JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
Nada
preocupaba a la familia Chaires ese día soleado. Se habían reunido todos sus
miembros en las cabañas familiares ya que era el tradicional “Fin de semana de
la unidad” cómo ellos denominaban a esa obligada reunión que llevaban a cabo el
primer sábado del mes de diciembre de cada año.
Era el pretexto ideal para convivir entre ellos al menos una vez cada año, ya que se trataba de una familia muy numerosa y, por tanto, muy difícil poder verse, disfrutarse y ponerse al día en lo que acontecía en torno a los tres grupos muy visibles que conformaban el grupo familiar bajo el orgulloso apelativo. Ahí estaban todos, grandes, medianos y chicos, descendiendo de sus vehículos y tomando posesión de sus habitaciones en las tres cabañas que conformaban el rústico complejo habitacional en esa linda montaña cercana a la ciudad.
El sitio era precioso y fue adquirido hacía muchos años por el patriarca de la familia, don Vicente Chaires, precisamente con la intención de prever la unidad de su familia muchos años después de su muerte cómo realmente sucedió. No había nadie que se atreviera a desobedecer aquella disposición del abuelo, por el contrario cada jefe de familia había fortalecido la tradición cómo si fuera una ley punible al interior de ese feudo consanguíneo.
La zona arbolada era impresionante. Se podría decir que el único claro que había en el bosque era el perímetro donde se asentaban las tres cabañas. En el mismo había también un pequeño granero, un corral que hacía las veces de establo y un pozo artesiano. A pesar de ello el espacio era suficiente para los juegos y competencias que amenizaban el día. Se organizaban desafíos de jalado de cuerda por equipos, futbol, carrera de encostalados, juegos de mesa y por las noches las fogatas típicas en las que disfrutaba cantar canciones acompañadas con guitarra y malvaviscos asados.
A todos les encantaba pasar esos días de esparcimiento y de acercamiento familiar. Tenían recuerdos muy bonitos de cada experiencia anual aunque en esta ocasión si hubo algunas dudas y algo de resistencia de parte de Jazmín, la mamá de Betito y esposa de José, el menor de los tres hermanos Chaires. Aunque no se habló mucho del caso, algunos de ellos recordaban con cierto temor y un poco de curiosidad lo que sucedió el año anterior. La última de las noches que pernoctaron en las cabañas ocurrió un hecho extraño que causó temor y desconcierto entre los mayores. Los niños ni cuenta se dieron que el pequeño, entonces de tres meses de edad, había desaparecido momentáneamente ante la angustia de sus padres que lo buscaron sin éxito en todos los sitios posibles del lugar y, después de un rato cuando la desesperación hacía presa de ellos, inexplicablemente apareció en el mismo lugar donde dormía antes de desaparecer.
El extraño suceso seguía en la mente de los mayores de la familia, principalmente de los papás del niño momentáneamente desaparecido. Aunque disfrutaron de la visita reciente al bosque, no perdieron de vista a su bebé en ningún momento. Lo mismo hicieron los otros papás con sus hijos y en general tuvieron mayor cuidado en todos los sentidos. Nunca se les ocurrió que, casualmente, el niño que desapareció era el más pequeño de toda la familia. En esta ocasión ya no era Betito el que ocupaba ese lugar en la dinastía Chaires, había nacido Julián que acababa de cumplir cuatro meses de edad, desplazando a su primo en la clasificación.
Fue una exitosa convivencia y todo salió a pedir de boca. La diversión y la alegría estuvieron en los rostros de la familia hasta que se retiraron a sus habitaciones. Estaban demasiado cansados para pensar que podía suceder algo raro y cayeron todos vencidos por la fatiga. En unos minutos más solo se escuchaban los murmullos de Morfeo (ronquidos pues) que se confundían con el silbar del viento en las copas de los árboles circundantes. La intensa oscuridad decembrina solo era mancillada por el plateado reflejo de una luna llena que, por su plenitud y hermosura, haría feliz a cualquier hombre lobo.
Pasaron un par de horas y el aullido lejano de un coyote (de los de a de veras no los del “Monte de Piedad”) despertó a Lourdes la mamá del pequeño Julián. Antes de incorporarse bostezó largamente abriendo sus fauces más que el coyote que la despertó. Cuando volteó a ver la cuna portátil donde dormía el nene consentido sus cabellos se erizaron ¡El niño había desaparecido!
Casi se desmaya del susto. No supo si gritar, llorar o echarse a correr. Sintió que el mundo se hundía bajo sus pies y deseó estar en medio de una de sus pesadillas recurrentes. No supo cuánto tiempo pasó pero no fueron más de treinta segundos por más que a ella le parecieron como dos horas. Cuando reaccionó prendió la lámpara de baterías que estaba sobre el buró y, al influjo de la luz, pudo percatarse que no estaba su marido en la cama y quiso gritar con fuerza su nombre pero no salió ni un chisguete de voz de su garganta. Finalmente que bueno que fue así porque en ese preciso instante entró Álvaro a la habitación con su hijo en brazos. Después de hacerlo eructar, el bebé lucía una radiante y angelical sonrisa mientras el papá se veía más modorro que de costumbre. El alma le regresó al cuerpo a Lourdes al ver a su querido hijo sano y salvo. Entre ambos acurrucaron a su hijito en la cuna y regresaron a la cama. El abrazo matrimonial fue más cálido que nunca. Se estrecharon con ternura y agradecieron a Dios por tener a su bebé a su lado. La noche siguió su curso natural sin novedad alguna. Lo mejor de todo fue que terminó la maldición de las cabañas del bosque, bueno si es que alguna vez existió.
RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.