estado promete ayudar a quienes cometen delitos a entender el valor y la importancia de respetar las leyes. En una situación ideal, estas personas logran reinsertarse en la sociedad, habiendo adoptado una visión nueva de la vida en comunidad, que incluye el respeto por la libertad.

El siglo XX, escenario de genocidios, de ideologías totalitarias y de la trivialización del mal. El nacionalismo, para poder cuajar, necesita la imagen amenazadora de un enemigo. El siglo XX registró, al menos, ocho episodios de matanzas masivas, aunque esta sea una lista incompleta.

En el siglo XX, el poder, y me refiero al político, ha sufrido una profunda transformación. La causa de ese fenómeno es la aparición en el escenario político de un nuevo protagonista social, las masas. A partir de ese momento se empieza a hablar de la «sociedad de las masas», del «papel de las masas» en la historia, de la «rebelión de las masas», como de rasgos característicos de nuestros tiempos. Se trata de una nueva fuerza y, al mismo tiempo, carente de experiencia y orientación política. Integran esa muchedumbre los campesinos de ayer, los emigrantes de las áreas rurales llegados a las ciudades en busca de trabajo, esa ola humana empujada por la esperanza de encontrar una vida mejor. Ya dispone, gracias a los avances de la democracia, de una gran fuerza: el derecho al voto, ese derecho que le permite elegir y que, en definitiva, pone en sus manos las decisiones.

Desde el momento de la aparición de las masas, todo aquel que quiere conquistar y mantener el poder tiene que pactar con la nueva comunidad, tiene que domarlas, hacerlas dóciles o conquistarlas para poder someterlas, más tarde, a su dominación con ayuda de la persuasión, la manipulación o, simplemente, el dictado.

El gran problema de los millones de seres que se incorporan de manera muy rápida y caótica a la población de las grandes ciudades, es, por un lado, encontrar un trabajo y una forma de pasar el tiempo libre y, por otro, encontrar su propia identidad. Se trata de personas que rompieron los lazos con su propia cultura, con la que todos sus antecesores se identificaron durante siglos, y que necesitan encontrar una nueva identidad, una nueva comunidad dentro de la que puedan sentirse seguras y de la que puedan ser, al mismo tiempo, un elemento valioso. En esa situación aparece en la historia un nuevo tipo de líderes políticos que, prometiéndoles a esas personas una nueva identidad tan anhelada por ellas -porque la pérdida de las raíces genera una agotadora sensación de temor y desorientación-, consiguen el respaldo de las masas y, gracias a él, conquistan el poder.

Los instrumentos utilizados por esos nuevos líderes son muy diversos, pero la historia contemporánea nos enseña que tres de ellos han desempeñado un papel singular: las ideologías (el fascismo y el comunismo serían sus ejemplos), el populismo y el nacionalismo.

¿Quién trató de hacerse con el poder en las primeras décadas del siglo XX? Por lo regular eran personas salidas de las clases medias, frecuentemente militares, activistas de distintos partidos o estudiantes universitarios. Las consignas que lanzaban tenían como fin atraer a los que se sentían amenazados y desorientados y satisfacer sus expectativas, conseguir el respaldo de los que buscaban su propia identidad y convencerlos de que la encontrarían en los conceptos «nación» o «Estado». Como afirmaban los ideólogos y los agitadores, la nación era la gran comunidad social y espiritual en cuya construcción podían participar también los desarraigados de ayer y encontrar así en ella un lugar seguro. Presentaban el «Estado» como la institución jurídica y administrativa que hacía posible la realización y defensa del concepto «nación». La ideología que se basa en la filosofía y apología de la nación-Estado y presenta ese concepto como algo ideal que se llama nacionalismo.

