Por: José
Manuel Elizondo Cuevas
Este 19 de
septiembre, se conmemora el vigésimo séptimo aniversario de una de las
tragedias nacionales más tristes e impactantes de nuestro país, me refiero al
terremoto de la Ciudad de México, aquel infausto y terrible movimiento telúrico
que devastó una gran cantidad de edificaciones comerciales, particulares y de
gobierno. Este fatídico acontecimiento destruyó el modesto patrimonio de miles
de hogares mexicanos que en dos minutos de terror y angustia perdieron sus
conquistas materiales, adquiridas durante toda una vida de esfuerzo.
El triste
recuerdo que significa ese terremoto, dejó una gran marca de dolor en el alma
de un pueblo, pero al mismo tiempo sembró enseñanzas hermanadas a la
comprensión y sensibilización sobre este tipo de desastres, algunas de éstas
muy especiales para México, como
protagonista y doliente principal, también para muchos otros países, como
operadores de actos humanitarios eventuales.
En aquel
terrible incidente natural que sucedió hace casi tres décadas, un día jueves 19
de Septiembre de 1985, confluyen una interminable cadena de sucesos e historias
personales, que se entrelazan de manera caprichosa como si se tratara de un
sofisticado guión de novela de suspenso, pero los que perdieron su patrimonio
material o algún familiar cercano, sintieron más que una historia de suspenso,
vivieron una auténtica historia de terror indescriptible. Se erizan los vellos
sólo de pensar en la escena que sufrieron muchos, la impotencia de ver que
toneladas de escombro caen encima de tu padre, madre, hermano o hijo, incluso
sobre tí mismo.
Desde el
horizonte de la mera estadística, no se tiene la misma perspectiva que desde la
cercanía del sonido y el temblor de una tierra, que se estremece y gime como un
monstruo que despierta de un letargo prolongado. Así mismo puedo asegurar que
la percepción de esta tragedia, por parte de una persona que vio las imágenes a
través del televisor nunca será igual a la de alguien que estuvo ahí en ese
preciso instante (7:19 de la mañana) pisando ese suelo que se estremecía como
una alfombra que se jala y se sacude al mismo tiempo.
La historia
del terremoto de la Ciudad de México, tiene muchas lecturas. Un fenómeno de
esas dimensiones, evidentemente dejó profundas huellas en la memoria de la gran
ciudad, sacudida desde las entrañas de la tierra. El de 1985, fue un mortífero
sismo que superó todas las expectativas, al alcanzar los 8.1 grados en la
escala de Richter, además de ser mayormente poderoso y letal porque combinó el
movimiento oscilatorio (de un lado a otro) con el trepidatorio (de arriba hacia
abajo) por esa razón superó en poderío y fuerza destructiva al que ocurrió en
el año de 1957, llamado “Terremoto del Ángel” porque fue el “Ángel de la
Independencia”, diseñado por el arquitecto nayarita Antonio Rivas Mercado, una
de las edificaciones que se vinieron abajo.
La desgracia
del año 1985, que parecía no iba a superarse, puso al descubierto muchas
situaciones delicadas del México social y político de aquellos años. Por un
lado, desnudó la deficiencia en la calidad de las construcciones, indudablemente
relacionada con la corrupción, la mala planeación y los turbios manejos en la
autorización de los permisos y contratos respectivos, así como la carencia de
reglamentos de construcción que exigieran las especificaciones técnicas
adecuadas. No se puede explicar de otra manera, que muchos inmuebles antiguos
aguantaron a pie firme y la mayoría de edificios que se derrumbaron eran
principalmente escuelas y hospitales de reciente construcción. Por supuesto que
entonces, como a la fecha, no fueron castigados los culpables de la destrucción
de las escuelas y la muerte de los escolares. El número de muertes aún a estas
fechas sigue siendo incierto, ya que el gobierno federal, bajo la
administración de Miguel De la Madrid Hurtado, desde el principio censuró la
información y cuando al fin se dieron cifras se manejaron entre 6,000 y 7,000
mientras que otras fuentes señalaban los 10,000 decesos.
Sería
imposible citar tantos datos acerca de esta tragedia, muertos, heridos,
estructuras derrumbadas, hospitales, escuelas, hoteles, multifamiliares, entre
tantos otros daños. El gobierno no estaba preparado para enfrentar una
contingencia de ese tamaño, lo cual fue muy evidente por el tiempo en que tardó
en iniciar sus operativos para brindar apoyo a la población. En contraparte, la
sociedad civil dio muestras de la grandeza de su espíritu y se organizó de la
mejor manera iniciando labores de rescate, traslado de heridos a los hospitales
y la penosa tarea de acumular cadáveres en un conocido estadio de beisbol. Las cifras ya están más que dadas y vistas,
así que es preferible dejar de lado la estadística, para comentarles lo que vi
aquel aciago día en que me encontraba ya en mi oficina. Entré cinco minutos
antes de las siete de la mañana, empecé a preparar mis papeles para salir a la
calle, solo habían pasado algunos minutos cuando de pronto empezó a moverse el
edificio que afortunadamente sólo era de dos pisos, en la parte alta de un
mercado público. Había dado inicio aquel infierno, fueron dos minutos que
parecieron horas. Sin duda es una historia triste, las calles olían a humo, a
polvo, a sangre, a muerte. En los primeros momentos no alcancé a ver la
magnitud del suceso, pero a medida que me fui acercando a las partes más
céntricas, el espectáculo se fue tornando dantesco. Se percibía el dolor de la
gente por todos lados, la tristeza se respiraba en cada rincón, la
consternación, la confusión, la angustia y el llanto; edificios muy conocidos,
famosos, importantes, hechos polvo, había soldados en las calles evitando la
rapiña. La réplica del día siguiente provocó la sicosis, todos nos salimos a
las calles al sentir que la tierra se estremecía de nuevo. Varios países brindaron
ayuda humanitaria, ésta tardó en llegar y no fue bien distribuida, no faltaron
los funcionarios vivales que se aprovecharon de la situación, policías y
soldados, buenos y malos, pero siempre una sociedad civil generosa ayudando a
sus semejantes. Fue una situación que no se olvidará nunca, habría mucho que
decir aún. En mi caso, si no me hubieran cambiado temporalmente a una sede
delegacional, quizá no estaría escribiendo esta historia, ya que el edificio
donde estaba unas semanas antes, fue uno de los que se vinieron abajo.
Mexicanos
desconocidos, hombres y mujeres que surgían de todas partes, formábamos
brigadas para ayudar en lo que se pudiera. Se estaba dando una vez más en
México el milagro de la solidaridad. No cabe duda que en los momentos en que
más se necesita, aparece la grandeza de un pueblo fuerte, digno y solidario.
¡VIVA MÉXICO!. COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com
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