Había una vez un reino muy próspero en
un país lejano y sus moradores eran muy felices. Con mucha frecuencia
organizaban festejos multitudinarios que denominaban ferias. En ellas se
reunían prósperos comerciantes, artistas populares, malabaristas, bufones y
grupos musicales que alegraban las tremendas tertulias plenas de canciones y
vinos de buena calidad. Eran auténticas romerías en las que se exhibían
llamativas mercancías, animales domésticos, alimentos, bebidas y un sinfín de
utensilios.
Las ferias duraban dos o tres semanas
y tenían un gran éxito económico. Todos salían ganando y no había ninguna
objeción en entregar el diez por ciento de sus ganancias al soberano.
El rey Melesio Nosolo, tenía fama de
ser comprensivo y justo. La mayoría de habitantes del reino y las comarcas
aledañas le profesaban respeto y pleitesía. Nadie se quejaba del monto de los
impuestos y apreciaban el trato humanitario de la familia real, integrada por
el soberano, la reina Matilde y el príncipe Eugenio, este último ya convertido
en un codiciado mancebo.
El monarca tenía buenas relaciones con
casi todos los reyes de la región. La excepción era Abundio el Cruel, un
soberano poderoso, pero de negros antecedentes. Su fama de sanguinario y
déspota era muy conocida por todos los rumbos habidos y por haber. Por doquier se
contaban historias que describían las múltiples crueldades que cometía, no solo
con sus súbditos sino con cualquiera que hiciera algo que le disgustara. Sus
castigos eran inhumanos, pero esa era la forma de impartir “justicia” entre sus
vasallos y, peor aún, entre los extranjeros.
Para el rey Melesio era ya una
obsesión congraciarse con Abundio el Cruel. Tenía años pensando cómo ser de su
agrado. Muchas personas no entendían esa obstinación y siempre se preguntaban:
¿Para qué ser amigos de ese sujeto endiablado? Si pudieran entrar en la mente
de su soberano sabrían que quería entablar amistad con él para buscar la
posibilidad de casar a su hijo Eugenio con la princesa Magdalena, la bella
heredera del reino de Argen Amla.
Después de mucho pensarlo, el
bondadoso soberano, amo y señor del reino de Aneub Amla, se decidió a buscar la
aceptación del rey de la mala fama. Preparó una carreta tirada por dos caballos
blancos, custodiada por una guardia real formada por cuatro de sus mejores
soldados. El cargamento eran bolsas de tela repletas de joyas de oro y plata,
cubiertas con una lona.
Con la venia de su majestad, partieron
los soldados en busca de su cometido. Un poco antes de llegar al cerro desde el
cual se podían ver las torres del castillo del rey Abundio, la carreta tuvo que
frenar para no atropellar a una ancianita que se encontraba en medio del camino.
Ella, mirándolos fijamente e intentando suavizar un poco su voz, les dijo:
—Buen día, jovencitos. ¿Qué llevan en
esa carreta?
—Es una carga de fango nauseabundo
para abonar los jardines del rey Abundio—contestó malicioso uno de los
soldados—mientras los otros sonreían socarronamente.
—Fango nauseabundo tendrán al final
de su camino—sentenció la viejecita.
Los soldados nunca pudieron comprender
cómo el valioso cargamento se convirtió en lodo apestoso cuando lo presentaron
al rey. Fueron condenados de inmediato y el verdugo real les cortó la cabeza.
Pasaron los meses y ante la inútil
espera de su anterior comitiva, el rey Melesio envió otro grupo de cuatro
soldados reales. Esta vez el cargamento fueron rubíes y esmeraldas.
Se repitió la escena en el camino. A poca distancia de su destino apareció la misteriosa anciana y les hizo la
misma pregunta. Esta vez los “astutos” legionarios dijeron que llevaban
estiércol, excremento de gallina para abonar las tierras agrícolas del rey
Abundio. “Excremento de gallina tendrán al final de su camino”—les dijo la
vieja, haciendo una mueca que intentaba ser una sonrisa.
Los cuatro soldados corrieron la misma
suerte al entregarle su pestilente cargamento al furioso y vengativo monarca.
Fueron ejecutados y jamás regresaron a su tierra.
Seis meses después, el príncipe
Eugenio convenció a su señor padre de comandar la comitiva real y llevarle
personalmente los regalos al odioso soberano. Él mismo seleccionó los más
grandes y exquisitos diamantes, los mejores que jamás haya visto alguien. Llegó
con sus soldados al mismo lugar donde los interceptó la extraña anciana que les
preguntó qué era lo que llevaban en la carreta cubierta y el apuesto joven
respondió con una gentil sonrisa que llevaban los más lindos y valiosos
diamantes que jamás se hayan visto, un regalo para el rey Abundio. “Lindos y
valiosos diamantes, tendrán al final de su camino” —murmuró la
anciana—sonriendo pícaramente al mancebo.
El encuentro con el rey Abundio fue de
lo más afortunado. Él estaba feliz por su maravilloso regalo, le encantaron los
diamantes. Eugenio conoció a la princesa Magdalena y se enamoraron a primera
vista. Pronto se reunieron las familias reales, concertaron la boda que fue un
gran acontecimiento al que asistieron todos los habitantes de ambos reinos. Con
la colaboración fraternal de los dos reinos, ambos lograron vivir en la riqueza
y la armonía. La feliz pareja tuvo una hermosa niña y vivieron felices para
siempre. La moraleja de este cuento es: “La verdad es más valiosa que la
mentira”. Si dices la verdad tendrás siempre mejores posibilidades de terminar
bien al final de tu camino.”
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.