Aún no
me reponía de una cuando llegó la otra. ¡Qué fastidio de vecinos! Cuando
pensaba que finalmente se habían calmado un poco los ruidosos de siempre,
llegaron unos nuevos, nuevecitos, y salieron peores que los que ya estaban
choteados.
Cuando
ya me había resignado a los típicos escándalos de los irresponsables vecinos
que les gusta la pachanga, sin pandemia y con pandemia, y guardaba la leve
esperanza que podían irse calmando poco a poco, llegaron otros vecinos que,
como dije antes, resultaron peores que los viejos conocidos. Ni siquiera los
conozco bien a bien. Pensé que se trataba de una familia normal, tranquila.
Pude ver ocasionalmente a un señor, una señora y dos jóvenes, uno de cada sexo.
A veces estaban, a veces no, al grado que llegué a pensar que serían de esos
vecinos que no hacen ruido, que a veces ni cuenta te das que viven ahí. ¡Craso
error! De pronto sacaron las garras y se destaparon con un tremendo desmadre.
Dejen les cuento el asunto.
Entradas
y salidas esporádicas. Me pude percatar que tenían un vehículo que a veces
metían a la cochera y en otras se la pasaba afuera, todo normal, nada digno de
destacar, hasta que llegó el viernes doce de febrero anterior. Se empezaron a dejar ver unos
jovencitos, hombres y mujeres, la mayoría apenas mayores de edad, calculando
que los mayores pudieran frisar los veintitrés. Primero unos cuatro, dos más,
cuatro más y así sucesivamente hasta formar un grupo nutrido. No le di mucha
importancia al hecho, dije: “seguro será una carnita asada inocente, un rato y
se irán”. Cayó la tarde y la noche se enseñoreó del lugar. Se dejó escuchar la
música con regular acopio de decibeles, nada del otro mundo. Entraban y salían
chavales hasta que finalmente la puerta quedó cerrada. Se trata de un portón
de tubos y malla metálica recubierta de un plástico especial que no permite la vista al
interior (infraestructura que es herencia de la veterinaria, nuestros vecinos
anteriores). Poco después, al influjo del sonido de botellas de cristal, el ambiente
empezó a subir de tono, los murmullos se convirtieron en gritos, la música se
tornó más guapachosa, luego
seguramente poseídos por el espíritu del gallo Elizalde viró a chacalosa, entonces fue cuando pensé:
“esto ya valió, madre mía lo que nos espera”.
Estaba
en lo cierto, a partir de ese momento arreciaron los gritos desordenados y
desentonados. También hicieron su aparición las mentadas, los gritos aguardientosos típicos de los
borrachales y todas esas delicias
auditivas que conforman una peda
estilo Nayarit, con la salvedad que éstos eran puros jóvenes ilustres.
El
escándalo subió de tono poco a poco al interior del bunker veterinario. Quedaba
la esperanza que terminaría temprano, o si no temprano, al menos no fuera tan
tarde. Fue una especie de esperanza como la de encontrar políticos honestos,
duró muy poco. La triste realidad se mostró cruel y descarnada, tal como era de
verdad. No quisiera parafrasear al maestro Joaquín Sabina, pero así fue: “y nos
dieron las diez y las once, las doce…” y ya como a las doce y media de la
noche, con el sarao en su apogeo, nosotros con enfermita en casa y ganas de
descansar, no vislumbramos otra opción que llamar a las autoridades para que
pusieran orden y metieran en cintura a esa horda de jovenzuelos desenfrenados.
Pocas veces se usa ese recurso pero esta ocasión vaya que lo ameritaba porque el
aquelarre apuntaba a deslizarse en el tobogán del libertinaje. Esta vez era más
que necesario usar la opción de restablecer la paz mediante el uso de la respetable fuerza pública. No sólo era
por el escándalo sino porque estaban contraviniendo las disposiciones
sanitarias de no realizar fiestas en estos tiempos de pandemia. Así lo hice y
en breve digité los tres números más importantes del sistema de emergencia
pública, el famoso novecientos once (911).
Del
otro lado de la línea, se escuchó una voz femenina que con cierta amabilidad y
un sonido metálico me inquirió acerca de mi necesidad. Lo primero que hice fue
cerciorarme si era la opción indicada para tal caso y no incurrir en el mal uso
de un servicio tan importante. La respuesta fue afirmativa por parte de la
operadora y diligentemente me indicó que ellos reciben la queja o demanda de
servicio y lo canalizan a la autoridad competente que enviaría una patrulla
para el efecto. Después de dar varios datos, principalmente de ubicación, quedó
radicada la denuncia y terminado el trámite. Sólo había que esperar el
resultado.
Desde
el ventanal de mi morada (que más bien es de colores beige con ocre) pude
observar, media hora después aproximadamente, la llegada de una camioneta
pickup de la policía. Me percaté de ellos (al igual que los presuntos
infractores) por la parafernalia de sus luces rojas y azules. Yo atisbando
desde las cortinas, los trasgresores del orden apagando al unísono el aparato
de sonido y sus luces. Se hizo el silencio. No se puede decir sepulcral porque
se escuchaban las risitas contenidas de los burlones mozalbetes tras la cortina
de plástico y la oscuridad. Descendió un guardián del orden y tocó con
discreción en el metal del cancel hasta que apareció un joven delgado y alto, a
todas luces el arrendatario y líder del bacanal. A la distancia sólo podía ver
los ademanes de los interlocutores, nunca se apreció que subiera de tono o se
tensionara la situación. Mentiría si dijera que vi aparecer algún tipo de
intercambio manual, la noche no permitía observar cosas de esa naturaleza y yo
espero que no haya sucedido.
La
patrulla (no alcancé a indagar si era estatal o municipal) se alejó lentamente,
supongo que dejando la advertencia tipo Terminator: “I´ll be back” (Volveré)
en caso de que no obedezcan. Volvimos a la cama a descansar. Los chicos del
bunker oscuro se quedaron quietos un rato. Pensamos al menos ya no habrá
música ni gritos. Pasaron como veinte minutos y recuperaron el valor y el
ánimo. Empezó a escucharse de nuevo la música en volumen moderado, luego fue
subiendo hasta retomar el vuelo, regresó el escándalo y la fiesta se desató con
mayor efervescencia que antes, como si se tratara de una especie de venganza
contra quien los había delatado. Así tuvimos que aguantar hasta las cuatro de
la mañana. ¿Volver a llamar a emergencias? ¿Para qué? Con esa mala experiencia
bastaba y sobraba para saber que no los iban a controlar. Quedaba de nuevo la
esperanza de que aquel mal rato provocado por los irresponsables jóvenes "construyendo el futuro" (el futuro bonche de contagios covid-19) fuera algo que
no se repetiría más. ¡Otra vez me equivoqué! Dos días después ¡Tan sólo dos
días después! Estaban los méndigos chamacos en el mismo lugar iniciando otro
desastre como el que les acabo de comentar. ¡Válgame Dios!
RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA
SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com
.- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.
Sigue escribiendo... Aquí tienes un lector. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario. Saludos.
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