JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
"Gemelos Idénticos"
La
infancia de los gemelos Martínez era de lo más normal, de lo más típico que
podría ser en esos lugares alejados de las ciudades desarrolladas. El pueblo en
que habitaban estos gemelos idénticos, que por una rarísima excepción, nacieron
de sexo diferente, era uno de esos que hay muchos en la geografía rural
mexicana, por ello no tendría ni caso darle un nombre. Pero recordando un
comentario de un asiduo seguidor que le gustan mucho los nombres de pueblos en
mis historias, optaré por llamarle “San Agapito de Las Iguanas”.
La
familia Martínez López, estaba formada por don Pedro, doña Evarista, el
primogénito, del mismo nombre del padre, y los gemelos Julia y Julián. Su
condición económica no era muy buena pero tampoco era la familia más pobre
(Eso, porque había mucha competencia). El jefe de la familia era vaquero y su
esposa, ama de casa. Apenas tenían lo suficiente para sobrevivir pero no
morirían de hambre. Los niños vivían felices, adaptados a las arraigadas
costumbres de esos pueblos donde predominaba el machismo. El hombre a su
trabajo para realizarse como un buen proveedor, la mujer a las labores propias
del hogar, el niño a la única escuela del pueblo y la niña a ayudarle a su mamá
en la casa, haciendo cosas sencillas, mandados, sacudir, lavar los platos,
entre otras. Así transcurría la vida en esa localidad. La historia diaria de
“Los Martínez López” era la misma de las demás familias.
Nada
cambió durante los siguientes años, la misma pobreza, las mismas rutinas, la
misma insistencia de Julia a su papá, pidiéndole que la inscribiera en la
escuela. No había un día del año que no le hiciera la misma petición, el mismo
ruego, sin éxito alguno. Pero Julia, además de muy inteligente, era una niña
de mucho carácter. A su modo, ella sabía que no debía quedarse en ese pueblo
toda su vida. Siempre había soñado ser como esas muchachas que vio en una
película. Preparadas, limpias, bien vestidas, participando en la vida de la
sociedad como cualquiera de los muchachos que también aparecían en la cinta.
Entre las nubes de sus sueños se veía como una doctora eminente que salvaba
muchas vidas y era adorada por todas las personas. A veces era una profesora
que enseñaba a cientos de niños a superarse y ser alguien en la vida. En otras
ocasiones, una científica que descubría medicamentos nuevos que curaban el cáncer,
algunas hasta se imaginó como diputada o senadora (esa vez tuvo pesadillas).
Don
Pedro (el papá de Julia tenía nombre de brandi) un hombre recio y testarudo
jamás admitió siquiera la mínima esperanza para que esa niña realizara esos
“sueños guajiros”, como él los llamaba. A regañadientes envió a Julián, su hijo,
porque le insistió su compadre Melitón el abarrotero, ya que éste quería que el
chamaco se enseñara a leer y escribir, pero sobre todo a “sacar cuentas” para
que trabajara en su tendejón. Soñaba tener alguien a quien explotar (perdón, a
quien ayudar).
Por
las tardes, Julia visitaba a hurtadillas a la maestra Consuelo, que era su
vecina. Había encontrado en aquella bondadosa mentora a la cómplice perfecta.
Ella, a pesar de vivir en ese pueblo atrasado, era de una mentalidad avanzada,
libre de pensamiento y consciente de los derechos de las mujeres. Era la aliada
ideal para avivar los sueños de la
inteligente niña.
Jamás
justificó, por ningún motivo, la discriminación que, el arreador de vacas (así
lo llamaba despectivamente) hacía entre el niño y la niña. Para aquel hombre
bruto, solamente en sus rostros eran idénticos sus hijos gemelos.
La maestra Chelo, como le decía cariñosamente la niña, se convirtió en su
protectora. A escondidas le enseñó a leer y escribir y muchas cosas útiles más.
Incluso su aprendizaje fue de mayor calidad que el de su hermano y los demás
alumnos. Lo único que les preocupaba a ambas era el momento en que fueran
descubiertas por el padre de la niña. Ambas sabían de lo que sería capaz de
hacer el hombre rudo en un arranque de ira. Esa velada amenaza fue la razón por la cual la
profesora elaborara, desde hacía tiempo, una especie de protocolo de protección
que se activaría en el momento preciso que eso sucediera. Este planteamiento
consistía en mantener el contacto con su hermana Dolores y su esposo Rubén,
quienes vivían en la ciudad. En caso de que la niña estuviera en peligro, una
persona del pueblo, incondicional de la maestra, llevaría de urgencia y en
secreto a Julia, para dejarla con el matrimonio aliado.
El
destino deslizó los dados y todo sucedió como estaba previsto. Fueron
descubiertos y en un abrir y cerrar de ojos la niña desapareció del pueblo. La
buscaron sus papás en sitios cercanos, no tenían los recursos para buscar en la
ciudad. Julia Martínez se escapó de San Agapito cuando contaba con catorce años
de edad. La mayoría de personas, incluido su papá, se quedaron convencidos que
se había “huido” con el novio, ya que a esa edad era muy frecuente que las
chamacas hicieran eso. Pronto se olvidó el asunto.
Transcurrieron
quince años y de pronto algo rompió la monotonía del viejo pueblo. Se anunciaba
la visita, por primera vez en la historia, del Subsecretario de Educación
Pública del gobierno federal. Todo era algarabía en las calles empedradas.
Varias clases de papeles ornamentales colgaban de mecates de tendedero, la
gente iba y venía, hasta que el delegado municipal logró organizarla en la
plaza principal. Entre la muchedumbre se encontraban don Pedro Martínez y su
señora esposa doña Evarista (ésta no estaba lista), el hijo mayor, que frisaba
los cuarenta y Julián, de idéntica edad que su gemela. A la mayoría
poco les importaban las cuestiones de gobierno y la política, estaban ahí por
mera curiosidad y por ver si les tocaba algo de lo que pudieran dar por
arrimarse.
Todos
se quedaron atónitos, mirándose unos a otros, cuando el de la voz en el
micrófono, presentó a una funcionaria y no un funcionario como habían creído, era
la Maestra en Educación Julia Martínez López, flamante SUBSECRETARIA FEDERAL. Todos
aplaudieron, por un acto reflejo, pero cuando alguien gritó: “Es Julia, la
gemela, la hija de Don Pedro y Doña Evarista”, todos guardaron silencio. Se
podía escuchar el zumbido de una mosca. Parecía que así se quedarían toda la
tarde, hasta que de pronto la familia Martínez López en pleno, empezó a
aplaudir estruendosamente. Enseguida, la plaza se llenó de alborozo, todos
vitoreaban a la mujer que volvió triunfante después de escapar de aquella terrorífica
prisión, aquella que rompió las cadenas de la ignorancia y la sumisión. Aquella
mujer valiente que enfrentó a todo y a todos por cumplir el sueño al que todas
tienen derecho. Ahí quedó para siempre esa lección de valor y dignidad.
A
partir de entonces ya no se le conoce a San Agapito como de las iguanas sino de
la igualdad. Julia hizo lo necesario para que todas las niñas pudieran ir a la
escuela. Se fundaron varios planteles más, de todos los niveles. Se creó el
“Instituto de la Mujer” y ese pueblo macilento y olvidado, llegó a ser un
ejemplo en la región.
(Escribí esta
historia en conmemoración del “Día Internacional de la Mujer”)
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