JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita
"Don Marcelino, el confesor"
Las
primeras luces del día asomaban tímidamente entre las grisáceas nubes de
aquella mañana campirana de agosto. Mentiría si digo que se escuchaban los
cantos de los gallos. Creo que había tanta pobreza en aquel pueblo lejano, que los
habitantes ya se habían comido a los gallos, gallinas, pollos y cerdos de cría.
Don
Marcelino Jiménez levantó sus brazos al mismo tiempo que expelía su modorra a
través de un largo y estruendoso bostezo. Eran apenas las cinco de la mañana de
aquel día cualquiera de un año indeterminado y justo el momento de iniciar las
labores cotidianas.
Lo
primero que había que hacer, después de darse un baño torero (lavarse las
orejas y el rabo), era abrir el viejo molino de nixtamal para la molienda
matutina. Más tarde, abrir la tienda de abarrotes y hacer otras labores que
habremos de descubrir un poco más adelante. Pero vamos por partes como dijera
el famoso “Jack El Destripador”.
El
chirrido de la desvencijada cortina de acero de la vieja accesoria que daba
alojamiento al molino despertó a más de uno de los vecinos de aquel barrio
populoso. Ya algunos andaban caminando rumbo a sus trabajos. Unos a la parcela
agrícola, otros a ordeñar las vacas, algunos más a abrir sus pequeños negocios
callejeros de jugos de naranja o atole con gorditas de maíz.
Cuando
las bandas del molino de nixtamal trabajaban a toda su capacidad se ve llegar a
Don Severiano, el viejo maestro rural del pueblo, que saluda muy amablemente al
molinero.
-
Buen día Don Marcelino. ¿Qué tal amaneció hoy? ¿Cómo va el negocio?
-
Buen día Don Seve (Así le decía de cariño). ¿Qué le trae tan temprano por aquí?
- Pues
vengo a pedirle de favor que me preste unos cien pesos porque tengo que ir a la
capital del estado. Me mandaron llamar de la Secretaría de Educación Pública.
- ¡Ah
qué bueno mi admirado mentor! Seguro que le llamaron para darle algún
reconocimiento a su gran desempeño durante tantos años aquí en el pueblo.
Don
Severiano sólo frunció el ceño con un marcado gesto de tristeza. Él sabía que
esa llamada no estaba para nada relacionada con una buena noticia. Tomó los
cien pesos prestados y se dirigió a la terminal de camiones “guajoloteros” que
viajaban a la cercana capital estatal. Si apuraba el paso quizá alcanzaría el
“expreso” de las seis de la mañana.
Don
Marcelino siguió con la mirada aquella triste silueta que se perdió en la
esquina siguiente. Hasta entonces continuó con su trabajo. El molino, además de
ser un negocio que le daba un ingreso seguro, era también un lugar estratégico
para la tertulia y la comunicación (El chisme, pues). Si esto fuera poco estaba
la tienda de abarrotes de su propiedad. Una típica tienda de pueblo. Con anaqueles
de madera y un envidiable inventario de mercancías, que incluía desde camotes
de puebla hasta setecientas variedades de dulces típicos.
Entre
el molino de nixtamal y el gran tendejón transcurría el día de Don Marcelino
Jiménez, hombre recio pero generoso, nacido en ese pueblo. Él conocía al
dedillo la vida y milagros de cada uno de los vecinos de aquella localidad tan
singular. Aclaro que eso no se debía a que le gustara el chisme, no nada de
eso. Lo que pasa es que los dos negocios mencionados más el expendio de tamales,
que atendía por las noches, eran escenarios ideales para que la gente platicara
muchas cosas y le tomara tanta o más confianza que a su propio confesor de
cabecera. Así transcurría la vida, lenta pero diversa, desparramada, interesante,
al menos para el buen amigo de todos en aquel pueblo.
Nadie
mejor que él para saber de donde salieron las tierras, las casas y las
camionetas nuevas del hijo del presidente municipal que acababa de terminar su
encargo. Ni pensar que alguien supiera mejor que él quien era el que manejaba a
los “mañosos” en la región o quien ejecutaba los “levantones”. Mucho menos
quienes eran los “coyotes” que se quedaban con las cosechas de los campesinos
pobres. Los nombres de los policías corruptos que cuidaban a los narcos y hasta
cobraban las cuotas de las “tienditas”.
Don
Marcelino conocía todos los movimientos del pueblo, incluso aquellos que se
consideraban como muy ocultos. Él sabía a la perfección los detalles de cada
negocio chueco, los fraudes, robos, abusos y atropellos de las autoridades y
los caciques y hasta los casos de adulterio y similares, que no eran pocos en
aquella calurosa comunidad. Si alguien
quisiera saber dónde quedó el dinero que mandaron los migrantes del lugar para
la construcción del puente sobre el río, sólo tendría que mañanear a moler una
cubeta de nixtamal, a mercar algún kilo de frijol azufrado del que traen desde
Zacualtipán o quizá a comerse un rico tamalito rojo de picadillo de camarón. Bueno
ustedes saben que la buena información cuesta cara.
Lo que
importa en este caso es que este personaje es muy estimado por los vecinos del pueblo.
Se ha ganado su lugar a pulso, apoyando con oportunidad a quienes lo han
necesitado. Es honesto y vive de su trabajo. No se mete en problemas. Sabe
escuchar a quien quiera hablar de cualquier cosa y entre despachada y
despachada se entera de cuanto sucede en el pueblo y sus alrededores. Si me
preguntan cuál es el nombre del pueblo, les diré que ni me acuerdo ni tampoco
interesa. Es un pueblo que puede estar cerca de ustedes o tal vez nunca existió.
Así que cualquier parecido con algún pueblo o personaje es una graciosa
coincidencia.
¡Alto,
alto! ¿Qué sucedió con don Severiano? ¿Le dieron su reconocimiento por su
trayectoria?. ¡Humm, para nada! Le aplicaron no sé qué articulado de la dizque
reforma educativa y lo corrieron sin indemnización. Lo encontraron muerto en su
cuartucho. Dicen que fue suicidio, pero no dejó ninguna nota póstuma. Si lo
hubiera hecho, don Marcelino lo sabría.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.