miércoles, 17 de octubre de 2018

"La fábula de las hormigas"



JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"La fábula de las hormigas"



En aquellos viejos tiempos, los campos eran hermosos y limpios. Se podía vivir de manera apacible y próspera en cualquier parte del verdoso valle al pie del volcán sagrado. Era un auténtico placer caminar en los pastos frescos y senderos llenos de flores y frutales. Todos los seres que habitaban esas latitudes vivían en amable convivencia, la naturaleza era pródiga y había recursos para todos. Entre todos aquellos pequeños reinos de tranquilo talante, había uno muy especial, no recuerdo ahorita su nombre, sólo sé que era el famoso reino de las hormigas.

Esa demarcación, llena de vegetación, agua y comida, había sido durante mucho tiempo un ejemplo de trabajo y desarrollo para muchas otras comunidades aledañas. La ancestral fama de la comunidad no era porque no tuvieran problemas en su asentamiento sino porque siempre habían tenido la capacidad de resolverlos de una manera muy apropiada, práctica, salomónica.

No podría decirse que no hubiera entre aquella inmensa población de hormigas algunos malos elementos, ni tampoco que los que asumían los roles directivos hubieran sido siempre honestos o perfectos, pero existía el antecedente de que siempre habían logrado conciliar sus intereses. Así que, por más que algunas veces se apretara la situación, la estructura social de la comunidad se respetaba y jamás sufrían carencias considerables de recursos para vivir.

Los sectores de aquella ejemplar sociedad se movían con envidiable equilibrio, bueno no tanto, porque siempre se notaba la prominencia del grupo que gobernaba a la comunidad. No podía disimularse que los jefes hormigas, los que llevaban la administración de los recursos, siempre recibían dones especiales y compensaciones de todo tipo. Pero, a las primeras muestras de inconformidad de los otros sectores, regularizaban las condiciones de trabajo y remuneración a las hormigas obreras y demás grupos sociales.

Así había transcurrido la vida en aquel reino legendario. Con vaivenes históricos que iban de la republica al imperio. Desfilaron por la palestra política del mundo de las hormigas u hormigos (ya se me está pegando el estilacho de Fox) personajes que figuran en el salón de la fama del anecdotario. Algunos fueron muy especiales como, los famosos: “Tauro Burel”,  “Apolo Dominico” y “El Beato San Dobal”.

Esas historias, que se fueron engarzando, poco a poco hicieron mella en el patrimonio del otrora solvente reino de las hormigas. Los personajes que se mencionaron en la tanda anterior, tejieron los vergonzantes capítulos de esa triste tragicomedia. Hubo movilizaciones varias de las hormigas obreras, la mayoría de ellas reprimidas por el peso del desleal poder. Hubo algunas conciliaciones y la rueda de la historia, aunque con algunos atascos, pudo dar algunas rodaditas más.

Así siguió la vida de aquella fantástica comunidad, digna de admiración por su disciplina institucional y por su extraordinario estoicismo. Los cambios seguían asomando en el horizonte político de las orgullosas hormigas del reino. Un nuevo emperador fue sentado en el solio de la esperanza. Ahora sí, los oráculos no podían equivocarse, el elegido y los habitantes del reino eran uno solo. Esta vez no podía ser de otra manera, el nuevo emperador era el culto, el adonis, el hijo de los dioses “Xavi Lupo El Piadoso”, que envuelto en inmaculada túnica blanca y toga púrpura, lanzaba bendiciones a los que asistían a su coronación, aquellos que apoyaron su llegada al poder, los mismos que después se vieron envueltos en un terrible arrepentimiento y una tremenda decepción.

Esa historia se fue mostrando poco a poco. El nuevo dignatario supo ganarse de inicio la confianza de su pueblo. Al parecer la preparación de aquella hormiga real, era un factor muy favorable, su fama de bonachón y honesto hacía sonreír de gusto a las grandes mayorías. Aquí en este punto hago una pequeña pausa. Es que eso de escribir este tipo de fábulas me causa una incontrolable hilaridad, tan sólo de imaginar a ese emperador, “El Piadoso”, un hormigo chaparrón, regordete, “cachetoncito”, con sus espejuelos y una amplia, casi “guasónica” sonrisa. Ah, y además lo visualizo con su batita blanca, su manto cruzado de color púrpura y sus huarachitos color carne.

Pasada la gracejada, volvemos a la triste realidad del reino de las nobles hormigas. Lo que empezó como una luna de miel, con generosas promesas, sonrisas y apapachos, poco a poco se fue diluyendo, entre los nebulosos e inciertos momentos del incumplimiento. De pronto la paz del reino se vio alterada por una invasión de un grupo considerable de hormigas que el emperador trajo de otra comunidad. El palacio real se vio colmado de nuevos cortesanos, sin una definición laboral, sin encomienda alguna, excepto ser parte del séquito del piadoso monarca, que les complacía en todos sus requerimientos.

La riqueza del reino se dilapidó de forma insultante y los recursos empezaron a escasear. Había que tomar medidas de austeridad urgentes. De inmediato se ordenó que a los miembros de la corte no se les autorizaran los cien mil denarios que solicitaron, que sólo se les dieran cincuenta mil para que realizaran sus gestiones, había que sacrificarse por el pueblo. Enseguida, el heraldo del imperio, con tronante voz, anunció a las hormigas trabajadoras que el sacrosanto emperador les ordenaba someterse al nuevo régimen de austeridad total, por lo que deberían esperar a que hubiera nuevo tributo para darles algo de sus retrasados emolumentos ya devengados. Quizá esa humillante orden no hubiese pesado tanto en el ánimo de las hormigas, pero la gota que derramó el vaso fue el tono y la forma en que se les trató, además de intentar hacerlas pasar por culpables del desorden y la quiebra financiera.

Aquel próspero reino se convirtió en un sitio sin ley. Las hordas de hormigas y hormigos criminales asolaban las rúas del imperio. Nadie estaba a salvo. Escaseó el agua y los víveres. La basura estaba por todos lados. Los carruajes que se usaban para recolectarla estaban destruidos y arrumbados. Los ciudadanos del reino de las hormigas, ya muy impacientes por la situación, empezaron a sublevarse, pese a su temor a la guardia imperial. Formaron un grupo ciudadano y,  a manera de protesta, pusieron parte de su basura frente al palacete del Cónsul Lucio Cochecillo, éste enfureció y condenó a los culpables al calabozo. Pero, hasta la fecha en que este modesto escribano firma esta epístola, no se ha ejecutado dicha orden del mencionado cónsul, al parecer avalada por el mismísimo emperador. Qué bueno que así sea, porque no se han dado cuenta que hay miles y miles de hormiguitas, arremolinándose, deseosas de justicia, para cerrar filas en contra de las arbitrariedades, ineptitudes e injusticias del mencionado cónsul, del emperador y de todo lo que obstaculice el paso de la justicia social en el reino de las hormigas, sabedoras que la unión hace la fuerza.

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