LEONEL PAZ CORDERO /
Periodismo Nayarita
Guadalajara,
Jal.- El diccionario de la Real Academia
Española (RAE) le atribuye al concepto de patología dos significados: uno lo
presenta como la rama de la medicina que se enfoca en las enfermedades del ser
humano y, el otro, como el grupo de síntomas asociadas a una determinada
dolencia. En este sentido, esta palabra no debe ser confundida con la noción de
nosología, que consiste en la descripción y la sistematización del conjunto de
males que pueden afectar al hombre.
La
patología, dicen los expertos, se dedica a estudiar las enfermedades en su más
amplia aceptación, como estados o procesos fuera de lo común que pueden surgir
por motivos conocidos o desconocidos. Para demostrar la presencia de una
enfermedad, se busca y se observa una lesión en sus niveles estructurales, se
detecta la existencia de algún microorganismo (virus, bacteria, parásito u hongo)
o se trabaja sobre la alteración de algún componente del organismo.
Los
especialistas en patología pueden clasificarse, según su campo de acción, en patólogos
clínicos o anatomopatólogos. Los primeros se especializan en el diagnóstico por
medio de análisis obtenidos y examinados en el marco de un laboratorio clínico.
Los anatomopatólogos, en cambio, concentran sus esfuerzos en las deducciones a
las que pueden llegar en base a la observación morfológica de lesiones.
Otros
conceptos vinculados a la patología son la etiología (rama centrada en estudiar
los orígenes de cada enfermedad) y la patogenia (la serie de modificaciones
patológicas con la exclusión de las causas que la provocan). Esta última puede
ser abordada desde un punto de vista funcional (tal como hace la fisiopatología)
o morfológico (la patología general). Ambos actúan de forma complementaria para
la comprensión de la patogenia.
La
rama que consiste en el estudio de los aspectos morfológicos de la patogenia se
denomina morfopatología o patología general. Su aplicación con el objetivo de
reconocer las causas de una determinada enfermedad no garantiza el éxito en el
100% de los casos.
Patología
social
Cualquier
rasgo del comportamiento que no responda a los parámetros de normalidad dentro
de un marco social es considerado una patología. Existe una serie de factores
que acarrean inestabilidad mental y emocional, entre los que encontramos la
excesiva actividad laboral y la fatiga, la tensión nerviosa, el ruido propio de
las ciudades, el rompimiento del modelo de familia tradicional y el consumo
desmedido y no supervisado de fármacos.
La
tendencia creciente de las sociedades a la generalización es un proceso nefasto
que agrupa a la porción de la población que reúne el mayor porcentaje de
coincidencias en sus gustos, creencias y características físicas e ignora al
resto y lo etiqueta como minoría. En este último conjunto de seres humanos,
encontramos una gran variedad, y poco tienen en común entre ellas, más allá de
su especie. Desde personas con problemas auditivos hasta delincuentes, pasando
por homosexuales y pobres, son todos apartados para que no distraigan a los
demás de las campañas publicitarias.
La
delincuencia como patología social
Si
entendemos el conjunto de normas y leyes de una sociedad como lo normal y
aceptable, entonces una persona que vaya en su contra presenta una patología
social. Como la delincuencia no sólo representa un acto que no se rige por las
reglas preestablecidas, sino que también atenta contra la libertad de los
ciudadanos, este tipo de comportamiento acarrea sanciones para asegurar la
seguridad del pueblo.
A
su vez, para combatir esta patología, el Estado promete ayudar a quienes cometen
delitos a entender el valor y la importancia de respetar las leyes. En una
situación ideal, estas personas logran reinsertarse en la sociedad, habiendo
adoptado una visión nueva de la vida en comunidad, que incluye el respeto por
la libertad.
El
siglo XX, escenario de genocidios, de ideologías totalitarias y de la
trivialización del mal. El nacionalismo, para poder cuajar, necesita la imagen
amenazadora de un enemigo. El siglo XX registró, al menos, ocho episodios de
matanzas masivas, aunque esta sea una lista incompleta.
