JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
Me
quedo quieto y sonrío para mis adentros. Estoy recordando un incidente que me
sucedió la mañana de ayer. No es nada del otro mundo pero si me puso a pensar
(que presumido amanecí hoy) en las implicaciones que pudiera tener el perder la
memoria o tal vez empezar a descuidar, involuntariamente, algunas de las cosas
simples, naturales, que son tan habituales en nuestro quehacer diario.
Era ya casi mediodía y mi organismo, siempre preciso, me hacía la primera llamada para acudir al tocador (y no precisamente para polvear la nariz) sino una de las necesidades que solemos denominar con el primero de los números cardinales. Busco mi cubrebocas en el sitio que suelo ponerlo y no lo encuentro. Lo puse en algún cajón de mi escritorio —pensé con seguridad—, mientras abría el primero de los cinco que tiene. No hubo éxito, continúo el operativo “búsqueda implacable”. No está el indispensable aditamento pandémico por ningún lado. Repito la revisión en todos los cajones y nada. Me asomo al piso pensando en que quizá lo tiré sin querer. Busco por todos lados y nada de nuevo. Hasta que llegué a la conclusión que no lo traje conmigo a la oficina.
Seguramente lo dejé en mi camioneta, pero ¿Cómo pudo suceder eso? No es el hecho del olvido, quizá atribuible al apresuramiento para checar mi entrada a tiempo, sino cómo era posible que mi esposa, que me acompañó en todo momento, no se hubiera percatado de ello y hacerme la observación. Todavía más extraño e inexplicable es que la persona encargada del filtro de acceso a la zona de oficinas no me haya visto o si me vio por qué no me lo hizo saber, tal vez no en forma punitiva pero si a manera de advertencia.
La conclusión era inequívoca, entré por el filtro sanitario, caminé por el pasillo principal hasta el “checador”, entré hasta mi oficina, saludé a quienes me antecedieron en la llegada y no pasó nada, ninguna observación. Así sucedió todo hasta que llegó a mi cuerpo el llamado de la naturaleza, el momento de ir al sanitario. No les platicaré lo que tuve que hacer para poder regresar al estacionamiento y hacerme de mi ansiado cubrebocas sin tener que pasar por la pena de caminar esa ruta con mi rostro descubierto. Entendí entonces lo que sufren las mujeres musulmanas cuando por equis razón se desprenden de su hiyab.
Pasó el momento de desasosiego y llegó el de reflexión. Las alarmas de mi mente se encendieron todas al unísono. ¿No será acaso el primer indicio de un desgaste cerebral?, ¿será que a esta edad que tengo ya empieza a fallar la memoria? Así giraron en mi loca cabeza una vorágine de ideas trastornadas y preocupantes. Luego vino la calma, después las ocupaciones habituales me distrajeron y olvidé de momento el asunto. Hoy me pongo a reflexionar de lo difícil que puede llegar a ser para las personas que sufren este tipo de padecimientos que tienen que ver con la memoria. Por lo que he observado los hay de varios tipos e intensidades. La cuestión científica se las dejo a los médicos yo solo comentaré acerca de las experiencias observadas en torno a personas que han tenido la desdicha de padecer estas afecciones.
He visto personas que han perdido por completo la memoria a consecuencia de la enfermedad llamada Alzheimer y créanme que es doloroso ver esos dramáticos cuadros familiares. Muchos de esos pacientes llegan a perder por completo la conciencia de su entorno, incluso al grado que su cuerpo “olvida” realizar sus necesidades. No reconoce a sus familiares más cercanos, mucho menos recuerda cosas de su pasado. Ese es el más extremo de los casos de pérdida de la memoria aunque, desde mi punto de vista, es más triste la situación que se presenta al revés, cuando el abuelo está lúcido y relativamente sano pero sus hijos y nietos se olvidan de él. Ese es el caso más terrible de olvido que conozco. Y, desafortunadamente, no es cosa de la memoria sino del corazón, además que son casos que se ven cada vez con mayor frecuencia en nuestras sociedades.
Lo mismo se puede decir de los padres (padre o madre) que se olvidan de sus hijos y los abandonan cuando son pequeños e indefensos. Cuando se olvidan de acompañarlos en el crítico periodo de la adolescencia y permiten que se desvíen por senderos intrincados donde la vagancia, las adicciones y el crimen, suelen ser sus opciones más cercanas. Todos esos casos son olvidos imperdonables.
Pero también hay otros olvidos que no se pueden perdonar y se refieren a los políticos que llegan a ser gobernantes en las distintas esferas del poder público. Como por arte de magia, cambian el chip de su memoria y olvidan sus promesas de campaña. Se olvidan de atender a quienes fueron sus entusiastas impulsores, de la demás ciudadanía y de sus detractores (con mayor razón). También se olvidan de que tienen que ver por las necesidades del pueblo, por los compromisos pendientes con los trabajadores al servicio del estado, los maestros, los campesinos, los comerciantes y todos los sectores que forman parte de la ciudadanía que ha sido burlada tantas veces por gobiernos nefastos que, bajo el cobijo de la corrupción y la impunidad, han saqueado las arcas públicas, despojado a particulares de sus patrimonios y han hecho usufructo de los recursos naturales de manera desmedida.
Otro olvido imperdonable es la nula o mala aplicación de la ley de parte de quienes deben velar por la prevalencia de la justicia sobre la impunidad, los jueces, los magistrados y todos los que la representan. Los legisladores y legisladoras que se han olvidado que representan los intereses populares y no los de un grupo de vividores de la política que se han perpetuado comiendo las entrañas de los desposeídos. En fin hay tantos olvidos imperdonables que subyacen en la línea de supervivencia de un pueblo maltratado, humillado y sumiso, mientras el grupo de intocables disfruta las mieles de la riqueza mal habida. ¿Usted qué opina, estimado lector?
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