El nacionalismo tiene muchos rasgos característicos, pero dos de ellos son particularmente peligrosos y abominables. El primero es la arrogancia y la soberbia que encierra la convicción de que la cultura propia es superior a la de otros. El segundo consiste en que la singularidad propia se define mediante la hostilidad contra otros, mediante el rechazo de otros que son presentados como enemigos, principalmente las comunidades y sociedades vecinas. Consideran que la única eliminación eficaz del peligro -que, por lo regular, sólo existe en su imaginación, porque casi siempre suele tratarse de enemigos inventados- es el aplastamiento físico del adversario e incluso su aniquilamiento total. El nacionalismo, para que pueda cuajar, tiene que disponer de la imagen amenazadora de un enemigo. Cuando el nacionalismo no dispone de un enemigo real, lo inventa, porque lo necesita de manera inapelable.

De gran ayuda les sirven los medios de comunicación contemporáneos, ese potente y omnipresente instrumento de la manipulación y la propaganda que es la prensa, la radio y la televisión.

Muchos pensadores contemporáneos, como Gellmer, Mosse, Hobsbwan y John Lukacs, consideran que el nacionalismo es la ideología principal y dominante de nuestros tiempos y ponen de relieve su destructora agresividad. El nacionalismo es una ideología combativa y sus ataques pueden adquirir muy diversas formas (también sabe agazaparse, sumirse en letargos temporales). Sin embargo, las ofesivas del nacionalismo no son reacciones autónomas y espontáneas. Siempre son reacciones meticulosamente preparadas u organizadas por el poder, por sus cuadros, sus estructuras y los medios. Esas reacciones siempre tienen un objetivo muy concreto y víctimas cogidas de antemano. Esas reacciones tratan no sólo de dañar al enemigo, sino de destruirlo de manera definitiva. Y precisamente esos intentos de alcanzar el triunfo máximo son uno de los rasgos fundamentales del nacionalismo contemporáneo.

Pero, ¿quién es el enemigo real o inventado que aprovecha el poder, con su cruzada nacionalista, para fortalecerse o ampliar sus influencias? ¿Cómo es la imagen del enemigo? Ante todo, es una imagen colectiva, porque el enemigo, en tanto que individuo aislado, no es peligroso. La que es peligrosa es la masa enemiga. En este caso, la identidad nos muestra su doble imagen, sus dos caras. Una de ellas es la salvación de aquel que busca y quiere conservar sus raíces; la otra es la maldición y el estigma, que pueden convertirse en condena.

Y algo más y muy importante: los enemigos tienen que ser seres distintos, los enemigos siempre son ellos. Lo ideal sería que siempre pudiesen ser distinguidos por sus rasgos externos; por ejemplo, el color de la piel, la forma de vestirse, su aspecto general, su comportamiento. En estos casos es más fácil señalarlos con el dedo y descubrirlos en la muchedumbre. Lo ideal sería también que los enemigos siempre fuesen más débiles, que se sintiesen desorientados y perdidos y que estuviesen indefensos.

El nacionalismo es la patología, la enfermedad de los tiempos modernos. Pero tiene un antecesor, un modelo, por cierto, aún vivo en muchas partes y situaciones. Me refiero al tribalismo, a la filosofía de las clases, de los vínculos tribales y de los clanes, también alimentada y animada por las élites y siempre enfilada contra los vecinos más o menos cercanos.

Pero, al tratar el nacionalismo como esa ideología que es el terrible causante del genocidio en el siglo XX ¿no cometemos una falsificación de la historia? ¿no nos olvidamos de que muchas otras atrocidades fueron cometidas por el poder asesino contra su propio pueblo? No, no cometemos falsificación alguna, porque también en esos casos el poder asesino actuaba de acuerdo con las reglas del nacionalismo, ya que acusaba a sus víctimas de haber traicionado al pueblo, de haberse vendido al enemigo.

