Benito
se levantó temprano ese día de invierno. Era sábado y no había que ir a la
escuela primaria del pueblo. Le gustaba mucho quedarse en casa y convivir con
su mamá y, después de mediodía, también con su papá. La escuela distaba unos
diez minutos caminando desde su casa, para aquellas latitudes dispersas eso no
era gran cosa.
Doña
Chayito, su mamá, le ofreció un humeante jarro de champurrado que el niño tomó
con cuidado ya que el recipiente de barro expedía una consistente fumarola de
vapor caliente. Entre sorbo y sorbo, su mirada se posaba en unos camiones
enormes que pasaban por el camino cercano a su casa. Eran varios, con remolques
muy grandes y vacíos. Él no entendía qué hacían esos vehículos monstruosos en
esos bellos parajes de la sierra mexicana. Pensó en pedir permiso a su madre
para bajar por el camino y acercarse a curiosear las actividades de los
camiones que llevaban cuatro personas cada uno de los tres que había visto
pasar.
Prefirió
no decir nada a Chayito, a sabiendas que ésta le negaría el permiso. Optó por
hacer mutis y desapareció de la escena, mientras su hacendosa madre hacía las
labores domésticas para esperar a Benigno, su marido, que llegaría a comer un
poco después de las doce. Bajó por el camino, siguiendo la huella de los camiones. Pronto se dio cuenta
que habían avanzado mucho y que, además, se enfilaban por la ruta cercana a la
ladera de un cerro muy alto. Su intuición infantil le avisaba que era peligroso
andar por ahí pero su extraordinaria curiosidad le empujaba a seguir
caminando.
Estaba
en la encrucijada de seguir buscando a los camiones o regresar a casa cuanto
antes. Era la parte más alta de la zona y el frío del invierno había vestido de
blanco las veredas, árboles y arbustos de la zona. Apenas se podía ver la marca
del sendero. Era muy fácil perder el rumbo en esas condiciones. Caminó unos
minutos más hasta que sintió que la fatiga y el entumecimiento de sus pies le
impedían avanzar más allá. Su terquedad le decía camina, camina, su pequeño sentido común le gritaba regresa, regresa.
Pudo
más su curiosidad. Hizo un esfuerzo y emprendió de nuevo la caminata. No había
avanzado ni diez metros cuando se topó con un hombre alto y fuerte que vestía
pantalón de mezclilla y un grueso abrigo de color café. El gorro, enfundado
casi hasta los ojos, las orejeras y la barba blanca apenas dejaban ver parte
del rostro del desconocido. Benito sólo pudo ver sus ojos azules cuya mirada le
inspiró confianza. El hombre le detuvo con suavidad pero también con firmeza.
Le dijo que no podía avanzar más por esa ruta porque estaba cerrada por un
deslave. El hielo había tapado el camino y lo más recomendable era
regresar por donde había llegado.
Caminaron
un pequeño trecho de regreso hasta encontrar una pequeña y extraña hondonada a
un lado del sendero y se detuvieron un poco a descansar. Al pequeño Benito le cayó de perlas el receso. Después de
regular la respiración, el niño empezó a preguntar cosas. Hizo varias preguntas
que el hombre desconocido contestó con mucha paciencia. Uno de los
cuestionamientos del pequeño fue por qué cada vez había más hielo y a veces
nieve por sus rumbos, y otras ocasiones hacía calor, mucho calor. En otras
palabras, le preguntaba la razón por la cual los climas eran más extremos.
Preguntó también por la ausencia de ciertos pajarillos que antes cantaban cerca
de su ventana y visitaban los árboles de su pequeño huerto de frutales. Por qué
eran muy escasos los panales de abejas que antes se veían por todas partes.
El
desconocido poseía una voz muy amistosa, suave, quizá dulce. Poco a poco le fue
aclarando cada una de sus dudas. Le habló, en términos muy entendibles, del
calentamiento global y el cambio climático. De las terribles afectaciones
derivadas de la tala clandestina de árboles, de los gases de efecto invernadero
en la atmósfera, de los residuos químicos, de las descargas residuales en ríos
y mares, de la basura doméstica, del uso excesivo de plásticos no degradables,
de pesticidas en la agricultura, etcétera.
Al niño
le parecían muy interesantes las explicaciones del hombre del abrigo café. No
perdía ningún detalle de lo que éste decía. Parecía que hasta el cansancio
había desaparecido. Cuando ambos se percataron de ese detalle decidieron
continuar el regreso. El desconocido tomó de la mano al niño y siguieron
charlando mientras caminaban. Al pequeño se le olvidó por completo su
curiosidad de saber que hacían por ahí los hombres de los enormes camiones. La seguridad
y la charla de su amistoso acompañante le hicieron olvidar lo que le había
llevado a la peligrosa aventura de indagar sobre los hombres misteriosos.
El aire
se dejó sentir con mayor crudeza. La temperatura descendió de manera repentina,
el frío calaba los huesos. Se veían caer pequeñas hojuelas blancas como albas
mariposas revoloteando sobre sus cabezas. Era hermoso el paisaje, aunque la
sensación no lo fuera tanto. Benito empezó a sentir que no podía caminar más.
Le crujían las rodillas al doblarlas para dar los pasos. Su cara se tornó
rojiza primero y algo morada después. Ya no pudo caminar, se detuvo de pronto y
miró a su amigo eventual. Éste lo rodeó de la cintura, lo cargó entre sus
brazos y siguió caminando. El niño ya no supo más, cerró sus ojos y se abandonó
a un extraño sopor que le pareció reconfortante. Perdió la noción del tiempo.
Cuando
despertó, el clima era distinto. Sintió el amigable calorcito proporcionado por
una chimenea rústica repleta de troncos de leña seca. Estaba en su cama,
abrigado por dos cobijas gruesas y los brazos amorosos de sus padres que le
miraban con dulzura.
Minutos
después, su padre le contó que se estaba preparando para salir en su búsqueda después de ver que no estaba cerca de la casa, cuando alguien tocó a la puerta.
Al salir a ver de quién se trataba, lo encontró acostado frente a los batientes,
arropado con un grueso abrigo de color café. No había nadie cerca, lo cual le
pareció sumamente extraño pero lo que importaba en ese momento era que Benito
estaba ahí, a salvo y en casa. Nunca se supo algo de un hombre de esas
características por esos rumbos. Jamás nadie vio al hombre que describió el
niño en su historia. Únicamente se cuenta que a los pocos días se enteraron
que en el camino de la ladera, encontraron un camión cargado de troncos de
madera fina, otro más, en el fondo del desfiladero y cuatro individuos
ejecutados con disparos en la nuca.
RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO EN LA
PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y
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