"La hora del patíbulo"
El aire
cálido que soplaba esa mañana arrastraba varias bolas de paja de oriente a
poniente, simulando una danza exótica de giros intermitentes. Esa escena era
típica de esos lugares desérticos y de las películas del viejo oeste. Se
escuchaba un fuerte murmullo. Una muchedumbre se reunía en la plaza principal
del pueblo. Al parecer ese evento era de los más importantes que hayan ocurrido
en mucho tiempo, por lo menos en los últimos seis años. Era impresionante ver
la gran diversidad de sombreros y sombrillas de colores que se movían de un
lado a otro. La vocinglería aumentaba paulatinamente. Las miles de pisadas
humanas levantaban un polvo espeso que tardaba varios minutos en disiparse.
Algunas carretas jaladas por caballos pura sangre llegaban al lugar. En ellas
viajaban personajes importantes de aquel lugar que también volteaban
impacientes al centro de la plaza.
El sol
caía a plomo sobre la plaza rústica del pueblo, exceptuando las partes techadas
que la rodeaban, como el hotel, la oficina de correos, la cantina, el banco, la
barbería y los portales de la tienda de abarrotes con ferretería. Saliendo de
ahí, del cobijo de esa sombra, era como dar un paso al interior del infierno.
Y
hablando de infiernos, esa era la sensación que vivía el solitario personaje
que estaba ahí justo en el centro de las miradas. Apenas si podía abrir sus
ojos. En parte porque la incandescencia del sol de agosto hacía casi imposible
levantar la mirada y en parte porque el sudor y el miedo no le dejaban
reaccionar de manera normal.
El
miedo se fue apoderando muy lentamente de él. Cuando recién fue atado con una
soga en torno a uno de los palos del tablado, no pareció inmutarse, pero poco
después, al mirar como de pronto todo iba cobrando movimiento y ver que un
individuo con una capucha negra hacía los últimos arreglos al macabro
entarimado, sintió un escalofrío muy fuerte. Un poco después, en una calesa de
dos caballos percherones llegó un clérigo vestido de negro, con una vieja
sotana que incluía capucha. Daba la impresión que este hombre, el condenado,
tenía mucho que ver con las capuchas.
Cuando
el que parecía ser el ejecutor de la sentencia subió al tablado y empezó a
acomodar al condenado la soga maldita que llamamos horca, éste sintió
desmayarse, pero no lo hizo porque, aún en esas instancias fatales, sin ninguna
opción más que la muerte, su soberbia estaba presente y decidió que no debía
sentirse humillado ante sus jueces y captores.
Finalmente
la plaza estaba llena como nunca. Tal parecía que este sentenciado a la horca
era alguien que había logrado unir al pueblo, pero lamentablemente en contra de
él. Se podía notar en las miradas el odio con el que lo miraban al vociferar su
nombre, seguido de interminables y poco gratos adjetivos, los más compasivos lo
trataban de ladrón y de asesino. Por fin llegó la persona que faltaba para iniciar
la ejecución pública. Se trataba del juez nacional o comendador. Había viajado
de la capital del país hasta esa alejada provincia para hacerse cargo de todo
el proceso de captura, juicio y ejecución de la pena.
El
hombre aterrado, el que iba a ser ejecutado, sintió una especie de vahído, pero
no dobló sus rodillas. Miró al cielo en una actitud de abandono. Miró también a
toda esa gente que estaba ahí para disfrutar de su muerte. Ya se escuchaban más
fuertes los gritos. De pronto, sintió un fuerte jalón de su brazo derecho. Fue
tan fuerte que lo hizo girar una vuelta completa, quedando frente a frente,
nariz con nariz, con aquel encapuchado negro que con habilidad le colocó la
áspera soga en el cuello y la ajustó de tal manera que apenas podía respirar.
En ese instante comprendió que su suerte estaba echada, que ya no había más
camino que andar, que su vida terminaría irremediablemente. Cerró sus ojos.
Estaba resignado por fin a dejar este mundo. Suspiró profundamente y en ese
preciso instante le pareció que su vida desfiló ante sus ojos. La película
completa de todas sus acciones importantes, buenas y malas, empezaron a pasar
con velocidad vertiginosa.
