jueves, 16 de agosto de 2018

"La vida loca"



JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"La vida loca"



Si alguna vez tuve dudas acerca de la ambigüedad y los contrastes que presenta la vida, quiero decirles que ya no habrá el menor asomo de ellas. La vida se acaba de mostrar de lo más veleidosa posible conmigo en tan solo un abrir y cerrar de ojos. Sé que suelo usar las metáforas y el juego de palabras para hacerme entender, pero les aseguro que este no es el caso, esta vez lo digo de una manera absolutamente literal.

Todos sabemos que en el recuento de nuestras vivencias, necesariamente tendremos que encontrar pasajes hermosos, divertidos y hasta adorables, pero no existe ninguna persona en el mundo que, en contraparte, no haya sufrido algún descalabro, una pérdida material o moral, o quizá una pena de cierta consideración. Eso está más que claro. Lo que me hizo expresar esa especie de sentencia, esa expresión de carácter axiomático en mi primera línea, es lo que me sucedió hace apenas ocho días, considerando que hoy, el día que escribo este texto, es viernes de nuevo.

A pesar que mi estilo no es el de festejar de manera muy notoria las situaciones favorables o exitosas, debo reconocer que ese día, el primer viernes de agosto, me sentía flotando en una nube, sin despegar los pies del suelo, por supuesto. La presentación de mi novela en el patio de la sede de la legislatura estatal, no obstante sufrir algunas vicisitudes y ausencias notorias, fue un suceso que me llenó de emoción y de renovados ánimos. Resultar bien librado de la crítica literaria por parte de los presentadores, fue algo que me permitió aspirar aires de satisfacción y exhalar los corrosivos vapores de la preocupación y la incertidumbre. Las generosas ponencias de quienes se hicieron cargo de leer y desmenuzar ese, mi segundo libro, me proporcionaron vientos frescos en el ánimo. No es que dude de la calidad de mi trabajo literario, pero una cosa es lo que yo piense de él, lo mucho que me pueda gustar a mí, y otra muy distinta resulta que lo lea otra persona y que sea de su total agrado, máxime si esa persona es un lector muy calificado, por ser un gran conocedor de la materia.

El caso es que sentí que fue una tarde-noche importante, bien lograda. El apoyo y la logística del congreso más que satisfactoria. Una extraordinaria sorpresa la comitiva de Nay-Usa que acudió a entregarme un reconocimiento por mi labor a favor de la cultura. El afectuoso arropamiento de grandes amigos y amigas de disímbolos ámbitos, sin faltar algunos miembros de mi familia. Todo ello propició la sensación de satisfacción y de alegría. Redondeó ese gran momento, la oportuna y espontánea invitación a cenar que me hizo mi esposa. Dudé si aceptaba o no la invitación a celebrar en pareja. Se sintieron como una eternidad los tres segundos que tardaron en llegar a mi boca las letras que forman el monosílabo afirmativo. Ni tardos ni perezosos, pronto estábamos ante sendos vasos con leche (ajá), listos para brindar por el buen resultado del evento cultural. El lugar era agradable, la mayoría de comensales eran parejas que se veían amorosas y contentas.

Una buena cena, deliciosos platos que valieron la pena. Unos brindis, pocos pero muy sinceros, escuchar un poco de música y luego a casa. La burbuja de la felicidad adquirió nueva chispa en la tranquilidad e intimidad de nuestros aposentos. La seguridad y el confort del hogar terminan por desahuciar cualquier resto de inquietud. Todo es calidez y paz, música romántica, miradas y sonrisas, hasta que llegó el cansancio. El último beso del día y un poco más tarde la bendita laxitud del sueño profundo. Perdí la noción del tiempo, pero casi puedo asegurar que, a pesar de viajar por el negro laberinto de mi inconsciencia, en mi rostro se dibujaba una sonrisa feliz. No recuerdo más, sólo que sonreía cuando cerré mis ojos.

Escucho ruidos y algo de movimiento cerca de la cama. Aún somnoliento intento abrir mis ojos, no es tarea fácil, por fin lo logro. Mi teléfono, desactivado, impidió que fuera despertado antes. Mi esposa contesta una llamada en el suyo. Busco sus ojos y evita mi mirada. Aún no me dice nada pero mi sexto sentido (disfrazado de retortijón) me indica que algo grave sucede. Por fin viene el mandarriazo impío. La primera noticia al abrir mis ojos es el fallecimiento repentino de un familiar cercano, un primo hermano. Y no dije familiar cercano sólo porque así se cataloga en cuestión de lazos sanguíneos sino porque mi primo, Toño Cuevas, era un familiar de incuestionable cercanía. Diría que cercanía física, porque vivía tan sólo una pared de por medio, su casa y la mía separadas por un simple muro. Cercanía moral, porque a golpe de convivencia, unidad familiar, infancia, mocedad y plena adultez, se construyó el respeto y el cariño fraternal. Alguien cuyas características principales de su personalidad eran la alegría, la cordialidad y la generosidad. Una persona en quien depositaba mi confianza para hacerse cargo de todos los asuntos de mi casa en Tecuala. Alguien que era la primera persona con la que trataba mis asuntos, al llegar a pasar en casa los fines de semana. Alguien con quien hablaba por teléfono todas las semanas.

En fin, es demasiado doloroso sufrir la pérdida de alguien cercano. Aún más, si se trata de una persona con cuarenta y seis años de edad, en plenitud de su vida, pero abatido por un fulminante ataque al corazón, el siempre temible infarto, que mata sin un aviso previo, incluso a personas que no están enfermas, que andan trabajando al momento de sobrevenir, como fue el lamentable caso de mi infortunado pariente.

Está de más agregar una conclusión a esta especie de crónica que hoy escribí. Quizá ésta tiene un marcado tinte personal y no es, precisamente, un artículo de opinión, como los que generalmente aparecen en este espacio, pero consideré que no habría ninguna objeción de parte de mis amables lectores y que su comprensión me permitiría desahogar este tema que, de verdad, no es nada fácil.

La conclusión es obvia, ya que mencionaba en el proemio lo caprichosa que es la vida y en casos como el que les narré, suele usar a la muerte para aplicar su lado oscuro, su contraparte en el hecho, pero, a su vez, parte dialéctica de ella misma. Pasé de la felicidad a la tristeza, literalmente en un “abrir y cerrar de ojos”. Si eso no es una locura, entonces no sé qué podría ser.

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