En
el siglo XX, el poder, y me refiero al político, ha sufrido una profunda
transformación. La causa de ese fenómeno es la aparición en el escenario
político de un nuevo protagonista social, las masas. A partir de ese momento se
empieza a hablar de la «sociedad de las masas», del «papel de las masas» en la
historia, de la «rebelión de las masas», como de rasgos característicos de
nuestros tiempos. Se trata de una nueva fuerza y, al mismo tiempo, carente de
experiencia y orientación política. Integran esa muchedumbre los campesinos de
ayer, los emigrantes de las áreas rurales llegados a las ciudades en busca de
trabajo, esa ola humana empujada por la esperanza de encontrar una vida mejor.
Ya dispone, gracias a los avances de la democracia, de una gran fuerza: el derecho
al voto, ese derecho que le permite elegir y que, en definitiva, pone en sus
manos las decisiones.
Desde
el momento de la aparición de las masas, todo aquel que quiere conquistar y
mantener el poder tiene que pactar con la nueva comunidad, tiene que domarlas,
hacerlas dóciles o conquistarlas para poder someterlas, más tarde, a su
dominación con ayuda de la persuasión, la manipulación o, simplemente, el
dictado.
El
gran problema de los millones de seres que se incorporan de manera muy rápida y
caótica a la población de las grandes ciudades, es, por un lado, encontrar un
trabajo y una forma de pasar el tiempo libre y, por otro, encontrar su propia
identidad. Se trata de personas que rompieron los lazos con su propia cultura,
con la que todos sus antecesores se identificaron durante siglos, y que
necesitan encontrar una nueva identidad, una nueva comunidad dentro de la que
puedan sentirse seguras y de la que puedan ser, al mismo tiempo, un elemento
valioso. En esa situación aparece en la historia un nuevo tipo de líderes
políticos que, prometiéndoles a esas personas una nueva identidad tan anhelada
por ellas -porque la pérdida de las raíces genera una agotadora sensación de
temor y desorientación-, consiguen el respaldo de las masas y, gracias a él,
conquistan el poder.
Los
instrumentos utilizados por esos nuevos líderes son muy diversos, pero la
historia contemporánea nos enseña que tres de ellos han desempeñado un papel
singular: las ideologías (el fascismo y el comunismo serían sus ejemplos), el
populismo y el nacionalismo.
¿Quién
trató de hacerse con el poder en las primeras décadas del siglo XX? Por lo
regular eran personas salidas de las clases medias, frecuentemente militares,
activistas de distintos partidos o estudiantes universitarios. Las consignas
que lanzaban tenían como fin atraer a los que se sentían amenazados y
desorientados y satisfacer sus expectativas, conseguir el respaldo de los que
buscaban su propia identidad y convencerlos de que la encontrarían en los conceptos
«nación» o «Estado». Como afirmaban los ideólogos y los agitadores, la nación
era la gran comunidad social y espiritual en cuya construcción podían
participar también los desarraigados de ayer y encontrar así en ella un lugar
seguro. Presentaban el «Estado» como la institución jurídica y administrativa
que hacía posible la realización y defensa del concepto «nación». La ideología
que se basa en la filosofía y apología de la nación-Estado y presenta ese
concepto como algo ideal que se llama nacionalismo.
El
nacionalismo tiene muchos rasgos característicos, pero dos de ellos son
particularmente peligrosos y abominables. El primero es la arrogancia y la
soberbia que encierra la convicción de que la cultura propia es superior a la
de otros. El segundo consiste en que la singularidad propia se define mediante
la hostilidad contra otros, mediante el rechazo de otros que son presentados
como enemigos, principalmente las comunidades y sociedades vecinas. Consideran
que la única eliminación eficaz del peligro -que, por lo regular, sólo existe
en su imaginación, porque casi siempre suele tratarse de enemigos inventados-
es el aplastamiento físico del adversario e incluso su aniquilamiento total. El
nacionalismo, para que pueda cuajar, tiene que disponer de la imagen
amenazadora de un enemigo. Cuando el nacionalismo no dispone de un enemigo
real, lo inventa, porque lo necesita de manera inapelable.
