La monotonía del sonido de la lluvia me hace sentir adormilado. Es ahora una llovizna pertinaz la que cae, llenando mi noche de un ruido tedioso que se mezcla con otros, patentados también por la naturaleza. El aguacero agresivo de hace unas horas se alejó tan de pronto como llegó, dejando la frescura en el aire, a tal grado que cualquiera pensaría que no estamos en tiempos veraniegos.
No deja de ser inspirador este ambiente nocturno, tejido de viento, sonido y brisa. Noche de pálidas luces que luchan estoicas contra una arrogante oscuridad que de antemano se proclama vencedora. Diversos bichos que se apresuran a regresar a sus nidos y escondites preferidos. Parecen ansiosos. Se atropellan unos a otros. Ni tiempo tienen de ofrecerse una disculpa. Corren con ahínco y desesperación, deseosos de evitar las inmensas cataratas que obedecen dócilmente a la gravedad y a la geometría.
El delicioso aroma de una taza de café negro, que se acerca sostenida por una mano querida, me distrae de mi observación entomológica y pago con una sonrisa, tan oportuno y estimulante detalle. La noche invita a la reflexión, al disfrute de las cosas menudas, al deleite de la simplicidad.
No sé si antes, no había puesto atención a este tipo de prodigio y sólo pensaba en el aspecto devastador de las lluvias, en el prosaico aspecto de los daños y perjuicios en casas, calles y coches. Me justifica, por supuesto, la infalibilidad de ese binomio, lluvias y daños, tormenta y tragedia. Me ampara el hecho de haber sido testigo de muchas desgracias, individuales y colectivas, ocasionadas por estos meteoros, con la inseparable complicidad de la negligencia, la inexistencia de un ordenamiento territorial adecuado por parte de las autoridades competentes y la insuficiencia de una infraestructura pluvial capaz de captar precipitaciones de magnitud considerable.
No entraré de ninguna manera a la controversial discusión si las lluvias son buenas o son malas. Es demasiado desgastante el recuento de las bondades y perversidades de las causas naturales. Quizá hoy pecaré de dogmático y esto tiene que ser más grave aún porque además es deliberado. No existe perversidad alguna en las lluvias, al contrario, las lluvias son una bendición, sinónimo de naturaleza, de vida. Por qué habrían de ser dañinas si son la sangre de las tierras fértiles, la savia de esos benditos surcos que sacian con benevolencia el hambre de los pueblos.
Quizá algunos critiquen la disparidad, ya que las lluvias en algunos lugares causan inundaciones, deslaves y arrastran comunidades enteras, mientras en otros la gente se muere de sed. Eso no es culpa de las lluvias. La voluntad no es una de sus facultades. Tamaña desproporción tiene más que ver con la culpabilidad de los seres humanos omisos e irresponsables que, de manera temeraria, causamos estragos a la madre naturaleza induciendo el desequilibrio y el daño irreversible. Esto es en cuanto al entorno general, al mundo en sí. En cuanto a los daños en ámbitos urbanos, nada sucediera si los asentamientos humanos se planearan y ordenaran de acuerdo a las normas. No tendríamos registros catastróficos tan abultados, si no hubiese existido una corrupta permisividad, aún presente en los tres órdenes de gobierno, que propició la proliferación de viviendas construidas en los márgenes de ríos, arroyos y otras zonas de riesgo.
Después de un rato de aparente calma, descubro bien que ha sido tan sólo una tregua benigna, porque el estridente golpeteo de las gruesas gotas sobre el techo del minúsculo patio, reanuda su ritmo metálico e insistente. Eso hace suponer que el torrencial aguacero será una compañía obligada esta noche de verano.
No es una sensación desagradable, el ambiente se torna romántico y hogareño, muy propicio para la conversación y el apapacho. No obstante eso, no puedo apartar de mi mente el asunto de los daños. Me asomo discreto por la ventana. La calle comienza a lucir un inmenso espejo de agua en el que se retrata una tímida luna perlada. Hago un intento más por vestir de romanticismo estas visiones, pero después de un rato me resulta imposible vencer el aplastante y frío rostro de una maltratada realidad urbana.
Un murmullo con voz de río, una furiosa corriente color cebada arremete contra la calle principal de mi colonia. En breve todas las puertas de las casas de mis vecinos en esa calle serán atrancadas con una cortina de agua que impedirá que puedan salir o entrar en ellas. El enojo y la impotencia ante una injusta situación se mezcla con la tristeza de ver el patrimonio en peligro. Es imposible ver con fantasía una realidad tan cruda. Es un asentamiento humano donde se respira la corrupción por las calles y las casas. Por supuesto que no me refiero a los ciudadanos sino a las historias que se tejieron en la compraventa de los terrenos y la construcción de las viviendas, al grado que son las únicas que conozco que tengan tres metros y medio de frente, cuando los terrenos originales eran de siete. Así las cosas, con ese estilo. Seguramente a los que adquirieron inmuebles ubicados en la más inundada de las vialidades, les ofrecieron un entorno de tipo europeo, pero no les dijeron que era por su parecido con la bella ciudad de Venecia, en Italia. Ya que de haberlo sabido en lugar de coches o camionetas hubiesen comprado unas románticas góndolas o ya de perdida unas autóctonas chalupas.
Ya vi que resulta difícil presentar sólo el lado mágico de la lluvia, el ángulo romántico y bello. Por más que lo intenté, siempre aparecía agazapado su lado desastroso, el lado al que muchos le atribuyen propiedades y facultades. En mi opinión ese supuesto lado oscuro no es otro que el que desnuda las deficiencias de los sistemas de alcantarillado pluvial, la que pone al descubierto la corrupción gubernamental que permite obras que no cumplen las especificaciones técnicas normativas, la que otorga licencias de construcción indebidas, la que permite que la madre naturaleza sea mutilada y agredida sin obligar siquiera a los ofensores a realizar actividades de restauración y compensación, la que infla los presupuestos para obtener una ganancia, la que planea obras y acciones de acuerdo a sus intereses y no a los del pueblo.
En fin, las lluvias ni son buenas ni son malas, sólo son lluvias. Como una representación del agua, forman parte esencial de la naturaleza. Están en los procesos básicos de la conservación de la vida en nuestro planeta. Por el lado del romanticismo y la nostalgia, quien no ha jugado bajo la lluvia cuando era un niño(a), quien no ha dado un paseo de la mano de su pareja o bailado bajo la lluvia, o ¿Quién no ha usado la inspiración de la lluvia para escribir un artículo?
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