viernes, 21 de marzo de 2014

La Fragilidad de la Vida

JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita

Tepic, Nay; mzo 21, 2014.-  La elección del tema de hoy fue casi natural, espontánea, directa y obligada por llamarla de algún modo. Hacía tiempo que no tenía una cita con la tragedia, la tristeza, el dolor y la muerte. Pero, antes que cualquier cosa, tengo que empezar por contextualizar este asunto y evitar una posible confusión de mis amables lectores.

La historia, aunque no es ajena a mí, es más relacionada con mi primogénito. Hacía mucho tiempo que no tenía ese emotivo y desgarrador estremecimiento de verlo desconsolado, abatido. Desde los lejanos años en que mi pequeño buscaba protección en mis brazos cuando tenía un problema, una carencia o una caída. Quizá en la etapa de adolescente cuando me ganaba su confianza y me contaba sus cosas, aficiones, pequeños triunfos o grandes derrotas. Tal vez cuando me compartía sus anhelos, sus objetivos y sus sueños e invariablemente terminábamos llorando abrazados.

Hace unos días me tocó revivir esas dolorosas, aunque amorosas, escenas. El escenario, distinto, muy diferente al que guardo tiernamente en mis recuerdos compartidos. Una  capilla ardiente, una muchedumbre inquieta y triste. Al fondo una madre doliente con su mirada fija en un frío y metálico ataúd en el que descansan los restos mortales de su hijo amado, afuera un hermano, Miguel, atribulado y confuso recibiendo muestras de apoyo y consuelo de familiares y amigos. Un grupo de ex-universitarios que se retiran intentando ocultar el brillo lacrimógeno de sus miradas y allá, en el rincón opuesto, un muchacho alto y corpulento que llora desgarradoramente sin disimulo alguno, un llanto abierto, fuerte, auténtico e inmensamente triste. De pronto, como si hubiera algo invisible que hiciera girar mi cabeza descubro en aquel joven la triste silueta de mi hijo y como impulsado por un resorte, con una agilidad impropia de mi cuerpo, en un instante estoy junto a él, abrazando su amplia espalda, juntando mi rostro con el suyo.

Sollozos contagiosos, tristeza compartida, dos almas que se unen en un espacio de dolor. Yo intentaba demostrar una fortaleza que estaba lejos de sentir, acariciaba con mucha ternura la cabellera de mi hijo que seguía llorando profusamente. Las palabras, que muchas veces fluyen con agilidad de mi mente, no asomaban esta vez a mi garganta, apenas sí podía balbucear un ya, ya, ya, mi niño.

Mi hijo acababa de perder a uno de sus mejores amigos, esta vez se trataba de Fernando Ulises, a quien cariñosamente le llamaba con el mote de "El Gorsdo", no es un error ortográfico, para él esa "s" era indispensable para no ofender a su amigo insinuando el exceso de kilos, otros amigos le conocían como "El Tío". Dije "esta vez" porque ya sufrió una pérdida similar con otro de sus grandes amigos. El punto es que una vez más la vida vuelve a mostrar su fragilidad. Hace diez años Daniel (El Dani) de Tecuala, murió en la trágica inmediatez de un accidente carretero. La muerte en estos casos se disfraza de sorpresa y duele mucho más porque, aunque los mexicanos no podemos habituarnos a pensar en la inevitabilidad de su llegada, siempre lo comparamos con el atenuado efecto de un previsible desenlace de una penosa y prolongada enfermedad.

En mi opinión más cruel parece ser que, a pesar de ser por enfermedad, el desenlace ocurra en espacios de tiempo tan cortos como si se tratara de un accidente sin serlo, al menos no literalmente. Éste es el caso de Fernando, quien se desenvolvía con toda la naturalidad de un día normal. El trabajo, la convivencia con los que más que sus empleados eran sus amigos, la sana convivencia y de pronto una sensación de malestar, ser llevado a un hospital y en un par de horas regresar en una carroza. Más allá de los pormenores y las causas, de la posibilidad de la negligencia médica y cualquier otro tipo de imponderables, si este caso no es un ejemplo clarísimo de la fragilidad de la vida humana, difícilmente podría encontrar una mejor forma de ilustrarla.

Por supuesto que no quise hacer una noticia de este caso ni utilizar el esquema de obituario en este espacio. Quizá es un llamado de atención a las personas y una alerta a mí mismo. No hablo de vivir con el miedo de la muerte sino de disfrutar y sacar provecho de la vida. No me refiero a mostrar aflicción por un fin probable o inminente sino gozar de la intensidad de un instante insuficiente.  

Quizá lo que quiera decir es que no debemos perdernos entre las intrincadas sendas del mundo material, aún reconociendo que el confort pudiera ser importante, dejemos un espacio suficiente para el deleite espiritual. No dejemos pasar más tiempo para ir a ver al familiar o al amigo que tenemos en mente visitar. Vamos a juntarnos con las personas que queremos, hagamos bromas, disfrutemos en familia, compartamos las pequeñas y grandes cosas, terminemos nuestras cosas inconclusas, intentemos cumplir nuestros más grandes anhelos, luchemos por nuestros sueños, amemos a plenitud, sin miedos ni pretextos, sin límites ni barreras, poniendo siempre como meta la felicidad como único sinónimo del éxito.

Recordemos siempre la fragilidad de la vida como un acicate no como una aprensión que te inmoviliza. El exhorto es a pensar con rotunda seguridad que no existen vidas cortas ni largas, sólo hay vidas inútiles o productivas, sólo son vidas cortas las vacías y largas vidas las intensas, porque a veces un instante de felicidad puede más que varios años de sufrimiento.


Sea este artículo, además de una reflexión sobre la fragilidad de la vida, un homenaje a la excelsitud de una amistad que trasciende a la muerte, al más puro sentimiento que toca corazones y une a las almas gemelas para siempre. DESCANSA EN PAZ AMIGO FERNANDO.- RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com

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