"Frío en el alma"
El
canto de los pájaros despertó a don José Barrientos. Estaba amaneciendo y el
frío calaba los huesos en aquella zona cercana a las faldas del cerro conocido
como el "Colorín”. Fue difícil separarse de la tibia cobija que parecía estar
adherida a su piel. No era para menos, esta temporada de invierno había sido la
más cruda de los últimos diez años. Pocas veces se había visto que la nieve
cubriera los árboles, caminos y viviendas de aquella alejada comunidad serrana.
Con
esfuerzo sobrehumano el jefe de la casa logró ponerse de pie y calzarse sus
huaraches viejos, los únicos con los que contaba. Sin proponérselo deseó tener
un par de botas aunque sea de medio uso que le cubrieran sus ateridos pies.
Luego pensó que no había por qué perder tiempo soñando cosas que estaban lejos
del alcance de su precaria economía, así que terminó de vestirse y se puso su
sombrero de palma, dispuesto a iniciar el camino hacia el lugar donde prestaba
sus servicios como jornalero.
Doña
Juvencia, su señora esposa, se despertó al escuchar los ruidos que
involuntariamente producía el hombre, en el natural trajín de sus esfuerzos. Con
la diligencia acostumbrada, en unos instantes estuvo de pie abrigándose con
una especie de zarape de color café. En menos que canta un gallo desvelado prendió un par de leños que tenía la hornilla de barro y puso a hervir agua en una
desportillada olla de peltre.
De
la nada emergió el mágico aroma del típico café de olla. Era un verdadero milagro
que se pudiera gozar de algo tan exquisito dentro de aquel triste paisaje pintado
por el fatídico pincel de la pobreza. Los niños, Pepito y Mariquita, seguían
profundamente dormidos. Los amorosos padres acomodaron la frazada que les
cubría de pies a cabeza. Con cuidado absoluto les acariciaron sus cabellos procurando no despertarlos, aún faltaba buen rato para que se pusieran en
acción.
Don
José bebió lentamente su porción de café, como queriendo alargar su estancia
dentro de la ligeramente cálida habitación pero, como dice el refrán: “No hay plazo que no se cumpla”, pasado unos minutos,
se despedía de su mujer para salir a buscar el pan de su familia. Ajustó su
vieja chamarra, metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar. Doña
Juvencia estuvo firme en el umbral de su casa, no se metió hasta que la silueta
de su marido se perdió de vista.
Así
era la rutina de cada día. Esa familia no tenía mayores alicientes que poder
llevarse algo de comida a la boca para no morir de hambre. Quizá para muchas
personas esta última frase sólo podría ser parte de la irracional fantasía de
un escritor desquiciado por la falta de oportunidades, pero el escritor podría
revirarles diciendo que es un hecho irrevocable que la realidad supera muchas
veces a la fantasía.
Los
niños del matrimonio no iban a ninguna escuela. Además de vivir a mucha
distancia del plantel más cercano, no había posibilidad alguna de tener la ropa
y los accesorios indispensables para acudir con la mínima pulcritud requerida.
Por si eso fuera poco, ambos niños, el varón de 10 y la niña de 8 años, tenían
que ayudar a la mamá a recolectar algunas hierbas y hongos de la zona, así como
a recoger trozos de madera vieja, de las ramas de árboles caídos y de uno que
otro retazo que dejaban los taladores clandestinos que saqueaban en las oscuras noches la madera fina de esa región.
Un
pedazo de pan con café caliente era el acostumbrado desayuno de los miembros de
aquella familia marginada. Cuando la suerte estaba de su lado, Don José traía
algún conejo que eventualmente caía en las trampas que colocaba cerca de la
choza que habitaban, esas ocasiones eran como día de fiesta, sobre todo para
los niños que se aburrían de comer siempre lo mismo, café con pan o a veces
sin pan, frijoles refritos y tortillas con chile.
Era
tan deprimente la situación de la familia, que el señor Barrientos había estado
a punto de aceptar la invitación de los “talamontes” o de los que siembran mota
en algunos parajes de esa inhóspita sierra. A veces le ganaba la desesperación
y la angustia de no tener algo que darle de comer a su familia y, en más de una
ocasión, estuvo a punto de unirse a cualquiera de las bandas mencionadas, ambas
ilegales, con futuros sombríos y funestos. Pero finalmente no aceptó hacerlo.
Pensó en lo peligroso de esos trabajos, en el mal ejemplo que daría a sus hijos
y en el dolor que le causaría a su querida mujer que tanto confiaba en él.
Ese
día regresó de trabajar un poco más temprano que de costumbre. Su semblante era
muy distinto al de otras ocasiones. Se podría decir que hasta parecía sonreír,
cosa poco usual en él. Le contó a su esposa que había regresado su primo
Genaro, después de varios meses de ausencia. Este pariente cercano, cansado de
la pobreza y de la explotación se fue en busca de mejores horizontes. Se unió a
un grupo de trabajadores del campo que fueron invitados por una asociación que
busca organizar a todas esas personas que viven en la pobreza para buscarles
nuevas opciones de salir adelante. Les ofrecen trabajo en lugares más
accesibles, terrenos para fincar sus propias casas y una parcela familiar para
siembra de autoconsumo, escuela digna para sus hijos y seguridad social, es
decir atención médica y oportunidad de ahorro. Cuando su esposa y sus hijos
escucharon esa noticia saltaron de alegría.
Pronto
comenzaron a preparar sus maletas. Eran muy pocas las cosas útiles que podrían
llevar consigo, casi se diría que empezarían de nuevo. Le apostarían con toda
su fe a ese cambio prometido. El primo Genaro se convirtió en poco tiempo en
activista y jefe de grupo de una organización política que actualmente representaba la
única esperanza del país, y regresó por su familia para incorporarla al nuevo
proyecto de nación que se espera logre instaurar esa corriente política.
Dejaron
la vieja choza y se fueron con el primo. Ya los estaba esperando cerca de ahí
un camión de pasajeros. Había otras familias más que se decidieron a dejar esas
tierras áridas y oscuras. Los niños eran los más felices de todos. Su inocente
mentalidad les daba la suficiente ilusión para pensar en lugares y tiempos
mejores. Ya basta de pobreza y de lágrimas. De ignorancia y oscuridad. Van de
frente a otra realidad, otro horizonte. Sus sonrisas son el reflejo de la
esperanza en sus corazones. Sus papás no tan sonrientes, un poco serios, pensativos,
pero con la fe bien puesta. Don José toma la mano de su esposa y la abraza. La
mira tiernamente y deja un beso en su frente. Cierra lentamente sus ojos y
piensa que cuando vuelva a abrirlos, el sol acariciará su rostro y calentará su
cuerpo. Él piensa que podía haber aguantado mucho tiempo más el frío de aquella
casita, pero no aguantaría un minuto más el frío que sentía en el alma.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO EN LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario