JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
"Historias del Coronavirus"
Desde
muy temprano se veía la movilización en la calle Violeta de la populosa colonia "3 de julio". Era notorio que se preparaba algo importante pues toda la
familia estaba de pie y en acción, cosa que no era propiamente la costumbre de
ellos. La camioneta pick up de color
azul y de modelo no muy reciente había echado varios viajes a esa hora de la
mañana. Su propietario, don Rufino Pedroza, acusaba el cansancio de su
tempranero ajetreo.
Mesas,
sillas, manteles, servilletas desechables, botanas y dos hieleras grandes con anuncio
de una marca de cerveza que tiene nombre
de océano, unas tinas de fierro de las que se usan para la birria en los
ranchos y unas misteriosas cajas de cartón que abrazaba con mucho cuidado, con
una ternura comparable a la que sentía por sus nietos. Parecía que algo frágil
y muy valioso se encontraba al interior de las mencionadas cajas. ¿Qué podría
ser el contenido misterioso en estos tiempos de pandemia y ley seca?
Dejemos
esas dudas para más adelante. Mejor vamos a seguir los pasos a la familia Pedroza,
conocida por la raza como los gordos. Ahí está Chemo, uno de los hijos menores de don
Rufino, echando agua con la manguera para lavar el patio. Forentina, la hija
de en medio, ayudando a doña Gertrudis, su laboriosa madre. En fin, casi todos
los distinguidos miembros de la estimada familia en plena faena, excepto
Juanito, el menor de todos, que
incrédulo observa el extenuante vaivén de sus parientes.
—¿Estás
seguro que quieres hacer hoy la fiesta de Melissa? ¿Sí sabes que está prohibido
hacer eso por la pandemia, verdad? Para qué te metes y nos metes a todos en
problemas si podemos hacerla en un par de meses que pase todo esto. Sirve que
pueden venir los primos de Tijuana.
—¿Queeé,
estás loco acaso Juanito? Ya tenemos todo listo y aunque no vengan los primos,
vendrá toda la familia de aquí y de los pueblos cercanos. ¡Se va a poner
chévere!
Dicho
lo anterior, se alejó de él para seguir haciendo los preparativos. El
jovencito —que era el único que se oponía a la fiesta—, se quedó con ojos de
furia viendo a su padre que se alejaba canturreando una rola de los Ángeles Azules, muy entusiasmado con el pachangón en proceso.
Nada
podía faltar, todos había cumplido al
dedillo sus comisiones. La cita para los invitados era a las tres de la
tarde, apenas eran las doce y solo faltaba que llegara el norteño-banda. Dejando el festivo escenario a punto de turrón,
todos fueron a acicalarse, excepto el chico opositor, que prefirió encerrarse
en su cuarto. Desde ahí, un poco más tarde, se puso a ver cómo empezó a llegar la raza. Los Pérez Arce, López Bonilla,
Arias Pedroza y muchas familias más. Muchos morros,
amigos de Chemo y de Melissa, los
invitados de los invitados, sin contar los típicos colados.
En un
par de horas aquello era un pandemonio. La estridente música, los gritos, las
porras y uno que otro cuete (de los dos tipos, de los que truenan y de los que
al otro día tienen resaca) hacían del lugar una sucursal del mismísimo
infierno. Esas circunstancias calificaban al sacrosanto hogar de los Pedroza
para una denuncia por escándalo o vecinos ruidosos, pero si a ello le sumaban la agravante de estar escenificándolo en plena contingencia sanitaria, pues
entonces ya eso lo pintaba como algo que se pasaba de la raya. Sucedió lo que
tenía que pasar. Los vecinos de los Pedroza, muchas familias que se habían
ajustado a las indicaciones de las autoridades de salud, se sintieron ofendidas
por el desacato y valemadismo de los
vecinos incómodos y, cual debe de ser, denunciaron el hecho a las autoridades
competentes.
Momentos
más tarde, cuando la fiesta estaba en su apogeo, en el clímax del jolgorio,
cuando ya estaban unos “persas” y
otros “hebreos”, excepto el buen Juanito refugiado en su búnker, se
apareció la policía municipal en el portón del guateque. Después de los
protocolos de rigor, exigieron la suspensión inmediata de la celebración
tumultuosa. Primero, fueron los silbidos de desaprobación de los juerguistas,
que lo hacían con tanta exaltación que parecían jilgueros en primavera. Luego,
se asomó Nato el Popochas, beodo y
pendenciero amigo del Chemo, que era
de los de mecha corta, de los que
siempre empezaban los pleitos. Todo estaba bien y más o menos controlado hasta
que salió don Rufino (tal vez le pusieron el nombre por rufián) con tamaña piedra
en la mano, aventando a los policías y diciendo que él estaba en su casa y
podía hacer lo que quisiera. Se sintió el líder de las pandillas de Nueva York
(quien vio la película entenderá) y arengó a toda la chusma en contra de los
oficiales que sorprendidos no supieron cómo responder.
La
horda (vulgo bola de pedernales) se
abalanzó sobre los atónitos guardianes del orden que tuvieron que defenderse.
Aquello se convirtió en casi una batalla campal en la que se imponía la superioridad
numérica de los hunos (los de Atila) hasta que la llegada de refuerzos sometió
a los rijosos, encabezados por el jefe del clan Pedroza, que de sentirse Atila,
terminó convertido en Atole. Muchos heridos, destrozos en la casa pachanguera y
otras aledañas, cantidad de detenidos, desorden, inquietud, golpes, disparos.
Todo ello por la irresponsabilidad y el menosprecio de la vida humana por parte
de algunas personas que no tienen sensibilidad ni empatía por las causas
sociales prioritarias. En resumen, la fiesta terminó antes de tiempo y pudo ser
más trágico el desenlace. Todo por no respetar las reglas del juego. - HAGAMOS NUESTRA
PARTE, EN LA MEDIDA DE LO POSIBLE.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.