JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
"No a la violencia intrafamiliar"
El
sonido monótono de la pelota sobre la pared dominaba la escena ese día nublado.
No se sabía que era más sombrío, si el oscuro nubarrón que acechaba a la tarde
o la ominosa presencia de la pandemia. Lo que sí se sabía era que al interior
de la modesta casa que habitaban los Robles
Rodríguez, la paciencia no era la más asentada de sus inquilinos.
Don Regino,
el patriarca del clan, volteaba con cierto disimulo hacia donde estaba Huguito el niño de ocho añitos que, de
manera sistemática y alternada, pateaba el balón de futbol contra la
colaborativa pared que infaliblemente lo regresaba a sus pies con la misma
intensidad de su patada. Tal vez si el niño hubiese visto el furor de la mirada
paterna hubiera pitado al menos el final del primer tiempo para irse a
comerciales, era de esas bien llamadas miradas
que matan.
Doña Nachita, la señora de la casa, intentaba poner a tono el medio kilo de codillo de cerdo que, acompañado de frijoles refritos, significaba la primera y única comida del día. La familia era más o menos tranquila, generalmente no había grandes controversias entre sus miembros, al menos no terminaban en batalla campal. Las edades de los cuatro hijos, tenían un espacio entre ellos de dos años. Además de Huguito, estaba Chayito, de diez, María de doce y Julián de catorce.
Doña Nachita, la señora de la casa, intentaba poner a tono el medio kilo de codillo de cerdo que, acompañado de frijoles refritos, significaba la primera y única comida del día. La familia era más o menos tranquila, generalmente no había grandes controversias entre sus miembros, al menos no terminaban en batalla campal. Las edades de los cuatro hijos, tenían un espacio entre ellos de dos años. Además de Huguito, estaba Chayito, de diez, María de doce y Julián de catorce.
Regino
Robles se sentía muy angustiado, la situación de aislamiento por el coronavirus
le había dejado sin trabajo. El restaurante en el que trabajaba de mesero tuvo
que cerrar sus puertas y despedir, por lo menos de manera temporal, a todo el
personal que atendía el lugar. La falta de su modesto sueldo y, sobre todo, de
las propinas le había dejado en un completo estado de indefensión. Su esposa,
hacendosa y solidaria, dedicaba todos sus esfuerzos a la atención de sus hijos
y esposo, que no era poca cosa. El ajetreo del trabajo doméstico, la comida,
lavar la ropa y cuidar todos los detalles escolares de sus hijos consumían
hasta la última gota de su energía, terminando cada día agotada. Sus mejores
momentos eran cuando los hijos estaban en clases, no porque no los quisiera,
pues los adoraba a todos, desde el más grande hasta el más chico que, por
supuesto, era su adoración; sino porque estando sola era capaz de pensar,
organizar e idear alguna cosa que ayudara a mejorar las cosas en la familia.
Pero, las últimas dos semanas había sentido un gran desasosiego, la escasez
material en casa empezaba a cobrar facturas emocionales. La preocupación por el
contagio de sus hijos o de otros familiares, la prolongación del confinamiento
y consecuentemente la falta de ingresos, cada día le pesaban más.
Se
habían agotado las reservas económicas, los ahorros eran ya un dato histórico,
concluido. El padre de familia se esforzaba por pensar en soluciones, la esposa
se afanaba por hacer rendir el escaso potaje del día. Mientras eso sucedía en
la angustiosa y cruda realidad de los mayores, el escenario infantil y juvenil
en casa era muy distinto. Tal vez su natural inconciencia producía aquellas
burbujas mágicas en las que podían aislarse fácilmente de un mundo acechante y
agresivo. El más pequeño seguía pateando ininterrumpidamente la pelota contra
la pared, Chayito daba de batacazos a
una vieja tina de acero galvanizado, siempre le gustó el rock pesado; del otro
lado del cuarto, María y Julián disputaban la posesión de una chamarra de
mezclilla propiedad de su papá. Tiraban con tal enjundia de la prenda de vestir
que en un momento, inesperado por ellos, se escuchó un seco y prolongado crujir
al rasgarse por la mitad.
—¡Carajos,
pónganse en paz! Ya rompieron mi chamarra preferida, canijos —dijo el padre
enojado— mientras la mamá les conminó a la calma, muy ecuánime, de acuerdo a su
estilo.
Los
cónyuges se miraron como buscando respuestas mutuamente, la impaciencia se
podía notar a leguas de distancia. Sus ojos, generalmente de borrego a medio morir, esta vez
enrojecidos, saltones y ojerosos parecían cantar una triste canción. Ellos
sabían que tenían que esforzarse en mantener la calma. La mejor manera de
soportar una crisis tan aguda como esa, debía fincarse en el amor y en la
paciencia. Sabían que no era tarea fácil, pero estaban seguros que tampoco
imposible. Ella era mucho más aguantadora, equilibrada y paciente; él —en
contraparte— era un hombre más impulsivo, visceral.
Tomó su
chamarra rota entre sus manos y le dio mucha tristeza verla destruida, tirada
en el piso. Sus hijos mayores seguían discutiendo por cualquier cosa sin
importancia, Nachita salió a recoger
la servilleta de tela, la cazuela dejaba escapar un rico aroma, la pequeña rockera tundía con renovado entusiasmo su
improvisado bombo cuyo diabólico tronido rebotaba en los tímpanos del papá, que
apretaba sus ojos con fuerza como intentando liberarse de algún tormento chino
o apache. Dio unos pasos para ir a arrebatar las dos cucharas grandes que
servían de baquetas a la peque musical, cuando de pronto sucedió la peor
tragedia que se hubieran imaginado en la familia.
La
cazuela del guisado voló por los aires dando más vueltas que los voladores de Papantla, mientras en sus
varios giros arrojaba comida caliente por todos lados, terminando su viaje hasta
caer embrocada en el frío piso de la casa. Su cara compungida delataba al
pequeño futbolista émulo de Cristiano Ronaldo, ni siquiera tuvo que decirle a
su padre que, en el intento de una nueva y magistral pirueta futbolera, acabó
tumbando con la pelota lo que iba a ser la comida del día. El papá no dijo
nada al cándido goleador. Su cara inició una transformación del tipo de Hulk, el hombre verde, aunque el buen
Regino se pasó de tueste y de verde tornó a morado. El saber que todos en casa
se quedarían sin comer ese día lo trastornó al grado de ponerse fúrico. Sacó de
un tirón su cinturón piteado y, blandiéndolo amenazadoramente, se abalanzó
sobre el niño futbolero que resignadamente esperaba el golpe. Cuando el
cinturón vengador hacía el recorrido hacia atrás de la cabeza del hombre
verdugo para tomar vuelo, se escuchó una potente voz, que dijo: «¡No lo hagas,
por favor, amor!» Era la hermosa voz de su mujer que, de manera convincente
pronunció la palabra mágica, la que mueve los hilos de la vida, la que calma
tempestades, la que frena la violencia, la que une a las personas y salva a las
familias. Amor, la palabra clave para
sortear todas las adversidades, incluso el aislamiento a que nos condenó esta
pandemia. ¡No más violencia intrafamiliar!
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.