sábado, 5 de noviembre de 2022

"Un extraño amor"

 




JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"Un extraño amor"

Cuando Mariana y su familia se mudaron a la casa de la ladera, mi vida cambió por completo. Yo tenía once años y mis días eran un poco aburridos por más que me gustaba vivir en el campo. Los pocos niños y niñas que formaban parte de las familias que habitaban el pequeño pueblo eran poco sociables y, según mi precoz madurez, también muy “bobitos”.

 La vida me daba un nuevo regalo, Mariana era todo lo que yo hubiera podido desear. Era linda como una flor de primavera, alegre como el chorro de agua que bajaba del manantial y tenía una sonrisa que deshacía a quienes tenían la suerte de mirarla.

 Desde la primera vez que la vi caminar como auténtica caperucita por el bosque, supe que entre ella y yo habría una amistad muy especial o, quizá, el romance que siempre soñé, pero como todo un experto en esas lides decidí llevar las cosas con calma, al fin y al cabo apenas había llegado a vivir a esos lugares.

 Cuando vi de cerca los ojos azules de esa niña que llegó como caída del cielo, sentí un extraño enamoramiento. Y digo extraño, porque a la vez que sentí bonito, hubo un estremecimiento muy atípico, un ligero temblor a la altura de mi estómago, algo que jamás había sentido antes.

 —Esto es lo que había escuchado: “Cuando te enamoras sientes como un retortijón, como mariposas en el estómago” —pensé divertido y emocionado—, mientras mostraba una sonrisa de oreja a oreja.

 Afortunadamente todo salió como le pedí a Dios.  A Mariana le caí muy bien y pronto nos hicimos amigos inseparables. De hecho ella me dijo que casi no hablaba con los otros niños porque eran muy bobos y eso me dio la razón sobre el tema. La veía casi todas las tardes. En las mañanas ayudaba a sus papás y cuando bajaba la intensidad del sol solíamos vernos en un punto intermedio entre su casa y la mía. Me fui enamorando de ella poco a poco, pero no se lo dije a nadie porque ella me hizo prometerlo. Dijo que sus padres eran muy especiales para eso de las amistades y de noviazgos ni hablar. A mí no me importó eso. Lo único que valía la pena era que ella me quisiera y me aceptara como su príncipe azul.

 En mi casa poco se hablaba de lo que ocurría por aquellos rumbos. Apenas si recuerdo que mi papá mencionó que los Padilla López, los padres de Mariana, se habían mudado a esa casa alejada de las demás porque buscaban un poco de paz, nunca mencionó la razón, ni a mí me importaba mucho, lo único que agradecía a Dios era que pude conocer a mi Marianita, esa linda chica de ojos azules y pelo castaño claro que estaba seguro que me quería tanto como yo a ella.

 Los días se fueron tejiendo como cuentas de un collar y, justo cuando cumplimos un año de habernos conocido, ese día que estaba loco por verla, esa tarde que estaba desesperado por reunirme con ella, no apareció por ningún lado. Me quedé esperando en el lugar de costumbre. El ramillete de flores silvestres, que había recogido en el camino para mostrarle lo especial del día, se empezó a marchitar, al mismo tiempo que la propia tarde. Se hizo de noche y me retiré con el pesar de su ausencia. Un amargo saborcillo en mi boca me enseñó que no todos los días pueden ser felices. Después de ese momento aprendí que en la vida hay otros sabores y otros dolores.

 Cuando llegué a casa vi la preocupación en la cara de mis padres. La razón era más que obvia, nunca llegaba tan tarde. Les di por pretexto lo primero que se me ocurrió, medio disfruté de una merienda y me fui a acostar. Estuve rezando por ella, pidiendo que no estuviera enferma, hasta que me venció el sueño.

 Pasaron dos días de completa angustia y no apareció donde siempre la esperaba. Al tercero no pude más, decidí ir a buscarla a su casa. No me importó más lo que había prometido, tenía que verla a como diera lugar. Ya no importaba que sus padres y todo el mundo supieran de nuestra hermosa y tierna relación.

 Toqué con mal disimulada insistencia la puerta de madera, hasta que esta se abrió y apareció quien supuse que era la mamá de Marianita. Recuerdo muy bien que era un primero de noviembre. A pesar del rictus de tristeza de aquella señora de mediana edad, agradecí su forzada intención de sonreírme.

 —Hola, jovencito. Buenos días. ¿En qué puedo servirte?

—Buen día, señora. ¿Usted es la mamá de Marianita, verdad? ¿Puede llamarla por favor y decirle que estoy aquí, que vine a verla?

 

La señora se soltó llorando y hubiera caído al piso si no hubiera sido por el señor que apareció y de inmediato la abrazó. Ambos reflejaban una tristeza infinita. Después del sofocón, me tomaron de la mano y me condujeron a la habitación contigua. Había un pequeño altar de muerto muy bien iluminado. Cuando pude ver la foto de la ofrenda quedé petrificado. ¡La de la fotografía era Marianita, mi Marianita!

 

En medio de un mar de lágrimas, sollozos intermitentes y una especie de aturdimiento total, ellos me platicaron que Mariana falleció un año atrás. Solamente un par de semanas antes del día que yo la “conocí”. Apenas si pude escuchar los detalles de la extraña enfermedad que la mató. Mi corazón retumbaba con ansiedad inusitada. Mi mente no aceptaba aquella verdad tan dolorosa. No podía creer que ella, mi Marianita, esa hermosa niña que yo amaba pudiera ser tan solo un alma en pena. No volví al sitio de nuestros encuentros. Duré días sin salir de casa hasta que poco a poco empecé a sentir y creer que había sido yo el elegido de realizar el milagro, el sueño de amor de una bella niña que se fue muy temprano al reino de la muerte.

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