miércoles, 29 de abril de 2020

"Dos problemas, un camino"



JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"Dos problemas, un camino"


Las primeras luces del día vieron salir de su casa a don Pepe Cabrales. Era ya la hora de cortar los rábanos, lechugas, pepinos y limones que tenía que ir a vender para ganarse los pesos necesarios para comer ese día. El pequeño huerto de ellos era el patio de la casa de un pariente que vivía en la ciudad de México, quien había convenido prestárselos a él y a su esposa Lolita, a cambio de limpiar y cuidar su propiedad en el pueblo. El patio que hacía las veces de huerto familiar se ubicaba a tan solo seis calles del domicilio del emprendedor anciano, condición que no exigía más de diez minutos para llegar.


Después de abrir el desvencijado portón de tubos y malla ciclónica, recogió la cubeta, el azadón y la coa para iniciar sus labores. El terreno plano del patio, de unos ciento cincuenta metros cuadrados, era una auténtica parcela, un bonito paisaje vegetal, en el que combinaban alegremente el rojo y el verde. No sé si era la buena habilidad improvisada del hortelano o quizá de plano la mano de Dios (y no hablo del bobo de Maradona) sino de la ayuda divina de verdad, la voluntad suprema que ponía el toque mágico en el trabajo de don Pepe para lograr la cosecha de tan bellos ejemplares hortícolas. Esponjosas lechugas, verdes y frescas, de hojas lustrosas y apetecibles; regordetes y brillantes pepinos tiernos que tan solo de apretarlos se rompían crujiendo como si se desternillaran de la risa; y qué decir de esos bellos y redondos rábanos, rojos como la sangre que, una vez liberados de la tierra, semejaban luminosos cometas rescatados del cielo infinito.

Había que apresurarse para salir no muy tarde a vender los frescos productos de la pequeña parcela. Esperaba tener mucha suerte en la vendimia y regresar temprano con Lolita  —su esposa desde hace medio siglo— para traer algo con que preparar la comida del día y, si era posible, ayudarle a preparar las bolsitas con dulces que solían vender frente a su casa. Más tarde, regresar al pequeño patio a cultivar las nuevas verduras y regar las ya sembradas.

Una vez preparado lo necesario en su cajita de madera, la subió a su vieja carretilla y se aprestó a salir, no sin antes poner en su cara el indispensable cubre boca como medida de protección al salir a la calle. Eran los tiempos del coronavirus, esa pandemia que tenía a todos aterrorizados. Muchas tiendas de mercancías y servicios no esenciales habían cerrados sus puertas, unos por decisión propia y otros obligados por la autoridad, pero ambos por igual sufriendo las consecuencias de la inmovilidad comercial. Unos refunfuñando por la medida y otros asumiendo la responsabilidad de anteponer sobre todo lo demás, el valor de la salud. 

En medio de la crisis global, reducido a su mundo interior, don Pepe no podía hacer otra cosa que salir a trabajar si quería seguir comiendo y solventar sus necesidades. Había sufrido muchas veces la discriminación y la agresividad de algunas personas por no atender las indicaciones de quedarse en casa. Pero él sabía que mientras no recibiera una forma permanente de apoyo económico que cubriera sus necesidades tendría que seguir en esa especie de desobediencia civil.

Así eran los días de don Pepe en la cuarentena, entre la alegría y el entusiasmo de su éxito como horticultor y la decepción y la tristeza por el turbador escenario diario de la pandemia. Extrañaba mucho su vida anterior, cuando la calle donde colocaba su puesto estaba repleta de personas. Unas curiosas y huidizas pero otras alegres y dicharacheras, amables, generosas, muchas de ellas le felicitaban y alentaban. Sentía nostalgia de aquellos amistosos apretones de manos y fraternales abrazos de personas que lo estimaban e impulsaban a seguir adelante. Ahora todo era distancia y soledad, ansiaba los días felices, pero no quedaba más que seguir, sabía que esa pesadilla no era eterna.

Un día de esos, cualquiera de ellos, en los tiempos del coronavirus, el sol apareció con la terquedad de siempre anunciando a nuestro personaje que era la hora de comenzar una nueva batalla. Salió, después de preparar sus cosas,  a su encuentro con el esfuerzo y la lucha cotidiana. Ese era un día menos luminoso que otros en todos los sentidos, el sol se asomaba un poco más tímido que de costumbre, por ese motivo la hora de iniciar el trabajo parecía un tanto oscura, también en todos los sentidos.

Empujaba con energía su carretilla cuando al doblar la esquina divisó a algunas personas que interactuaban en una acción al parecer no muy amistosa. Don Pepe aceleró su paso y se acercó a la escena. Cuando estuvo a distancia cercana pudo ver que dos hombres forcejeaban con una mujer. Al avanzar unos pasos más, pudo ver que eran dos sujetos de mediana edad que golpeaban a una mujer vestida de blanco. Ella intentaba defenderse del cobarde y desigual ataque blandiendo su bolsa de mano y tirando algunos mandobles. La inferioridad numérica y física ante sus agresores era más que evidente, así que, más allá de las razones que motivaron la inequitativa contienda, el horticultor actuó de inmediato. Pese a ser un adulto mayor mostró su gallardía y empatía por la indefensa mujer. Empuñó el viejo pero afilado cuchillo y se enfrentó a los dos agresores que, ante la brava determinación de su nuevo contrincante, optaron por huir. Hasta entonces, después de ayudar a la mujer a levantarse del suelo, se dio cuenta que portaba un blanco, ahora terregoso, uniforme de enfermera.

—¿Estás bien, mujer?  —Preguntó don Pepe a la asustada mujer— mientras ésta terminaba de sacudir su ropa y sus pertenencias.

—Sí, señor. Muchas gracias por ayudarme, no sé qué hubiera pasado si no llega usted a tiempo.

La enfermera —una mujer de mediana edad y linda sonrisa, — agradeció mucho a su oportuno salvador, le dijo que esos tipos groseros no querían asaltarla, que la agredieron por el terrible pecado de ser ENFERMERA, le gritaron en su cara que se largara de la colonia, que fuera a infectar a otro lado.

Ella hubiese querido darle un gran abrazo a ese hombre valiente y generoso pero no lo hizo por respeto a la sana distancia que les protegía a ambos, pero quedó firme la promesa de ponerse en contacto amistoso, una vez que terminara la pesadilla. Ambos supieron en aquel encuentro casual que eran parte importante de la historia general de la pandemia, dos problemáticas, dos variables distintas pero igual de importantes en la difícil ecuación de la lucha por la supervivencia.

¿Cuál de los dos problemas era más difícil? ¿Tener que desobedecer por necesidad la indicación de aislamiento en casa? O ¿Correr el riesgo de ser atacada por estar en la primera línea de combate contra el coronavirus? ¿Qué eres, héroe o villano?

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