miércoles, 28 de septiembre de 2016

"El niño que escribió una carta"


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita



"El niño que escribió una carta"


Ramoncillo era un niño de escasos nueve años que vivía en un viejo barrio, en un polvoriento pueblo, en un maltratado estado ribereño de cuyo nombre no quiero acordarme. El inquieto chiquillo caminaba con cierta presura. Parecía que alguien le seguía de cerca o alguna necesidad fisiológica estuviera a punto de causarle un indeseable accidente. Me llamó la atención el comportamiento del chaval y con discreción seguí visualmente su trayectoria.

Yo estaba instalado en una de las pocas bancas que disfrutaban el cobijo del verde follaje del pingüico más frondoso de la plaza pública. Desde ahí, cómodamente sentado, podía observar a plenitud el ir y venir de aquel extraño crío. Cuando me refiero a este último calificativo, estoy aludiendo a ese comportamiento no habitual en un pequeño de su edad, ya que normalmente estaría jugando a las canicas o al trompo en la esquina opuesta a mi ubicación. Allá donde alcanzo a distinguir un grupo nutrido de mozalbetes que profieren estridentes risas y exclamaciones de júbilo. Sin embargo, Ramoncillo acusa un gesto ceñudo y va de un lado a otro como si le urgiera encontrar algo en los changarros de esa pequeña área comercial.

No pude esperar más y me dirigí al encuentro de ese niño de semblante desesperado. Éste salía de la tienda de don Leonardo, el abarrotero de tez morena y gesto amable. Ramoncillo casi se estrella contra mí en un punto inesperado de su extraño vaivén. Vi de inmediato el enojo en sus ojos de toro loco que me miraban fijamente. De momento temí que fuera a morder mi mano derecha que sujetaba su brazo izquierdo. Antes que fuera a pasar algo así, le dije con tono amable:

—¡Hola Ramoncillo! ¿Cómo estás, llevas mucha prisa?

El niño se quedó viéndome fijamente con un gesto de asombro y un poco de coraje. Pero pese a ello, haciendo un evidente esfuerzo, contestó mi pregunta.

—Sí, llevo mucha prisa, estoy ocupado. ¡Suélteme!

Aflojando la presión de mi mano sobre el delgado brazo del chamaco, con mucha amabilidad y tratando de esbozar la mejor de mis sonrisas, le dije con seguridad:

—Te sujeté del brazo para que no te cayeras al chocar conmigo, además sólo quiero ayudarte. ¿Podemos hablar un momento? Ven conmigo. Para empezar, iremos aquí enseguida por unos barquillos de nieve de guanábana de la que vende don Chito Villaseñor. ¿Te gusta?

Asintió con una leve inclinación de su sudorosa cabeza. Enseguida, él, frotando sus necios cabellos, y yo, sonriendo abiertamente, encaminamos nuestros pasos hacia la famosa nevería del pueblo. En menos de lo que canta un gallo tartamudo, ya estábamos, bajo la sombra de un tabachín, haciéndole  los honores al medio barquillo que nos quedaba por consumir. Pasaron pocos minutos y el ambiente entre nosotros gozaba ya de mucha tranquilidad. No cabe duda que una buena nieve pueblerina hace milagros.

La confianza que mostró Ramoncillo en mi persona hizo que la sonrisa pueril regresara a su rostro. Ese factor me confirió la confianza suficiente para hacerle varias preguntas. Él contestaba con mucha amabilidad a todas las cosas que le preguntaba. Pero sin duda, lo que más me intrigaba era saber que era lo que buscaba afanosamente de tienda en tienda ese vivaz muchachito.

¿Sobre y papel para enviar una carta? —Repetí incrédulo. Nunca me imaginé que quisiera escribir una carta, así que de inmediato decidí investigar de qué se trataba ese extraño deseo de mi amigo. La historia que Ramoncillo me contó, me hizo un nudo en la garganta que a duras penas pude superar. Espero ustedes también puedan hacerlo.

Los papás de Ramoncillo murieron en un accidente cuando él tenía cinco años. Cuenta que viajaban, sus papás y él, en el automóvil familiar. Al cruzar un puente rústico que, en tiempos de secas, construyen sobre el río que separa a ese pueblo de unos ejidos cercanos, perdieron el control y cayeron al agua. Él no recuerda muy bien los hechos. La tarde ya se había apoderado de la zona y casi no se distinguían bien las cosas. Dormitaba vencido por el cansancio de aquella fiesta de cumpleaños de Don Lencho Rentería. El coche se hundía lentamente como el Titanic. No supo más de sus papás ni de sí mismo. Al sentir la falta de aire, aún dentro del vehículo, pelaba sus ojos de tal manera que parecía iban a salir de sus órbitas. Tal parece que en su desesperación buscaba la figura protectora de sus padres, pero sólo encontró la oscuridad sólida, amenazante y mortal de la noche.

Poco a poco sus ojos se fueron cerrando, vencidos por una compasiva inconciencia. Estaba a punto de dar su primer buche de aquella agua templada, cuando de pronto, de la nada, apareció una luz blanca con matices azulados, como el rayo de sol que se filtra a través de los vitrales de la parroquia. La portezuela se abrió y aquella luz lo atrajo hacia ella. Flotó sobre la quieta superficie del agua porque alguien le tomó de la mano y lo guió caminando hacia la orilla salvadora. Después, de nuevo el silencio y la oscuridad. No supo más, ahí se quedó quieto, recostado sobre la yerba lodosa de la orilla, protegido por un oscuro paredón del río, ese río que primero le arrebata a su familia y ahora parecía cantarle una suave canción de cuna.

Jamás supo que pasó. Alguien lo recogió en la noche y fue entregado en custodia a su tío abuelo don Armando González, el único hermano de su también fallecido abuelo. Don Armando era el viejo cartero del pueblo. Se hizo cargo del niño, ya que era el único familiar que le quedaba. Eso fue una auténtica bendición ya que el anciano empleado postal era muy querido y respetado por todas las personas del pueblo. Aquel viejo bondadoso fue más que un padre para Ramoncillo durante los siguientes cuatro años que disfrutó de su compañía, antes de ser abatido por un añejo mal respiratorio que, tan sólo hace unos días, lo llevó a la tumba.

Dentro de las múltiples enseñanzas que le dejó el anciano a su querido sobrino nieto, le hizo sentir y valorar la fuerza de la fe, para la cual no hay imposibles. Le transmitió el deseo de vivir y le enseñó el poder de la esperanza en el corazón. Cierta vez le contó que nunca falló en su misión de entregar la correspondencia y que “ni muerto dejaría de hacerlo”.  Eso se le quedó muy grabado al niño. Por esa razón, ante la proximidad del cumpleaños de su querida madre, buscaba comprar papel, lápiz y un sobre para escribirle una carta y decirle cuánto los extrañaba. Sabía que podía ir al cementerio, a llevar su carta a la tumba de don Armando y éste jamás le fallaría. Tenía la seguridad que le cumpliría sin demora alguna, su deseo de entregar allá en el cielo, esa amorosa carta a su madrecita adorada.

Me quedé quieto, callado y sorprendido. No supe que decir, sentí un vuelco en el corazón, ese apretamiento de garganta no permitió que saliera ni una sola palabra. Acaricié la cabellera de Ramoncillo, le di unos pesos para su carta y me fui caminando lentamente, tan lentamente como la lágrima que caía por mi mejilla.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.