De
gran ayuda les sirven los medios de comunicación contemporáneos, ese potente y
omnipresente instrumento de la manipulación y la propaganda que es la prensa,
la radio y la televisión.
Muchos
pensadores contemporáneos, como Gellmer, Mosse, Hobsbwan y John Lukacs,
consideran que el nacionalismo es la ideología principal y dominante de
nuestros tiempos y ponen de relieve su destructora agresividad. El nacionalismo
es una ideología combativa y sus ataques pueden adquirir muy diversas formas
(también sabe agazaparse, sumirse en letargos temporales). Sin embargo, las
ofesivas del nacionalismo no son reacciones autónomas y espontáneas. Siempre
son reacciones meticulosamente preparadas u organizadas por el poder, por sus
cuadros, sus estructuras y los medios. Esas reacciones siempre tienen un
objetivo muy concreto y víctimas cogidas de antemano. Esas reacciones tratan no
sólo de dañar al enemigo, sino de destruirlo de manera definitiva. Y
precisamente esos intentos de alcanzar el triunfo máximo son uno de los rasgos
fundamentales del nacionalismo contemporáneo.
Pero,
¿quién es el enemigo real o inventado que aprovecha el poder, con su cruzada
nacionalista, para fortalecerse o ampliar sus influencias? ¿Cómo es la imagen
del enemigo? Ante todo, es una imagen colectiva, porque el enemigo, en tanto
que individuo aislado, no es peligroso. La que es peligrosa es la masa enemiga.
En este caso, la identidad nos muestra su doble imagen, sus dos caras. Una de
ellas es la salvación de aquel que busca y quiere conservar sus raíces; la otra
es la maldición y el estigma, que pueden convertirse en condena.
Y
algo más y muy importante: los enemigos tienen que ser seres distintos, los
enemigos siempre son ellos. Lo ideal sería que siempre pudiesen ser
distinguidos por sus rasgos externos; por ejemplo, el color de la piel, la
forma de vestirse, su aspecto general, su comportamiento. En estos casos es más
fácil señalarlos con el dedo y descubrirlos en la muchedumbre. Lo ideal sería
también que los enemigos siempre fuesen más débiles, que se sintiesen
desorientados y perdidos y que estuviesen indefensos.
El
nacionalismo es la patología, la enfermedad de los tiempos modernos. Pero tiene
un antecesor, un modelo, por cierto, aún vivo en muchas partes y situaciones.
Me refiero al tribalismo, a la filosofía de las clases, de los vínculos
tribales y de los clanes, también alimentada y animada por las élites y siempre
enfilada contra los vecinos más o menos cercanos.
Pero,
al tratar el nacionalismo como esa ideología que es el terrible causante del
genocidio en el siglo XX ¿no cometemos una falsificación de la historia? ¿no
nos olvidamos de que muchas otras atrocidades fueron cometidas por el poder
asesino contra su propio pueblo? No, no cometemos falsificación alguna, porque
también en esos casos el poder asesino actuaba de acuerdo con las reglas del
nacionalismo, ya que acusaba a sus víctimas de haber traicionado al pueblo, de
haberse vendido al enemigo.
La
percepción del «otro» como de una amenaza, de un representante de las fuerzas
extrañas y destructoras, fue común a todos los regímenes nacionalistas, autoritarios
y totalitarios conocidos por nuestra época. Se trata de un fenómeno registrado
en todas las culturas y, con tristeza tengo que constatar que ninguna
civilización resultó ser impermeable ante el veneno del odio, del desprecio y
de la destrucción, inoculado por los líderes e ideólogos nacionalistas. La
misma enfermedad era propagada por los regímenes más diversos y en las
latitudes más distantes. Sus manifestaciones extremas acarrearon numerosos
casos de genocidio, de ese crimen masivo que se repite una y otra vez, y que,
por desgracia, es uno de los rasgos característicos del mundo moderno.
Existe
una cierta tendencia -porque así es más cómodo y más fácil- a tratar los
sucesivos capítulos de la historia del genocidio como episodios aislados entre
sí y difíciles de entender, como explosiones irracionales de una furia
colectiva, como actos de histeria y de locura de las muchedumbres drogadas por
el olor de la sangre. Como esos sucesos -partiendo del principio de la culpa
metafísica- nos cubren a todos de oprobio, tratamos de olvidarlos cuanto antes
y de dejarles tan desagradable y dolorosa temática a los especialistas. Sin
embargo, un análisis más detenido de los casos de genocidio nos obliga a
rechazar la idea de que nos enfrentamos a simples e irracionales estallidos de
ira y violencia. En las raíces de todo acto de genocidio siempre está alguna de
las ideologías del odio difundidas de manera metódica y planificada. Esos actos
siempre se ven precedidos por largos períodos de meticulosa preparación organizativa
y técnica del aparato burocrático del Estado moderno. Eso permitió a muchos
filósofos -como Bauman, Laqueur y Arendt- formular la inquietante tesis de que
la civilización tiene en su propio carácter, en su propia esencia y en su
propia dinámica rasgos que -en condiciones favorables y en un momento adecuado-
pueden hacer posible un nuevo acto de genocidio. Se trata de una tesis que hace
sentir espanto.
¿Cuándo
aparecen ese momento y esas condiciones favorables? Cuando aquello que
pertenece a la esfera de la cultura y aquello que pertenece a la esfera de lo
sagrado se divorcian; cuando la esencia espiritual se ve debilitada en la
cultura o, sencillamente, desaparece de ella; cuando el letargo de la ética en
la sociedad genera un vacío; cuando se debilita la sensibilidad ante el mal.
Todo
parece indicar que en nuestra época el mandamiento cristiano más ignorado y
pisoteado es el que insta a amar al prójimo. ¿Hubo desde siempre en los humanos
una actitud de rechazo e incluso de hostilidad ante los «otros»? ¿Cómo es
posible?
Todas
las ideologías contemporáneas que se nutran del odio, el nacionalismo, el
fascismo, el comunismo y el racismo aprovechan la propensión del ser humano al
rechazo del extraño, hacia el desconocido, hacia el diferente. El poder sabe transformar
ese rechazo en hostilidad e incluso hasta en deseo de matar.
Las
consecuencias de esa patología generada por el odio alcanzaron dimensiones
aterradoras y monstruosas en nuestros tiempos, cuando el poder está dotado de
una organización estatal con modernas estructuras organizativas y avanzadas
técnicas (incluidas las tecnologías de la aniquilación física). Así apareció en
los tiempos modernos el espantoso fenómeno del genocidio.
El
genocidio es una acción armada intencionada, organizada y sistemática que tiene
como fin exterminar comunidades civiles metódicamente escogidas por su
nacionalidad, raza o religión.
La
historia del siglo XX registró al menos ocho episodios del genocidio (la
palabra episodio no es la mejor, porque las matanzas duraron, por lo regular,
bastante tiempo). El primero fue la matanza de armenios llevada a cabo por los
turcos en los años 1815 y 1916. El segundo provocó la muerte por hambre de
millones de campesinos ucranios en los años 1932 y 1933. El tercero fue el
exterminio de la población de Nankín y de sus alrededores llevado a cabo por
los ocupantes japoneses en los años 1937 y 1938. El cuarto, el holocausto de
los judíos llevado a cabo por los nazis en los años 1941-1945. El quinto fue el
asesinato de millones de musulmanes e indios durante la división de la India en
los años 1947 y 1948. El sexto provocó la muerte de millones de personas
durante la Revolución Cultural llevada a cabo por Mao Tse Tung en China en los
años cincuenta y sesenta. Víctimas del séptimo episodio fueron millones de
camboyanos en los años 1975-1978. El episodio más reciente, de 1994, fue
protagonizado por el régimen de los hutus en Ruanda, que asesinó a cientos de
miles de tutsis. Muchos podrían decir que la lista es incompleta y,
efectivamente, hay que admitir que se produjeron muchos otros casos de matanzas
masivas que, si no fueron actos de genocidio, estuvieron muy cerca de ello,
como las matanzas de Sudán, Sierra Leona y los Balcanes.
Cuando
buscamos puntos de orientación en ese laberinto de crímenes, mentiras y odio
encontramos algunos rasgos comunes.
En primer lugar, todos los actos fueron organizados por gobiernos que ejercían
el poder en sus países de manera legal. El silencio y la pasividad de la
opinión pública también fueron un rasgo común, sobre todo en la primera etapa
del genocidio. Se trata de un hecho aterrador, porque confirma la crisis de la
sensibilidad ética que enfrentan las civilizaciones modernas.
En
segundo lugar, las matanzas masivas se han practicado no en una determinada
cultura, sino en países pertenecientes a culturas muy diversas, y eso confirma
que no hay cultura inmunizada ante el virus del genocidio.
En
tercer lugar, se advierte una relación directa entre el genocidio y la guerra.
Todos los actos de genocidio mencionados se produjeron durante la guerra o como
consecuencia de un clima de amenaza bélica creado por el poder.
En
cuarto lugar, la democracia es la única forma de organización de la sociedad
que ha demostrado hasta ahora ser resistente ante el bacilo genocida.
En
quinto lugar, el poder que planeó y organizó el genocidio siempre comenzó la
operación por la propagación entre sus partidarios de la imagen del enemigo, de
la futura víctima. Siempre fue fundamental emplazar al enemigo dentro de la
comunidad (de la familia, de la aldea, de la ciudad, del colectivo). De esa
manera, el enemigo se presentaba como algo más peligroso.
En
sexto lugar, el enemigo podía ser del más diverso origen; es decir, otra clase
social, otra raza, otra religión (los ricos, los judíos, los musulmanes, los
tutsis, los negros), pero en la propaganda siempre recibía la misma definición:
enemigo del pueblo (wrag narodu, nationfeind).
En
séptimo lugar, en el período de preparación y realización de la acción
genocida, los gobernantes apoyan el principio de la autarquía. El poder suele
realizar una política de aislamiento frente al mundo y refuerza el hermetismo
de las fronteras.
En
octavo lugar, en su excelente libro La modernidad y el exterminio, el profesor
Bauman advierte que la realización del holocausto fue facilitada por el avance
técnico del mundo, un avance que hizo posible asesinar «a distancia». Los
organizadores no se veían obligados a matar con sus propias manos y eso les
liberaba de los remordimientos de conciencia. Sin embargo, no en todos los
casos de genocidio fue así. En Ruanda, los organizadores del genocidio instaron
a sus verdugos a asesinar no con ayuda de armas automáticas, sino con machetes.
Querían conseguir el fortalecimiento dentro de sus propias filas embarrando de
sangre las manos de sus partidarios.
En
noveno lugar, en todos los casos, el momento de las matanzas y el exterminio
fue precedido por largos períodos de represiones y de sufrimientos, de hambre,
humillaciones y terror. En definitiva, para muchas víctimas, la muerte se
presentaba como un gesto de gracia.
En
último lugar, en todos los casos, el genocidio fue preparado y llevado a cabo
cuando la sociedad se encontraba sumida en una profunda crisis económica y
moral, cuando atravesaba por momentos de ceguera religiosa, cuando los
sentimientos habían sido afectados por la atrofia y la gente no sabía cómo
distinguir el bien del mal.
