Hoy
me ocurrió algo que me sacudió por completo. Es quizá un detalle nimio para
muchos pero a mí me causó un efecto demoledor. Quizá fue por la forma tan
extraña que se dieron las cosas que el impacto fue de mayor consideración. Ni
siquiera había pensado en escribir hoy mi colaboración, pero después de esto ni
lo pensé dos veces y me senté ante mi teclado a dejar salir las líneas que a
continuación les ofrezco.
La
historia inicia cuando el tablero de mi camioneta me marca que la batería de la
llave está baja y hay que reponerla pronto. Después de un lapso no muy largo y
varias encendidas de motor, dejó de marcar el mensaje que les comento, pero como
soy un tipo muy “preocupón” (dicen unos) yo digo que prevenido, decidí ir a
renovar la batería del control de mando. No vaya ser “la de malas” y en el
momento menos indicado se agote y me pueda causar un desaguisado. Para qué les
cuento lo que pensé de aquellos que dirían “no pasa nada, la batería te va durar
muchos meses más”. Simplemente decidí lo que era mejor para mí e incluso para
todos y fui a arreglar ese asunto.
Como
suponía que la batería o pila, como suelen decirle comúnmente, es similar a la
que utilizan los relojes, decidí ir precisamente a una relojería. No hubo
ningún problema en recordar y decidir que la ideal sería la Joyería y Relojería
“Ónix” que se ubica al interior de la Plaza Álica o más fácil decir que allá
por los dominios de la tienda Ley. Dicha negociación (la relojería) tiene una
tremenda antigüedad que se remonta (lo que yo recuerdo) a más de treinta años,
muchos de ellos en esa zona, aunque me parece recordar que inicialmente estaba
por la parte exterior de ese consorcio comercial.
Ahí
estoy en el negocio mencionado, esperando que terminen de atender al cliente
que me antecede, lo cual fue muy rápido, sigo yo. Me atiende una adolescente
quien solo es la intermediaria y pone mi accesorio en manos de un jovencito, ya
mayor de edad, cuyo rostro me hace recordar a mi viejo amigo, el propietario
del establecimiento. Todo fue tan rápido. Esta es más o menos la conversación:
—Señor,
¿Le pongo la pila más cara, la original? Tengo más baratas, hasta de sesenta
pesos. Pero la de ciento cincuenta es la que el Ford trae de fábrica.
—Por
supuesto. Ponle la original, no importa que sea más cara. Más vale gastar unos
pesos más pero que dure y funcione más —le dije al sonriente muchacho—,
mientras le pagaba y él me daba mi cambio. Muchas gracias, me saludas al señor,
al propietario, siempre me había atendido él, supongo que es tu papá.
—Mi
papá murió hace tres meses, señor —me dijo el joven—, mientras su semblante se
ensombrecía levemente por un dejo de tristeza.
Todavía
me atreví a preguntar qué le había sucedido y el chico, sin titubear, me dijo
que falleció a causa de un infarto fulminante al corazón.
Me
sentí estúpido, muy apenado. Mi corazón sufrió un vuelco, un estremecimiento
sincero. Supuse que era por esa infame combinación de sorpresa funesta y la
pena que creí haber causado en el muchacho. Pensé en mi interior por qué hacía
ese tipo de preguntas, luego me desdije, por qué avergonzarme si siempre lo
hago por amabilidad, afecto y cortesía. Solo que esta vez fue la muerte quien
metió su cuchara de forma impertinente. Me mostré apesadumbrado, por supuesto
que fue una tristeza sincera, me disculpé y le di mi más sentido pésame, dije:
“lo lamento, mi amigo seguro está con Dios” y me retiré lentamente.
Permanecí
varios minutos sentado dentro de mi camioneta. No quise moverme de ahí.
Intentaba digerir ese mal rato. Sentí mucha pena por mi amigo desaparecido.
Siempre creí que era menor que yo, aunque no estoy seguro de ello. Me caló muy
hondo ese momento. Me hizo reflexionar mucho acerca de la fragilidad de la
vida, quizá por lo complicado de la escena, aunque ya he descrito ese tema en
más de una obra literaria. Pasaron por mi cabeza un montón de cosas. Pensé, con
justificado temor, en mi propia vida o en la probabilidad de una muerte
repentina y me asusté. No es que le tema a la muerte sino que me aterra la
posibilidad de desaparecer así de pronto, sin despedirte de las personas que
quieres, sin dejar “tu mundo” resuelto. Entonces el temor se esparce por toda
mi piel y, de pronto, quiero escribir ya los poemas que tengo pendientes en mi
mente, la novela de “Jacinto Cárdenas” que me han solicitado, los montones de
relatos para los niños, los cuentos o novelas distópicas para los fieros(as)
críticos literarios que no me perdonan los finales felices.
Me
angustia llevarme en la carpeta de pendientes un cúmulo de cosas, sobre todo de
esas que tienen un gran peso moral o emocional. No quiero sentir ningún rencor,
mucho menos odio, ni siquiera resquemor por aquellos y aquellas que siempre me
miraron por encima del hombro, me bloquearon o me negaron a propósito algún
justo reconocimiento, por inspirarles involuntariamente antipatía o coraje. Ni
tampoco a quienes pudieron ayudarme a subir la cuesta y no lo hicieron, eso
siempre me ha hecho más fuerte.
En
fin, ese extraño acontecimiento me hizo reflexionar muy seriamente acerca de la
fatalidad, esa tragedia que rompe sin misericordia los paradigmas de la vida
feliz. Me sentí triste por mi amigo fallecido, por el profundo dolor heredado a
su familia, el peso de la ausencia y por la sorpresiva que puede ser la vida,
la muerte o ambas.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.