viernes, 9 de junio de 2023

"El ángel de la guarda"

 




JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"El ángel de la guarda"


  El viaje había sido muy tranquilo hasta ese momento. La familia Rodríguez viajaba a bordo de un coche de modelo muy atrasado aunque en buenas condiciones, un Chevrolet Impala modelo 1963. El motivo del viaje era llegar a San Juan del Monte, un pueblito pintoresco del occidente de México.

 Pedro y Susana solo tenían una hija, Rosaura de siete años, quien viajaba dormida en el asiento trasero del vehículo. Él había manejado más de seis horas continuas y el cansancio empezaba a hacer estragos en su cuerpo. Ella cerraba intermitentemente sus ojos, contagiada por los insistentes bostezos de su marido. Tenían que cruzar ese inhóspito paraje para poder llegar al hermoso valle donde se asentaba el pueblo que era su destino. Siguieron avanzando durante un rato hasta que de pronto…

 Un macabro rechinido de llantas, un grito lleno de angustia y en un instante el carro salió del camino y enfiló hacia el profundo desfiladero. La luminosa tarde, recién vencida por los grises pronunciados de la noche, vio rota su quietud por el desconcierto, la sorpresa y los gritos de los pasajeros, incluida ya en la escena la pequeña que adormilada lloraba sin saber qué estaba pasando.

 El hermoso coche empezó a dar tumbos de manera estrepitosa, girando a diestra y siniestra entre árboles y arbustos hasta impactarse con el tronco leñoso de un cedro que detuvo su loca travesía. Enseguida el silencio se apoderó de la escena por un prolongado momento.

 La oscuridad hacía más tétrica la escena. Por fortuna, la luna aportó una tenue luz que asomaba indiscreta entre las copas de los árboles. La niña miró con detenimiento a sus padres que permanecían inmóviles. Un pequeño vuelco en su estómago fue el indicador que algo muy grave había pasado. La inexpresión de sus rostros ensangrentados y la inmovilidad de sus cuerpos le indicaban a su inocencia que algo terrible les había sucedido. Perdió la noción del tiempo y como pudo se incorporó. Tocó las manos y caras de sus papás y las sintió frías y rígidas. El tono de su piel le hizo saber que ellos no podrían ayudarla jamás.

  El coche estaba destrozado, ninguno de los cristales estaba completo. Sabía perfectamente que estaba sola en medio de la oscuridad, en el fondo del barranco y, sobre todo, que era tan solo una niña desamparada. Empezó a imaginar las cosas que podrían suceder en aquel rincón boscoso. Tal vez habría lobos o coyotes hambrientos que devoraban a las personas, como lo vio en alguna película. Dudó unos instantes si se quedaba ahí, dentro del montón de fierros retorcidos, que le daban una relativa protección o salía a buscar el camino para esperar que pasara algún vehículo que la llevara a casa de sus parientes en el pueblo al que se dirigían.

 Muerta de miedo y frío se decidió a salir y buscar la ruta a la salvación. Entre el galimatías del trágico escenario, tuvo la suerte de encontrar una lámpara de baterías que siempre llevaba su papá. Como pudo la encendió y salió por una de las ventanas. Dando tumbos, sintió el crujir de la hojarasca debajo de sus pies y sobre su cabeza las fantasmagóricas siluetas de los árboles que se recortaban amenazantes en los destellos de la luna. Para colmo, empezaron a escucharse los aullidos de los depredadores nocturnos y el miedo se apoderó de sus sentidos. Se hincó en medio de la penumbra y pidió a Dios por su vida. Desde el fondo de su corazón salió aquella infantil plegaria que estremeció el pesado silencio de la noche.

 —“Diosito, te quiero mucho. No sé por qué suceden las cosas, menos entiendo por qué estoy aquí si ya te llevaste a mis papás. ¿Me voy a morir también? ¡Ah, ya sé! Me van a comer los coyotes y quedarán mis huesitos aquí en el bosque. ¿Seré una calaquita que vagará en las noches? Bueno, tú sabes lo que haces, si no me quieres ayudar ni modos, no me enojaré contigo. De todos modos te voy a querer siempre”.

 El pequeño haz de la linterna se movía erráticamente entre las tinieblas, pero siguió ascendiendo por la áspera ladera. El temor subió de nivel cuando escuchó el ruido de unas ramas que se quebraron. Ya no quedaba más que esperar el ataque feroz del animal que seguramente la acechaba. Cuando sintió la cercanía de la bestia nocturna, cerró sus ojos infantiles esperando el final.

 Dios había respondido a su plegaria, en vez de una bestia feroz estaba ante ella un rostro humano que le sonreía amistosamente. Era una joven alta, de piel morena y blancos dientes que destellaban en la noche. Su presencia apaciguó sus miedos y el cansancio desapareció. La cargó con suavidad y juntas subieron la cuesta. En el camino estaba el coche blanco de la chica. Subieron y en poco tiempo estaban en el pueblo. La bella joven dejó a la pequeña a la puerta de la comisaría y se alejó con rumbo desconocido. No importaba eso, finalmente ya estaba a salvo.

 Cuando el comisario abrió la puerta, vio a la asustada niña y la hizo pasar a la cálida oficina. Le sirvió chocolate con pan. Le dio confianza y seguridad para que le contara lo que había sucedido y por qué razón estaba ahí sola en medio de la noche. Rosaura hizo un detallado relato del accidente. El policía le aseguró que no debía temer nada, que se encargaría de llevarla con su familia. La niña asintió con la cabeza mientras sus ojos curiosos recorrían el muro de la oficina lleno de fotografías. De pronto, su mirada se detuvo en una de ellas. De inmediato le dijo al comisario que ella, la de esa foto, era la chica que la rescató y la llevó hasta ese lugar. El hombre se quedó petrificado. Sus ojos se llenaron de ternura y abrazó con fuerza a la niña. No le dijo nada. Cómo iba a decirle que era la fotografía de una muchacha que murió en un accidente en el camino que llevaba a ese pueblo. Cómo explicarle que el automóvil blanco y su cuerpo quedaron en el fondo del barranco, que seguramente era el mismo que la niña acaba de describir. No, no le dijo nada. La abrazó de nuevo, se persignó y le dedicó una amorosa sonrisa. No cabía duda que esa niña tenía un maravilloso ángel de la guarda.

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