La percepción del «otro» como de una amenaza, de un representante de las fuerzas extrañas y destructoras, fue común a todos los regímenes nacionalistas, autoritarios y totalitarios conocidos por nuestra época. Se trata de un fenómeno registrado en todas las culturas y, con tristeza tengo que constatar que ninguna civilización resultó ser impermeable ante el veneno del odio, del desprecio y de la destrucción, inoculado por los líderes e ideólogos nacionalistas. La misma enfermedad era propagada por los regímenes más diversos y en las latitudes más distantes. Sus manifestaciones extremas acarrearon numerosos casos de genocidio, de ese crimen masivo que se repite una y otra vez, y que, por desgracia, es uno de los rasgos característicos del mundo moderno.

Existe una cierta tendencia -porque así es más cómodo y más fácil- a tratar los sucesivos capítulos de la historia del genocidio como episodios aislados entre sí y difíciles de entender, como explosiones irracionales de una furia colectiva, como actos de histeria y de locura de las muchedumbres drogadas por el olor de la sangre. Como esos sucesos -partiendo del principio de la culpa metafísica- nos cubren a todos de oprobio, tratamos de olvidarlos cuanto antes y de dejarles tan desagradable y dolorosa temática a los especialistas. Sin embargo, un análisis más detenido de los casos de genocidio nos obliga a rechazar la idea de que nos enfrentamos a simples e irracionales estallidos de ira y violencia. En las raíces de todo acto de genocidio siempre está alguna de las ideologías del odio difundidas de manera metódica y planificada. Esos actos siempre se ven precedidos por largos períodos de meticulosa preparación organizativa y técnica del aparato burocrático del Estado moderno. Eso permitió a muchos filósofos -como Bauman, Laqueur y Arendt- formular la inquietante tesis de que la civilización tiene en su propio carácter, en su propia esencia y en su propia dinámica rasgos que -en condiciones favorables y en un momento adecuado- pueden hacer posible un nuevo acto de genocidio. Se trata de una tesis que hace sentir espanto.

¿Cuándo aparecen ese momento y esas condiciones favorables? Cuando aquello que pertenece a la esfera de la cultura y aquello que pertenece a la esfera de lo sagrado se divorcian; cuando la esencia espiritual se ve debilitada en la cultura o, sencillamente, desaparece de ella; cuando el letargo de la ética en la sociedad genera un vacío; cuando se debilita la sensibilidad ante el mal.

Todo parece indicar que en nuestra época el mandamiento cristiano más ignorado y pisoteado es el que insta a amar al prójimo. ¿Hubo desde siempre en los humanos una actitud de rechazo e incluso de hostilidad ante los «otros»? ¿Cómo es posible?

Todas las ideologías contemporáneas que se nutran del odio, el nacionalismo, el fascismo, el comunismo y el racismo aprovechan la propensión del ser humano al rechazo del extraño, hacia el desconocido, hacia el diferente. El poder sabe transformar ese rechazo en hostilidad e incluso hasta en deseo de matar.

Las consecuencias de esa patología generada por el odio alcanzaron dimensiones aterradoras y monstruosas en nuestros tiempos, cuando el poder está dotado de una organización estatal con modernas estructuras organizativas y avanzadas técnicas (incluidas las tecnologías de la aniquilación física). Así apareció en los tiempos modernos el espantoso fenómeno del genocidio.

El genocidio es una acción armada intencionada, organizada y sistemática que tiene como fin exterminar comunidades civiles metódicamente escogidas por su nacionalidad, raza o religión.

La historia del siglo XX registró al menos ocho episodios del genocidio (la palabra episodio no es la mejor, porque las matanzas duraron, por lo regular, bastante tiempo). El primero fue la matanza de armenios llevada a cabo por los turcos en los años 1815 y 1916. El segundo provocó la muerte por hambre de millones de campesinos ucranios en los años 1932 y 1933. El tercero fue el exterminio de la población de Nankín y de sus alrededores llevado a cabo por los ocupantes japoneses en los años 1937 y 1938. El cuarto, el holocausto de los judíos llevado a cabo por los nazis en los años 1941-1945. El quinto fue el asesinato de millones de musulmanes e indios durante la división de la India en los años 1947 y 1948. El sexto provocó la muerte de millones de personas durante la Revolución Cultural llevada a cabo por Mao Tse Tung en China en los años cincuenta y sesenta. Víctimas del séptimo episodio fueron millones de camboyanos en los años 1975-1978. El episodio más reciente, de 1994, fue protagonizado por el régimen de los hutus en Ruanda, que asesinó a cientos de miles de tutsis. Muchos podrían decir que la lista es incompleta y, efectivamente, hay que admitir que se produjeron muchos otros casos de matanzas masivas que, si no fueron actos de genocidio, estuvieron muy cerca de ello, como las matanzas de Sudán, Sierra Leona y los Balcanes.

