jueves, 25 de enero de 2018

"Frío en el alma"


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"Frío en el alma"



El canto de los pájaros despertó a don José Barrientos. Estaba amaneciendo y el frío calaba los huesos en aquella zona cercana a las faldas del cerro conocido como el "Colorín”. Fue difícil separarse de la tibia cobija que parecía estar adherida a su piel. No era para menos, esta temporada de invierno había sido la más cruda de los últimos diez años. Pocas veces se había visto que la nieve cubriera los árboles, caminos y viviendas de aquella alejada comunidad serrana.

Con esfuerzo sobrehumano el jefe de la casa logró ponerse de pie y calzarse sus huaraches viejos, los únicos con los que contaba. Sin proponérselo deseó tener un par de botas aunque sea de medio uso que le cubrieran sus ateridos pies. Luego pensó que no había por qué perder tiempo soñando cosas que estaban lejos del alcance de su precaria economía, así que terminó de vestirse y se puso su sombrero de palma, dispuesto a iniciar el camino hacia el lugar donde prestaba sus servicios como jornalero.

Doña Juvencia, su señora esposa, se despertó al escuchar los ruidos que involuntariamente producía el hombre, en el natural trajín de sus esfuerzos. Con la diligencia acostumbrada, en unos instantes estuvo de pie abrigándose con una especie de zarape de color café. En menos que canta un gallo desvelado prendió un par de leños que tenía la hornilla de barro y puso a hervir agua en una desportillada olla de peltre.

De la nada emergió el mágico aroma del típico café de olla. Era un verdadero milagro que se pudiera gozar de algo tan exquisito dentro de aquel triste paisaje pintado por el fatídico pincel de la pobreza. Los niños, Pepito y Mariquita, seguían profundamente dormidos. Los amorosos padres acomodaron la frazada que les cubría de pies a cabeza. Con cuidado absoluto les acariciaron sus cabellos procurando no despertarlos, aún faltaba buen rato para que se pusieran en acción.

Don José bebió lentamente su porción de café, como queriendo alargar su estancia dentro de la ligeramente cálida habitación pero, como dice el refrán: “No hay plazo que no se cumpla”, pasado unos minutos, se despedía de su mujer para salir a buscar el pan de su familia. Ajustó su vieja chamarra, metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar. Doña Juvencia estuvo firme en el umbral de su casa, no se metió hasta que la silueta de su marido se perdió de vista.

Así era la rutina de cada día. Esa familia no tenía mayores alicientes que poder llevarse algo de comida a la boca para no morir de hambre. Quizá para muchas personas esta última frase sólo podría ser parte de la irracional fantasía de un escritor desquiciado por la falta de oportunidades, pero el escritor podría revirarles diciendo que es un hecho irrevocable que la realidad supera muchas veces a la fantasía.

Los niños del matrimonio no iban a ninguna escuela. Además de vivir a mucha distancia del plantel más cercano, no había posibilidad alguna de tener la ropa y los accesorios indispensables para acudir con la mínima pulcritud requerida. Por si eso fuera poco, ambos niños, el varón de 10 y la niña de 8 años, tenían que ayudar a la mamá a recolectar algunas hierbas y hongos de la zona, así como a recoger trozos de madera vieja, de las ramas de árboles caídos y de uno que otro retazo que dejaban los taladores clandestinos que saqueaban en las oscuras noches la madera fina de esa región.

Un pedazo de pan con café caliente era el acostumbrado desayuno de los miembros de aquella familia marginada. Cuando la suerte estaba de su lado, Don José traía algún conejo que eventualmente caía en las trampas que colocaba cerca de la choza que habitaban, esas ocasiones eran como día de fiesta, sobre todo para los niños que se aburrían de comer siempre lo mismo, café con pan o a veces sin pan, frijoles refritos y tortillas con chile.

Era tan deprimente la situación de la familia, que el señor Barrientos había estado a punto de aceptar la invitación de los “talamontes” o de los que siembran mota en algunos parajes de esa inhóspita sierra. A veces le ganaba la desesperación y la angustia de no tener algo que darle de comer a su familia y, en más de una ocasión, estuvo a punto de unirse a cualquiera de las bandas mencionadas, ambas ilegales, con futuros sombríos y funestos. Pero finalmente no aceptó hacerlo. Pensó en lo peligroso de esos trabajos, en el mal ejemplo que daría a sus hijos y en el dolor que le causaría a su querida mujer que tanto confiaba en él.

Ese día regresó de trabajar un poco más temprano que de costumbre. Su semblante era muy distinto al de otras ocasiones. Se podría decir que hasta parecía sonreír, cosa poco usual en él. Le contó a su esposa que había regresado su primo Genaro, después de varios meses de ausencia. Este pariente cercano, cansado de la pobreza y de la explotación se fue en busca de mejores horizontes. Se unió a un grupo de trabajadores del campo que fueron invitados por una asociación que busca organizar a todas esas personas que viven en la pobreza para buscarles nuevas opciones de salir adelante. Les ofrecen trabajo en lugares más accesibles, terrenos para fincar sus propias casas y una parcela familiar para siembra de autoconsumo, escuela digna para sus hijos y seguridad social, es decir atención médica y oportunidad de ahorro. Cuando su esposa y sus hijos escucharon esa noticia saltaron de alegría.

Pronto comenzaron a preparar sus maletas. Eran muy pocas las cosas útiles que podrían llevar consigo, casi se diría que empezarían de nuevo. Le apostarían con toda su fe a ese cambio prometido. El primo Genaro se convirtió en poco tiempo en activista y jefe de grupo de una organización  política que actualmente representaba la única esperanza del país, y regresó por su familia para incorporarla al nuevo proyecto de nación que se espera logre instaurar esa corriente política.

Dejaron la vieja choza y se fueron con el primo. Ya los estaba esperando cerca de ahí un camión de pasajeros. Había otras familias más que se decidieron a dejar esas tierras áridas y oscuras. Los niños eran los más felices de todos. Su inocente mentalidad les daba la suficiente ilusión para pensar en lugares y tiempos mejores. Ya basta de pobreza y de lágrimas. De ignorancia y oscuridad. Van de frente a otra realidad, otro horizonte. Sus sonrisas son el reflejo de la esperanza en sus corazones. Sus papás no tan sonrientes, un poco serios, pensativos, pero con la fe bien puesta. Don José toma la mano de su esposa y la abraza. La mira tiernamente y deja un beso en su frente. Cierra lentamente sus ojos y piensa que cuando vuelva a abrirlos, el sol acariciará su rostro y calentará su cuerpo. Él piensa que podía haber aguantado mucho tiempo más el frío de aquella casita, pero no aguantaría un minuto más el frío que sentía en el alma.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO EN LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario