jueves, 16 de noviembre de 2017

"Más vale que haya un loco..."


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"Más vale que haya un loco..."


Don Briagoberto Jerez caminaba por la avenida Insurgentes de Tepic con cierto apresuramiento. Volteaba sin ton ni son hacia un lado, hacia otro y hacia ningún punto en particular. La mañana parecía más fresca que de costumbre. Al parecer los habituales calorones amagaban con dejarle el paso a los amaneceres frescos, salpicados de brisa. Pero a nuestro personaje de hoy eso era lo que menos le importaba. Su atuendo seguía siendo el mismo de todos los días del año. El viejo pantalón de color café, raído de la rodilla derecha y con un parche enorme en el trasero (del pantalón). Una camiseta que alguna vez fue blanca, con rayas negras horizontales que en mucho ayudaban a darle vuelo a esa figura panzona de “pulquero descontinuado” y por último una cobija, o lo que quedaba de ella que bien podría servirle de cortina o biombo porque se puede parar sola por la mugre que acumula.

Una bolsa de fibra plástica llena de pedazos de pan, unos cuantos dulces de piñata y un montón de chucherías. Del otro lado, una bolsa de “Casa Ley” llena de papeles forman el equipaje del apresurado indigente. El aspecto indolente de quien a partir de este momento llamaremos Beto Jerez, impide realizar un buen diagnóstico de la edad que pudiera tener. Su espesa barba entrecana, su pelo hirsuto aplastado por el sombrero de palma, pero sobre todo su mirada perdida, vaga, hacen difícil adivinar cuántos años de historias trae a cuestas ese cansado cuerpo humano.

Me acerco con cautela, con una pieza de pan en la mano, una concha para ser exacto. Aunque muchas veces lo he visto deambular por varias calles y me ha parecido un “loco” tranquilo, siento un poco de temor intentar el contacto con ese personaje. Él acepta el pan sin más, se lo lleva a la boca y en menos que canta un gallo lo engulle con una voracidad solo equiparable a la de mi perrita llamada “Angus”, la “Devoradora Koblenz” que tenemos en casa. Después de eso, voltea a verme directamente a los ojos, sin decir una sola palabra pero haciéndose entender, pregunta si tengo algo más que darle de comer. Saqué una campechana de la bolsa de papel, en la que aún quedaban otras tres piezas de pan de dulce. Esa pobre campechanita tuvo la misma suerte que la concha de chocolate, y después el cuernito, el ojo de buey y la corbata.

Después de la sesión de “panificación ilustrada”, nuestro amigo Beto Jerez se sentó en la terregosa orilla de la banqueta y yo, aunque muy temeroso, hice lo mismo. Me quedé quieto y callado hasta que él volteó y con un tono que me pareció cortés, me dijo: ¿Amigo? Yo respondí al instante que sí, que sí era su amigo, hasta esbocé una tímida sonrisa, misma que me fue correspondida a plenitud. Así inicié aquella singular amistad con ese personaje de la ciudad.

Después de varios días de charla y “amistad” intenté convencerlo de que cambiara su manera de vivir, cosa que no le gustó, incluso desistí de la idea porque las veces que le insistí, fueron las únicas ocasiones en que reaccionó de manera desequilibrada. Ahí dejé las cosas de ese tamaño, no quería arriesgarme a sacarlo de quicio.

Era un hombre yo calculo de más de cuarenta años, cuyo pasado no pude ni adivinar ni investigar. Sólo acerté a comprender un poco su esquizofrenia actual. Fue una especie de experimento social o quizá un acto de compasión.

Bajo la espesa capa de mugre, pude apreciar un rostro de piel caucásica. Sus ojos un tanto claros, de un color verdoso o grisáceo. Su pelo imposible de escanear, las capas de mugre eran inexpugnables. No se podría saber jamás de qué color era su cabello. Era un caso tan dramático como el de “Supermán”, cuya visión de rayos “x” no podía atravesar el plomo. Sus dientes muy escasos por el descuido aséptico. Uno de ellos, de oro brillante, me hizo recordar al caifán “Pedro Navaja” de la vieja historia del maestro Blades.

En uno de los escasos momentos de lucidez de Beto Jerez, me dijo un día que él no era de este mundo, no sé sí se refería al entorno, a la ciudad o al planeta. Dijo alguna vez, balbuceando casi, que había sido un hombre importante, yo le dije que aún lo era, al menos para algunos ciudadanos, aunque no tanto para los gobernantes. También dijo que le gustaba estar aquí en esta ciudad, que era muy tranquila, o al menos lo fue antes de las balaceras, los muertos, la corrupción y las drogas. Que ahora no lo era tanto, que esta ciudad se había vuelto caótica, temerosa y cada vez menos humana. También dijo, en otra ocasión lúcida, que cada vez tiene más competencia, hasta sonrío, con su desmoronada dentadura, cuando dijo que “ya hay muchos  locos” en Tepic. Yo le contradije, “son enfermos mentales”. - le aseguré. Él volvió a decir que eran tantos los que “andamos por ahí” que ya valía la pena poner un “centro vacacional” para juntarnos. Fue tan ilustrativo y hasta irónico en sus pocos momentos buenos que hasta bromeó con formar un sindicato de locos unidos, ya que, por el número cada vez más creciente, hasta para una confederación alcanzaba.

Es una historia rara, sui géneris, pero que arroja más luz que muchos estudios sociológicos que se han realizado acerca de este problema tan ostensible. Es como un relámpago que estremece y fustiga las pupilas de muchos ojos que se han mantenido cerrados ante un problema dramático y creciente. Es como un tañer de campanas que no invitan a misa sino a la cordura ante la locura. Como unas huellas de pies descalzos en los asfaltos quemantes de una ciudad inhóspita, inhumana. Es una lección de sensibilidad, de compasión ante la inmensa y real tragedia humana de la demencia. Una mirada introspectiva de una mente que navega en un barco sin bandera por las dimensiones desconocidas de la incertidumbre.

Es una historia cruda, contada desde la más cuerda locura. Una perspectiva insoslayable de un problema que hemos desdeñado a conciencia desde hace mucho tiempo. Un llamado de atención a las autoridades para que atiendan a esos cuerpos sin mente, o a esas mentes confusas que usan cuerpos indefinidos que vagan sin rumbo por las calles, susurrando a cada instante la loca necesidad de sus abandonos.

Beto Jerez es el espejo roto de una sociedad que oculta o disfraza su indolencia detrás del maquillaje de su autocompasión. Es el reflejo indeseado de un sistema social que oculta o disfraza sus locas insuficiencias. Es un grito desgarrador desde las profundidades de una garganta sin voz, de unos ojos sin luz, de una mente sin memoria. La historia de Beto es la historia de una ciudad sin alma, sin autoridad moral, sin compasión social, es la historia de una ciudad que debe recuperar su sensibilidad y su cordura desde ahora y para siempre. Antes de que sea demasiado tarde.

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