JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
"Antonino, el cacique de San Pedro"
El
pueblo de San Pedro de Las Cocochas despertó con el rumor que don Antonino
Etcheverry, el sempiterno cacique del pueblo, daría una gran fiesta al día
siguiente. Ese caluroso viernes daba la impresión que el alba despuntó más temprano que de costumbre. Había
más movimiento que el habitual en las calles aledañas al mercado del pueblo. En
todos los puestos, los marchantes y locatarios parecían atrapados en el chisme
que corría como reguero de pólvora. Todo el mundo hablaba de la dichosa fiesta
sabatina que ofrecería el susodicho dueño de vidas y haciendas.
La gran
mayoría de vecinos estaban inquietos y no precisamente por el gusto que les
ocasionaba saber de la mentada fiesta. Por experiencia propia, sabían que nada
bueno podía anunciar una cosa como esa. Estaban muy conscientes de que Antonino
era un tipo frío y calculador, que no daba nada si no era a cambio de algo y
que seguramente su jolgorio ese traería consecuencias para los pobladores. En
pocas palabras el tipo ese, el llamado patrón, no daba paso sin huarache. No quedaba más que esperar a ver qué fregadera se le había ocurrido al amo y
señor.
Fue un
día muy agitado para todos. Se sentía algo raro en el ambiente, algunos incluso
optaron por no salir de sus casas, aunque eso no evitó que fueran visitados por
los achichincles del jefe político que, además de invitarlos con carácter obligatorio a la fiesta, de
paso se llevaban una o dos gallinitas como cooperación
voluntaria para completar el menú de la fiesta sabatina. No había quien se
opusiera a los desmanes de los malandros al servicio del mero mero. La mayoría
de habitantes del pueblo eran timoratos, muy apocados y sumisos ante los desmanes
y abusos de los hombres de don Antonino. No había quien se le parara enfrente
al hombre que ostentaba el poder, haciendo equipo con su familia y sus cuates
más cercanos. Pero eso era hasta cierto punto muy entendible pues se sabía
que si alguien decía algo en contra o protestaba por los abusos, injusticias y
corruptelas, pues simplemente era levantado
por las fuerzas policiales de don Pedro Nylon Díaz y vaya usted a saber la
suerte que le deparaba el destino.
Después
de rasurar a todos los hogares con la
cooperación voluntaria, se iniciaron los
preparativos para la fiesta, o sea, se estaba saludando con sombrero ajeno. Todo,
lo mucho o lo poco, que se ofrecería en la verbena sería con dinero del
pueblo, como suele ser esto, aunque los que se paran el cuello son los que ostentan el poder. El lienzo charro de
la localidad empezó a vestirse de gala. Había adornos por todos lados y los
sombreros de charro se empezaron a notar como hongos saprófitos en troncos de
árboles enfermos. Se sabía que la charrería era la actividad favorita del
cacique, así que no había mucha sorpresa en cuanto al tipo de festejo que les
iban a recetar. No es que a la gente no le gustaran los charros, sino que
anhelaban que esos charritos montaperros
del pueblo fueran como los personajes de Pedro Armendáriz o Jorge Negrete,
bragados de verdad y hombres de palabra que primero morían que traicionar su
palabra por más comprometida y difícil que estuviera la tarea. Ya de perdida,
que fueran nobles y generosos con el pueblo como el buen Pedro Infante, pero
que va, si esos méndigos caciques nomás traen la de fregar, pensaba la gente
del lugar.
Se
llegó el gran día y desde temprano el perifoneo oficial despertó a todo el
pueblo. El gritón se desgarraba las cuerdas vocales en el ¡NO
FALTEN, NO FALTEN! Los únicos que sonreían eran los niños que correteaban a la
camioneta del sonido. El resto de las personas que estaban por ahí, mostraban
una expresión de fastidio, el clásico gesto de ¡Qué Güeva! Pero, pues ni modos,
tendrían que ir, más por temor a represalias que por el gusto de ir al Lienzo
de don Antonino.
La
ceremonia dio inicio un poco después de lo anunciado, como era la costumbre en
esas latitudes. En el palco de honor, además del padre del cacique o sea el
cacique mayor, estaba un señor de lentes oscuros y expresión sombría que
acompañaba a Antonino Etcheverry, el mero mero del pueblo. Según lo anunciado
por el atarantado maestro de ceremonias que, por su poca habilidad en el
micrófono, más parecía alumno de ceremonias, el personaje de lentes oscuros y
cara de apretón de …manos, era un supervisor de quién sabe que dependencia que
venía a constatar que el pueblo estaba de acuerdo en aceptar la nueva ley para
que el pueblo en lo sucesivo se llamara San Pedro de la Charrería, los Toros
Mochos y los Gallos Gachos.
Cuando
se anunció el disparate, digo la iluminada propuesta del cacique, la gente
empezó a silbar y a gritar, obvio que no
era de gusto sino de protesta. Aunque los insignes
personajes del palco, al principio no daban crédito a lo que escuchaban,
entendieron que era protesta y no beneplácito cuando empezó a caerles agua
ambarina y vasos de unicel. Dicen algunos que era cerveza, pero otros, basados
en el olor, aseguran que era agua, pero agua de riñón el líquido que dejó
empapados a los principales.
Ya ni
le dieron tiempo a Bebeto Gogómez, el astro de la locución, el Demóstenes de
San Pedro, de anunciar el segundo motivo o el siguiente punto en el orden del
día, si lo prefieren. Se trataba ni más ni menos de rebajarles el salario a
todos los trabajadores del pueblo, porque el gobierno estaba quebrado por
pagarles tanto. Ya no hubo oportunidad de ello.
La
mayoría del pueblo dice que la quiebra se debe a que el cacique se ha gastado
la lana en sus negocios personales, otros dicen que son sus compadres y amigos
que están en el poder los que se gastan grandes cantidades de dinero público en
engrandecer sus patrimonios personales, fiestas, casas, placeres, etc. o sea
que se despachan con la cuchara grande. Ah pero que él no lo sabe. ¡Vaya
inocencia!
Después
de salir con la cola entre las patas, el cacique y todos sus compinches, se
trasladaron a un local que se llama la Unión Taurina, y ahí firmaron todos los
papeles para la ley de toros, gallos, caballos, etc . También la de rebajar los
salarios a los trabajadores, para evitar que se vayan a hacer millonarios
cuando se jubilen o pensionen. Dice la gente del pueblo que este méndigo
cacique merece un monumento, aunque no dijeron dónde. ¿Será verdad o no esta
leyenda? Al menos eso es lo que la gente de San Pedro de Las Cocochas opina.
(Así se llama aún el pueblo, mientras este cuate no consiga cambiarle de
nombre).
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO EN LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.