Aunque
es cierto que cada suceso tiene sus rasgos específicos y sus particularidades
-pienso sobre todo en la espantosa singularidad del holocausto- también es
cierto que en todos estos crímenes se pueden encontrar elementos comunes, tanto
en las secuencias de acontecimientos como en los motivos propagados por los
organizadores y en los mecanismos criminales empleados. Aquí hay que añadir y
recalcar que la crueldad masiva de cada uno de esos episodios afecta no
solamente al grupo racial, étnico o religioso directamente castigado, porque es
una catástrofe común del hombre como tal, del humanismo, y eso nos hace
responsables a todos los que vivimos sobre la Tierra.
El
siglo XX es definido por lo regular en las síntesis como siglo de dos
totalitarismos: el fascismo y el comunismo; como siglo de las grandes guerras
mundiales; como siglo de Auschwitz e Hiroshima. Sin embargo, en ninguna parte
encontré la definición del siglo XX como una época de constantes repeticiones
de actos genocidas en distintos momentos y culturas. En ninguna parte encontré
la aclaración de que los actos de genocidio fueron preparados, organizados y
realizados por el poder representado por gobiernos de legalidad reconocida y
aniquilaron ante todo a millones de personas inocentes. Se puede calcular, no
obstante, que el genocidio acabó en el siglo XX con la vida de más personas que
las dos guerras mundiales. Las pérdidas materiales provocadas por el genocidio
también fueron incalculables.
La
descripción de cada acto de genocidio por separado y su grabación también por
separado en la historia y en la memoria humana hacen que las tragedias sean
vividas con menos intensidad por la humanidad, y no como una experiencia común
que despierta en todos nosotros emociones que nos unen.
El
poder, y sobre todo el poder estatal que comete actos de genocidio, puede
contar con una gran impunidad. El Tribunal de Núremberg es una excepción que,
por otro lado, abarcó solamente a un número muy reducido de criminales. Son muy
pocos los funcionarios estatales que son juzgados por los crímenes que
cometieron. La regla es que, cuanto más alto fue el cargo que ocupó el
funcionario estatal, mayor es su impunidad. El verdugo pequeño puede acabar su
vida en una horca, pero el verdugo grande, por lo regular, es intocable. Esa es
una gran debilidad del sistema mundial de justicia, un sistema muy endeble,
falto de consecuencia y muy oportunista.
En
la historia son muy contados los casos en los que los Estados reconocieron sus
culpas relacionadas con los actos de genocidio. Así ocurrió con los alemanes.
En la mayoría de los casos, el poder rechaza las acusaciones de genocidio o
mantiene un silencio total al respecto.
Lo
más terrible de todo es que la gente, la opinión pública, carece de recursos
para imponer la justicia, y ante esa incapacidad aumentan la insensibilidad
ética, la indiferencia moral, la falta de voluntad y la incapacidad para
reaccionar ante el mal. Mientras tanto, el mal, con frecuencia, se manifiesta
como patología del poder, y entonces es tanto más peligroso por cuanto en los
actos de genocidio aprovecha las técnicas modernas de organización, mucho más
eficaces que las de antes. En el pasado se vinculaba el mal a estallidos
irracionales de la ira popular, a inexplicables erupciones de ceguera
colectiva, al descontrol de los instintos más bajos y a las ansias
incontenibles de venganza y revancha, mientras que ahora se relaciona con una
organización que se caracteriza por la frialdad y la astucia.
Como
no existen las barreras jurídicas, institucionales o técnicas capaces de
prevenir de manera eficaz la comisión de nuevos actos de genocidio, el único
escudo protector que nos queda es la moral de cada individuo y de cada
sociedad, la conciencia religiosa de los fieles y de sus comunidades, la
voluntad firme de hacer el bien y la aceptación de ese mandamiento que nos
induce a amar al prójimo
Personajes
de la política que se aferraron enfermizamente al poder y fueron poco a poco
desarrollando una paranoia caracterizada por ideas fijas, obsesivas e ilógicas,
en las que había egolatría, narcisismo, frialdad emocional, incapacidad para la
autocrítica, hostilidad con el entorno, resentimiento y mucha desconfianza
previamente acompañada de eventos traumáticos de la niñez y de la estructura
propia del sujeto.