José María Rodríguez fue uno de los
hombres más ricos del pueblo. Descendía de una de las familias más adineradas
de aquella región que en un tiempo no muy lejano tuvo un considerable
esplendor.
La situación actual ya no era la de
antes, próspera y prometedora. Murieron sus padres, don Nicho y doña Pancha, y
la vida dio un vuelco. La alegría y la abundancia de la hacienda de los
Rodríguez se convirtieron con el tiempo en soledad y escasez. La otrora bella
propiedad hoy era sombría y triste. Nadie quería trabajar ahí y se contaban
algunas historias no muy agradables.
En la añeja casona principal
únicamente vivían con él, Arnulfo y Cleotilde, que habían trabajado desde muy
jovencitos para los dueños originales de la hacienda. Hoy eran el viejo
matrimonio que nadie amistaba por el solo hecho de vivir ahí.
Los habitantes del pueblo murmuraban
historias que se tejieron en torno a la hacienda y sus antiguos moradores. Se
hablaba de muchos casos de maltrato y despotismo por parte de los dueños hacia
sus trabajadores, casos de mujeres vejadas por el poderoso patrón, incluso se
decía que hubo varios asesinatos de trabajadores que intentaron vengar los
agravios familiares y sucumbieron ante el poderío de los patrones. El joven
Chema, como se le conocía al heredero y dueño actual, fue un hombre alegre y
enamoradizo. Tenía fama de cortejar a las muchachas que tenían la suerte o la
desdicha de conocerlo. Nunca se supo que se hubiera enamorado de verdad y a eso
atribuyeron que jamás contrajo nupcias. Se podría decir que con el tiempo se
convirtió en un tipo solitario y amargado que se refugiaba cotidianamente en el
alcohol.
Cuentan las malas lenguas que de
manera esporádica entraban mujeres guapas a la casona. No era difícil imaginar
la clase de chicas que eran ni el motivo de sus visitas. Todo el pueblo sabía
que de vez en vez el famoso Chema se divertía en interminables francachelas. No
era tan viejo y además tenía algo de dinero todavía. Aunque había derrochado
gran parte de la fortuna de sus padres, le sobraba lo suficiente para darse una
vida relativamente holgada.
Así pasó el tiempo, envuelto en la
insufrible monotonía propia de aquellos viejos pueblos. Hasta las hojas de los
árboles se mecían con una rutina fastidiosa. El aburrimiento del pervertido y
beodo personaje de la hacienda Rodríguez llegaba a su punto máximo cuando llegó
la noticia. Había arribado al pueblo una mujer rubia, de mediana edad y
destacada belleza, su nombre era Esperanza. El ánimo del sujeto se reconfortó
al enterarse. Pensó, en medio de su enfermiza egolatría, que era Dios quien le
enviaba la bendición de una nueva experiencia amorosa.
La chica nueva era parte del grupo de
mujeres que regenteaba doña Eufemia, la vieja meretriz y proxeneta del pueblo,
condición que favorecía ampliamente los planes de satisfacción personal que
rápidamente se apoderaron de la mente del depravado. De inmediato movió sus influencias y su dinero para
conseguir que la bella rubia estuviera en su pervertido tálamo.
Pronto se dio el encuentro y Chema
quedó fascinado con la belleza y sensualidad de la rubia, al grado tal que
volvió a contratarla una, dos, tres veces en un corto lapso. Nunca había
sentido una atracción tan fuerte ante ninguna mujer. Su enfermizo cerebro
empezó a urdir la manera de poseerla para siempre. Habló con ella y se negó,
habló con la madama y nada. Ninguna de las dos accedió a su necia y disparatada
solicitud.
Simuló reconocer que su intención era
desatinada y prosiguió pagando los servicios normales de la compañía de la rubia, pero su verdadera intención era
convencer u obligar a la mujer a ser su compañera para siempre. En uno de sus
encuentros, le pidió que se casara con él, que todavía tenía mucho dinero para
darle vida de reina. En medio de la borrachera a Esperanza se le hizo fácil
burlarse y le dijo que no se casaría con él aunque fuera el último hombre del
mundo. Hizo escarnio de su petición de mano y esa fue su última carcajada.
Fuera de sí, Chema hundió varias veces el afilado estilete entre los blancos
pechos de la mujer cuyo vestido níveo de satín tornó a escarlata casi de
inmediato.
Después del suceso, nadie volvió a ver
a la chica. El hacendado venido a menos, dijo que le dio mucho dinero para que
regresara a la ciudad porque le aburrió el pueblucho. Muchos lo creyeron, otros
solo murmuraron. La vida de Chema siguió como antes, entre el tedio y sus
esporádicas orgías. Parecía que el asesinato de la chica quedaría impune, pero
la vida a veces tiene otros planes.
Una noche de tantas abrió la puerta de
su casa en respuesta a unos suaves toquidos. Sus ojos parecían a punto de salir
de sus órbitas. Estaba ahí Esperanza, la difunta. Cómo podía ser eso si yo la
maté con mis propias manos —pensó el asustado y perplejo borrachín—, mientras
se llevaba las manos al pecho.
Al día siguiente, dijeron que fue un
infarto fulminante lo que mató a Chema. Algunos hasta se compadecieron de él.
Fue una historia sin un final definido. La gente apenas si recuerda a la bella
rubia que se fue del aburrido pueblo. Quizá pensarían distinto si hubieran
sabido que Esperanza tenía una hermana gemela, idéntica a ella, que eran como
dos gotas de agua. Dicen por ahí, que: “No hay crimen perfecto”.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
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