Cuando buscamos puntos de orientación en ese laberinto de crímenes, mentiras y odio encontramos algunos rasgos comunes.
En primer lugar, todos los actos fueron organizados por gobiernos que ejercían el poder en sus países de manera legal. El silencio y la pasividad de la opinión pública también fueron un rasgo común, sobre todo en la primera etapa del genocidio. Se trata de un hecho aterrador, porque confirma la crisis de la sensibilidad ética que enfrentan las civilizaciones modernas.

En segundo lugar, las matanzas masivas se han practicado no en una determinada cultura, sino en países pertenecientes a culturas muy diversas, y eso confirma que no hay cultura inmunizada ante el virus del genocidio.

En tercer lugar, se advierte una relación directa entre el genocidio y la guerra. Todos los actos de genocidio mencionados se produjeron durante la guerra o como consecuencia de un clima de amenaza bélica creado por el poder.

En cuarto lugar, la democracia es la única forma de organización de la sociedad que ha demostrado hasta ahora ser resistente ante el bacilo genocida.

En quinto lugar, el poder que planeó y organizó el genocidio siempre comenzó la operación por la propagación entre sus partidarios de la imagen del enemigo, de la futura víctima. Siempre fue fundamental emplazar al enemigo dentro de la comunidad (de la familia, de la aldea, de la ciudad, del colectivo). De esa manera, el enemigo se presentaba como algo más peligroso.

En sexto lugar, el enemigo podía ser del más diverso origen; es decir, otra clase social, otra raza, otra religión (los ricos, los judíos, los musulmanes, los tutsis, los negros), pero en la propaganda siempre recibía la misma definición: enemigo del pueblo (wrag narodu, nationfeind).

En séptimo lugar, en el período de preparación y realización de la acción genocida, los gobernantes apoyan el principio de la autarquía. El poder suele realizar una política de aislamiento frente al mundo y refuerza el hermetismo de las fronteras.

En octavo lugar, en su excelente libro La modernidad y el exterminio, el profesor Bauman advierte que la realización del holocausto fue facilitada por el avance técnico del mundo, un avance que hizo posible asesinar «a distancia». Los organizadores no se veían obligados a matar con sus propias manos y eso les liberaba de los remordimientos de conciencia. Sin embargo, no en todos los casos de genocidio fue así. En Ruanda, los organizadores del genocidio instaron a sus verdugos a asesinar no con ayuda de armas automáticas, sino con machetes. Querían conseguir el fortalecimiento dentro de sus propias filas embarrando de sangre las manos de sus partidarios.

En noveno lugar, en todos los casos, el momento de las matanzas y el exterminio fue precedido por largos períodos de represiones y de sufrimientos, de hambre, humillaciones y terror. En definitiva, para muchas víctimas, la muerte se presentaba como un gesto de gracia.

En último lugar, en todos los casos, el genocidio fue preparado y llevado a cabo cuando la sociedad se encontraba sumida en una profunda crisis económica y moral, cuando atravesaba por momentos de ceguera religiosa, cuando los sentimientos habían sido afectados por la atrofia y la gente no sabía cómo distinguir el bien del mal.

