miércoles, 11 de mayo de 2016

"Retrato de una madre"


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita



"Retrato de una madre"


Cuando esta edición esté en sus manos habrá pasado apenas el “Día de las Madres”. Sin duda una de las festividades más importantes en el mundo, aunque no en todos los países se celebre el diez de mayo, como lo hacemos los mexicanos. La fecha en que se celebra a las madres varía en los distintos países dependiendo de su historia y significado, así algunos festejan en febrero, marzo, abril, mayo, agosto, octubre, noviembre o diciembre. Creo que esta disparidad es obvia si consideramos la inmensa diversidad de culturas que existen en el mundo.

Es de conocimiento general que esta celebración tiene un origen muy remoto que se ubica en la meca de la sabiduría, la antigua Grecia. Pero antes de engancharme en la descripción histórica o cronológica del asunto de hoy, prefiero decirles que no es este el enfoque de mi comentario. Prefiero abordarlo desde la perspectiva de la vida familiar. De la experiencia y de la observación permanente de una actualidad en constante evolución.

Es indudable que mis conceptos en torno a la figura materna serán muy diferentes a los que vienen acuñando las nuevas generaciones, principalmente de los años noventa hacia adelante. Con esto quiero decir que las relaciones familiares han cambiado y seguirán cambiando, aunque no siempre sea para bien. Me parece que las personas de mi generación que tuvimos hijos en los ochentas, fuimos algo sobreprotectores con ellos. Quizá como una consecuencia natural de que sentíamos que nuestra infancia fue dura en varios sentidos, y debíamos evitar que nuestros hijos sufrieran como nosotros lo habíamos hecho. Cosa más errónea no puede haber.

Mi infancia fue difícil, así como la de muchos de mis amigos más cercanos, pero esto se debía a que la época en sí verdaderamente lo era y no por la estricta disciplina que nos imponían nuestros padres. Si bien es cierto que nos tundían por cualquier cosa y que a veces pensábamos que eran injustos, hoy, ya en el juicio de la historia familiar, me siento convencido de que aquel “régimen autoritario” rindió buenos resultados. La generación a la que pertenezco, la década siguiente, y por supuesto las anteriores a nosotros, están repletas de representantes de las buenas costumbres, gentes cabales, hombres y mujeres de bien que, en su mayoría, formamos familias estables y respetables. Hablaré de mi historia y dejaré que mis amigos cuenten las suyas.

Es en este punto de mi historia, en el tema tan difícil de la disciplina a base de cintarazos, donde aparece la luminosa figura de mi madre, hoy ya fallecida. Siempre creí que era una persona diestra en el manejo del cinturón o de aquel temible chicote confeccionado por el abuelo. Después de una gran tunda, en la figura borrosa de mi madre, mis ojos llorosos me dejaban ver, un sargento hitleriano cruzado de brazos, amenazante y satisfecho. Tardaba muchas horas para perdonarle lo que en ese momento consideraba un castigo injusto, pero invariablemente terminaba durmiendo en su regazo.

Me hacía el dormido para ver el disimulo con el que ella sobaba mis maltratadas nalgas. Aún recuerdo la tibieza de sus manos untando con mucha delicadeza un bálsamo en mis partes dolidas y la ternura de su sonrisa cuando veía mi rostro con insistencia. Intencionalmente me movía un poco como si fuera a despertar y ella apartaba sus manos de mi cuerpo y volvía su rostro a cualquier lugar. Me acurrucaba de nuevo como si nada pasara y ella volvía a sus acciones dejando ver en su cara la imagen de la aflicción y el arrepentimiento. Entonces yo “volvía a despertar” y le sonreía con una mueca. Nos mirábamos fijamente por un instante y como impulsados por un gran resorte caíamos en brazos uno del otro. ¡Mamá! ¡Hijo!.

Ese era siempre el final de aquellas historias. Luego sobrevenía la fase de la reconciliación que implicaba la invitación a cenar tostadas o la preparación de aquellas ricas gorditas de zurrapas de chicharrón o algo por el estilo. Una vez que pasaba esa etapa del disfrute de los antojos y las permisiones, venía la parte aleccionadora que incluía el porqué de la corrección, el exhorto a observar las reglas, las buenas costumbres y toda esa monserga, que hoy me tiene convertido en alguien formal, muy respetuoso de las personas y las cosas.

Pasó el tiempo como bólido y de aquel pequeño tierno y travieso me convertí en un joven rebelde e inquieto. Ya mi madre tuvo que descontinuar aquel viejo chicote del abuelo porque ya no era una herramienta útil en mi educación. En parte porque ya no era un niño que se dejase vapulear y en parte porque tampoco era tan necesario. Nuestras diferencias eran ya zanjadas dando un lugar principal al diálogo, aunque éste no en todos los casos fuera lo pacífico que ambos quisiéramos. Por supuesto que tuvimos muchas desavenencias en nuestros puntos de vista pero ninguna que causara el rompimiento de nuestras relaciones diplomáticas.

Así fuimos puliendo nuestra relación que se convirtió en una gran amistad. Sin faltarle jamás al respeto, pudimos convivir de una forma deliciosa la mayoría de las veces. Nuestros encuentros eran verdaderas pachangas en las que se desbordaba la alegría. Lo que iniciábamos ella y yo siempre terminaba en una gran fiesta en la que se agregaba toda la familia posible.

Extraño tanta a aquella mujer. Su alegría y su bondad. Su forma tan natural y valiente de enfrentarse a la vida. La manera tan salomónica de resolver los problemas. Su sentido de la solidaridad con sus semejantes. Su bonhomía que le dio tanto reconocimiento entre propios y extraños.

En esta etapa, en la que ella ya no está en nuestra casa sino en una mejor junto a Dios, en esta situación en la que la experiencia me permite distinguir los rubros de la calidad humana y el sentimiento que ella me heredó, puedo decir con seguridad que fui y sigo siendo un privilegiado. Un niño, un joven y hoy un hombre afortunado por la inmensa distinción de haber tenido por madre a una mujer de tales cualidades. Hoy entiendo de donde proviene esa alegría a veces inexplicable, ese afán de querer servir a los demás, ese uso fino de la ironía, ese pesar al ver sufrir a la gente, las ganas de enfrentar a la injusticia y esa profunda ternura que hoy me permite describirte.

En fin, todo eso y más es mi madre, por más que no esté junto a mí. Pero el gran prodigio del recuerdo indeleble y amoroso le permite estar presente en cada uno de mis actos. Así es y así será.

Después del éxtasis que me produjo esta reflexión, vuelvo con ustedes. Esta vez resultó más una meditación que una opinión, pero creo que el tema lo justifica. Termino esta ocasión invitando a todas las personas que tienen la fortuna de contar con su señora madre, a que la cuiden, la hagan sentir bien, la protejan y la mimen así como seguramente algún día ella lo hizo con ustedes. A quienes no tienen su presencia física, a que la recuerden con amor y crean fervientemente en que ella estará velando por cada uno de ustedes. ¡Feliz Día de las Madres! Un abrazo cariñoso a todas las mamás.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C. 

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