Una de
las grandes satisfacciones que puede tener un comunicador en su columna semanal
es poder complacer la solicitud de un lector, ese es el caso de esta semana.
Uno de los más leales seguidores de mis textos pidió por la vía del correo
electrónico que en esta edición escribiera un relato. De hecho no especificó el
tema, tan sólo pidió una historia y es justo lo que le brindaré. Dejé volar con
absoluta libertad mi imaginación y lo primero que llegó a mi mente es lo que a
continuación ustedes podrán leer:
«Rosaura
era la vecina que vivía como a dos viviendas de mi casa paterna. Desde muy
joven se casó y se fue a vivir a Guadalajara ya que su esposo era nativo de esa
ciudad y trabajaba en una fábrica de aparatos electrodomésticos de una marca
muy reconocida que no se puede decir el nombre sin el riesgo de que me cobren el
comercial. La mamá de ella era doña Panchita, una señora de mucha edad que tenía
otros dos hijos, el mayor de ellos se llamaba Othón y no vivía con ellos desde que
se casó y se mudó a un pueblo cercano donde se dedicó a la industria
restaurantera (se oyó rimbombante, en realidad puso un pequeño changarro donde
vendía algo de comida). El otro hermano era Fernando, el más pequeño de los
tres, y mucho mayor que yo que tendría unos diez años cuando mucho cuando
ocurrió esta historia.
El
barrio donde vivíamos era maravilloso. La calle era de tierra ni siquiera tenía
piedras en ese entonces, era muy planita y una delicia para jugar. Corríamos
como gamos, jugábamos beisbol, futbol, a los trompos y canicas, entre otros
juegos que escapan de mi memoria. Fernando era de los jóvenes más grandes y
fuertes por eso siempre lideraba los equipos que se armaban entre los plebes
del barrio. Era el más veloz de los muchachos de la cuadra, el único que sabía
nadar y trepaba como un auténtico chango los cocoteros del abuelo, en fin era
un atleta consumado aunque no era muy bueno para la escuela, pero a sus seguidores
y coequiperos eso era lo que menos
nos importaba.
Una de las aficiones favoritas de todos los
chicos del barrio era ir a bañarnos al río. Generalmente íbamos por separado,
la mayoría con nuestras madres como típicos ayudantes para cargar ropa o algún
utensilio como la batea o las grandes bandejas o palanganas que usaban en sus
faenas y aunque siempre incluía remojón en el río no podía nunca compararse con
ir con la pandilla, pues entonces sí había juegos, chapuzones, clavados,
competencias y mucha, mucha diversión.
Invariablemente Rosaura visitaba a su mamá en los
tiempos de vacaciones de verano. Todos los del barrio sabíamos que ella estaría
en esa casa de la esquina y que las costumbres iban a variar, al menos para
Fernando que, por razones obvias, se convertía en la pilmama de sus tres
sobrinos que para no cansar mucho al cerebro les nombraré como Hugo, Paco y
Luis. (Ups, que creativo).
Era evidente que los tiempos de vacaciones no
eran tan divertidos sin el acompañamiento de Fernando en nuestros juegos pero
era muy entendible que si veía a su hermana y sus sobrinos cada año pues tenía
que dedicarles la mayor cantidad de tiempo posible. Así veíamos a nuestro líder
de juegos en su papel de niñero oficial de sus sobrinos. No era nada del otro
mundo porque a veces participaban con
nosotros en algunos de los juegos más simples, también iban a muchos lugares que
íbamos nosotros. Únicamente había un sitio a donde no podía llevar a sus
sobrinos, un sitio que era tabú: el río.
La hermana de Fernando le tenía estrictamente
prohibido que llevara a sus hijos a bañarse al río. Siempre manifestó esa
limitación en sus programas de diversión vacacionales. Al principio no sabíamos
de donde sacaba esa extraña aversión a que sus hijos visitaran un lugar que a
todos nos parecía de lo más divertido. Tardamos mucho en averiguarlo y la forma
fue tan terrible que duele de sólo recordarlo. Cuando uno es un niño no puede
entender ni las fascinaciones, ni las fobias y las filias que la gente adulta
puede tener pero cuando ya eres una persona mayor comprendes todo con una
increíble facilidad. La magia de la vida y sus intrincados recovecos son como
luminosos letreros que se ven a la distancia. Se puede decir que se aprende a
través de la vida misma, de las experiencias que vives, las buenas y las malas. De
cada una de las cosas que te suceden obtienes una enseñanza que se queda
contigo y atesoras como algo valioso y muy útil. Se puede decir que todas tus
vivencias son el mejor bagaje que puedes llevar en tu viaje por la vida misma.
A veces resulta muy duro aprender las lecciones
que la vida te da, ese fue el caso de Fernando. Jamás quisiera haber estado en
su lugar porque aprender de esa manera es sencillamente aterrador y doloroso.
Por supuesto que es más doloroso aun cuando sabes que no fue un acto de
rebeldía sino una decisión impensada, atrevida, irresponsable y aventurada. Ese
día no estaba Rosaura, los niños se quedaron bajo el cuidado de doña Panchita y
obviamente de Fernando. En un descuido de la señora, el joven tomó a los tres
niños de la mano y salieron del (hasta ese momento) feliz hogar y se perdieron
un par de horas. La noticia corrió como reguero de pólvora los tres niños
murieron ahogados en las traicioneras aguas del río del pueblo. Lo que se
pretendía que fuera una divertida escapada en una tarde gloriosa se convirtió
en una de las tragedias más recordadas, sobre todo por los que la vivimos de
cerca. Sin duda una lección que jamás olvidará Fernando. Una cátedra muy
fatalista que cambió la vida de aquella familia. Rosaura no volvió a dirigirle
la palabra a su hermano y jamás regresó al pueblo. La viejecita Panchita se
apagó poco a poco por el cúmulo de penas y en poco tiempo alcanzó a sus nietos
en el cielo»
¿Usted sería capaz de olvidar algo así?
RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA
SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com
.- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.