Aunque es cierto que cada suceso tiene sus rasgos específicos y sus particularidades -pienso sobre todo en la espantosa singularidad del holocausto- también es cierto que en todos estos crímenes se pueden encontrar elementos comunes, tanto en las secuencias de acontecimientos como en los motivos propagados por los organizadores y en los mecanismos criminales empleados. Aquí hay que añadir y recalcar que la crueldad masiva de cada uno de esos episodios afecta no solamente al grupo racial, étnico o religioso directamente castigado, porque es una catástrofe común del hombre como tal, del humanismo, y eso nos hace responsables a todos los que vivimos sobre la Tierra.

El siglo XX es definido por lo regular en las síntesis como siglo de dos totalitarismos: el fascismo y el comunismo; como siglo de las grandes guerras mundiales; como siglo de Auschwitz e Hiroshima. Sin embargo, en ninguna parte encontré la definición del siglo XX como una época de constantes repeticiones de actos genocidas en distintos momentos y culturas. En ninguna parte encontré la aclaración de que los actos de genocidio fueron preparados, organizados y realizados por el poder representado por gobiernos de legalidad reconocida y aniquilaron ante todo a millones de personas inocentes. Se puede calcular, no obstante, que el genocidio acabó en el siglo XX con la vida de más personas que las dos guerras mundiales. Las pérdidas materiales provocadas por el genocidio también fueron incalculables.

La descripción de cada acto de genocidio por separado y su grabación también por separado en la historia y en la memoria humana hacen que las tragedias sean vividas con menos intensidad por la humanidad, y no como una experiencia común que despierta en todos nosotros emociones que nos unen.

El poder, y sobre todo el poder estatal que comete actos de genocidio, puede contar con una gran impunidad. El Tribunal de Núremberg es una excepción que, por otro lado, abarcó solamente a un número muy reducido de criminales. Son muy pocos los funcionarios estatales que son juzgados por los crímenes que cometieron. La regla es que, cuanto más alto fue el cargo que ocupó el funcionario estatal, mayor es su impunidad. El verdugo pequeño puede acabar su vida en una horca, pero el verdugo grande, por lo regular, es intocable. Esa es una gran debilidad del sistema mundial de justicia, un sistema muy endeble, falto de consecuencia y muy oportunista.

En la historia son muy contados los casos en los que los Estados reconocieron sus culpas relacionadas con los actos de genocidio. Así ocurrió con los alemanes. En la mayoría de los casos, el poder rechaza las acusaciones de genocidio o mantiene un silencio total al respecto.

Lo más terrible de todo es que la gente, la opinión pública, carece de recursos para imponer la justicia, y ante esa incapacidad aumentan la insensibilidad ética, la indiferencia moral, la falta de voluntad y la incapacidad para reaccionar ante el mal. Mientras tanto, el mal, con frecuencia, se manifiesta como patología del poder, y entonces es tanto más peligroso por cuanto en los actos de genocidio aprovecha las técnicas modernas de organización, mucho más eficaces que las de antes. En el pasado se vinculaba el mal a estallidos irracionales de la ira popular, a inexplicables erupciones de ceguera colectiva, al descontrol de los instintos más bajos y a las ansias incontenibles de venganza y revancha, mientras que ahora se relaciona con una organización que se caracteriza por la frialdad y la astucia.

Como no existen las barreras jurídicas, institucionales o técnicas capaces de prevenir de manera eficaz la comisión de nuevos actos de genocidio, el único escudo protector que nos queda es la moral de cada individuo y de cada sociedad, la conciencia religiosa de los fieles y de sus comunidades, la voluntad firme de hacer el bien y la aceptación de ese mandamiento que nos induce a amar al prójimo

Personajes de la política que se aferraron enfermizamente al poder y fueron poco a poco desarrollando una paranoia caracterizada por ideas fijas, obsesivas e ilógicas, en las que había egolatría, narcisismo, frialdad emocional, incapacidad para la autocrítica, hostilidad con el entorno, resentimiento y mucha desconfianza previamente acompañada de eventos traumáticos de la niñez y de la estructura propia del sujeto.