Bajo la
sombra que el ala de su sombrero daba a su cara, se vio a sí mismo en su
infancia, cuando con alegría ayudaba a su padre en su negocio. Iba y venía,
siempre con una sonrisa. Aún no había malicia alguna. En esos tiempos ni
siquiera imaginaba la transformación que tendría su vida. Luego vino su
juventud, llena de vaivenes emocionales. Cómo muchos de su pueblo, no pudo
estudiar una profesión, fue muy inquieto y aventurero. Hasta llegó a irse a
otro país buscando fortuna. Regresó después de varios años, sin pena ni gloria,
con las manos encallecidas por el trabajo duro, pero sin haber acumulado
capital alguno. Al volver, sólo traía la idea obsesiva de hacerse de nombre y
fortuna, a costa de lo que fuera. Incluso pasando por encima de quien tuviera
que hacerlo.
Cómo si
eso hubiera sido una gran profecía, todo pareció acomodarse a su favor. De
regreso, en su tierra la fortuna pareció sonreírle súbitamente. Empezó a
codearse con gente importante que le tendió la mano. El muchacho tenía cierto
ángel, era carismático. Esas virtudes, que a la postre se descubrieron
simuladas, le abrieron las puertas del éxito. Su carisma y su aparente
sencillez le empezaron a sumar adeptos. Su vida era la viva imagen de la
decencia. Parecía un hombre sincero y generoso que podía ayudar mucho a la
gente humilde. Incluso les agradó a los hombres poderosos de la región, quienes
empezaron a apoyarlo y de ese modo fue escalando posiciones en la jerarquía
social y política. Le depositaron su confianza y llegó a ocupar puestos de buen
nivel en el pueblo. Aparentemente había pasado bien las pruebas que le
significaron los puestos anteriores, al grado que le encomendaron el máximo
honor en ese pueblo generoso, dejar que él los gobernara.
Todo
parecía un acierto de los ciudadanos de ese poblado. Todo marchaba a pedir de
boca, pero esta historia es de esas que no tienen final feliz. Casi a la mitad
de su mandato, el paladín aquel se transformó en un ser completamente distinto.
Se convirtió en un tirano que dejó de respetar a su pueblo. Se dejó ver como un
hombre ambicioso, adorador de los lujos y los excesos. Se rodeó de un comisario
que era el jefe de los forajidos y se acompañó de colaboradores corruptos como
él. Convirtieron en pocos años a ese pueblo tranquilo y feliz en un lugar
inhóspito, difícil para vivir, con violencia, extorsiones, robos, abigeato,
secuestros, traiciones, muertes, despojos y muchas tropelías más. La gente del
pueblo dudaba que él fuera el causante de esa triste situación, pasó el tiempo
y nadie creía en su culpabilidad. La crisis de credibilidad se dio por un hecho
inusitado. El comisario de este mandatario fue apresado por la policía de otro
condado, ya que en esa región se le tenía ubicado como uno de los criminales
más buscados, con precio sobre su cabeza. De ahí se derivaron en cascada las
sospechas y las investigaciones. Nadie del poblado podía hacer algo porque todo
estaba controlado por la mafia que habían tejido en todas las instancias.
Fue el
Comendador quien tuvo que viajar desde la capital para poner orden en el
pueblo. Investigó, aprehendió al mandatario, lo sometió a un juicio sumario y
el jurado lo condenó a la muerte en el patíbulo. Ahí, en esa mañana, a pesar del insoportable
calor, se vivía un día de fiesta. Quizá no era el ideal que se llegara a esos
extremos, pero la gente estaba rabiosa, resentida, aquel ídolo de antaño se
convirtió en ídolo de barro. Robar al erario, ser cómplice de los asesinos,
engañar, favorecer a sus amigos y familiares con su poder, despojar de sus
propiedades a la gente buena, fue algo que el pueblo no le pudo perdonar.
Se
siente un extraño viento frío que hace volar varios sombreros. En ese preciso
instante el pueblo lanza un grito cargado de odio: ¡Muera el tirano! Una nube
oscura tapa el sol y sólo se escucha un sonido seco, como de un hueso roto, al
abrirse el piso del patíbulo, luego un pesado silencio, después vivas y
aplausos.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.