Por: José Manuel Elizondo Cuevas
Aquel popular barrio donde nací y viví la etapa más
hermosa de mi vida era maravilloso en todos los sentidos. Digamos que era un
barrio de personas pobres en su mayoría, aunque siempre había sus excepciones,
por ejemplo vivía el abuelo de un gran amigo de la infancia que radicaba en la
ciudad de México. Este vecino poseía tantas vacas que a veces daba la impresión
que ni él mismo sabía cuantas tenía en realidad. Un tipo hosco en apariencia
hasta el grado de inspirar cierto miedo a los niños, pero que una vez que lo
conocías, descubrías que era un señor simpático y vacilón. Recuerdo las famosas
“piñas” que nos aplicaba por simple broma o como castigo por alguna travesura.
Esa llamada piña era como un coscorrón pero sin golpear, apoyaba el pulgar y
giraba su mano hasta tallar con los dedos el resto de la cabeza.
No quisiera mencionar nombres de amigos por temor a herir
susceptibilidades en caso de omitir alguno, situación muy probable ya que
gracias a Dios ellos son muchísimos y el espacio de este artículo muy reducido.
Lo que sí puedo asegurar es que ese barrio bendito era un auténtico tesoro, un
mundo pletórico de entrañables amigos que a la vez eran familiares porque nos
veíamos como hermanos. Recuerdo con inmenso cariño el patio de aquella vieja
carpintería donde nos reuníamos a protagonizar épicos juegos de beisbol con la
numerosa familia de El Vico y Melinda (mención especial in memoriam) donde sus
hijos eran acérrimos rivales de juego y cariñosos hermanos al final del mismo.
De aquellos “deportivos” recuerdos aún puedo presumir una tremenda cicatriz en la
planta de mi pie derecho, producto de una viril barrida en “home”, sólo que en
lugar de la almohadilla me topé con un vidrio de un famoso refresco de naranja
enterrado en el suelo. Ahí terminó el partido, una terrible hemorragia que fue
taponeada por un puñado de telarañas de la casa de mi abuelo (santo remedio) no
cabe duda que hasta la tierra era más saludable antes que hoy.
Que difícil resulta sustraerme a seguir recordando tantas
anécdotas que podría contarles, estimados lectores. Sin embargo, por razones de
espacio debo enfilarme hacia la historia que este lunes originalmente quería compartir
con ustedes. Para eso, encaminaré mis pasos a dos cuadras y media de mi hogar para
llegar hasta la banqueta de la casa de otro gran amigo, actualmente un
prestigiado empresario, con quién viví extraordinarios momentos porque sus
padres a quien les tengo un amor especial (donde quiera que estén) me vieron
siempre como un hijo más y compartí su casa, su pan y su amistad. Ahí en esa
húmeda y terregosa acera, un día cualquiera apareció un individuo con la
apariencia típica de un vagabundo que al principio nos infundía temor y
evitábamos acercarnos a él. Nosotros seguíamos jugando como solíamos hacerlo y
aquel señor sólo nos miraba con sus profundos ojos verdes sin decir nada. Poco
a poco fuimos venciendo el miedo y empezamos a acercarnos al extraño personaje,
por supuesto que fui yo el que se acercó primero pues desde niño fui muy
valiente (ajá).
Al fin conocimos la voz del extraño vagabundo ya que pudo
más nuestra curiosidad infantil que nuestro miedo. Recuerdo que vestía un
pantalón de color café, la camisa de rayas verticales muy sucia pero bien
fajada, sus zapatos viejos de color marrón y un tacuche jaspeado en un tono verdoso.
A pesar de la mugre, que delataba muchos días sin jabón, su ropa guardaba
vestigios de cierta calidad.
Aquel extraño pronto se ganó nuestra confianza y
simpatía. A pesar de su apariencia y su indudable afición a la bebida,
empezamos a notar que tenía un don que encantaba. Dueño de una voz suave, con modulaciones
propias de un catedrático universitario nos fue llevando por los senderos del
estudio (nos enseñó aritmética, álgebra e inglés). Ayudó a muchos de nosotros
en cuestiones escolares, nos contaba cuentos y recitaba poesías. No cabía duda
que aquel hombre debió ser en algún momento un hombre preparado.
Fue tanto el afecto que le tomamos que lo mudamos a otra
acera con techumbre, nos uníamos todos los chamacos del barrio y hacíamos
nuestra colecta para compararle que comer y sobre todo que beber. Yo le birlé
una que otra camisa a mi padre para vestir a “Don Máximo Ríos” (así me dijo que
se llamaba, no se si dijo la verdad) y muchas veces alguna moneda a mi madre
para completar el donativo.
Muchos papás no dejaban ir a sus hijos a las charlas
vespertinas con Don Máximo, argumentando que era un borracho y los podía
pervertir y convertir en alcohólicos. Nada más lejos de la realidad, ese señor
reconocía cabalmente su problema de alcoholismo, aceptando que esa enfermedad fue
la ruina de su vida. Por esa razón, siempre nos arengaba para nunca caer en las
garras de ese vicio ni de ningún otro.
Cuando me gané su confianza y cariño, me confesó que
procedía de Guanajuato y que una pena (no me dijo de que tipo) lo orilló a huir
de si mismo y vagó por muchas partes antes de llegar ante nosotros. Para mí ese
hombre alcohólico y vagabundo era dueño de una gran personalidad, un hombre
ilustrado que cayó en desgracia, pero en mi espíritu infantil dejó una gran
motivación, me ayudó a creer en mí, me enseñó el gusto por la poesía, el
estudio, ser un hombre de bien y jamás abandonar el sutil universo de mis
sueños. Nunca supimos después que ocurrió, pero amaneció muerto en aquella
banqueta. Tampoco supe como sucedió, pero su familia apareció y llevó su cuerpo
a rendir tributo a su tierra. Jamás pude olvidar al ilustre vagabundo. No cabe
duda que las apariencias engañan.
Reciban un saludo afectuoso – los espero la próxima
semana- comentarios y sugerencias al correo: elizondojm@hotmail.com
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