El viaje había sido muy tranquilo
hasta ese momento. La familia Rodríguez viajaba a bordo de un coche de modelo
muy atrasado aunque en buenas condiciones, un Chevrolet Impala modelo 1963. El
motivo del viaje era llegar a San Juan del Monte, un pueblito pintoresco del
occidente de México.
Pedro y Susana solo tenían una hija,
Rosaura de siete años, quien viajaba dormida en el asiento trasero del
vehículo. Él había manejado más de seis horas continuas y el cansancio empezaba
a hacer estragos en su cuerpo. Ella cerraba intermitentemente sus ojos,
contagiada por los insistentes bostezos de su marido. Tenían que cruzar ese inhóspito
paraje para poder llegar al hermoso valle donde se asentaba el pueblo que era
su destino. Siguieron avanzando durante un rato hasta que de pronto…
Un macabro rechinido de llantas, un
grito lleno de angustia y en un instante el carro salió del camino y enfiló
hacia el profundo desfiladero. La luminosa tarde, recién vencida por los grises
pronunciados de la noche, vio rota su quietud por el desconcierto, la sorpresa
y los gritos de los pasajeros, incluida ya en la escena la pequeña que adormilada
lloraba sin saber qué estaba pasando.
El hermoso coche empezó a dar tumbos
de manera estrepitosa, girando a diestra y siniestra entre árboles y arbustos
hasta impactarse con el tronco leñoso de un cedro que detuvo su loca travesía.
Enseguida el silencio se apoderó de la escena por un prolongado momento.
La oscuridad hacía más tétrica la
escena. Por fortuna, la luna aportó una tenue luz que asomaba indiscreta entre
las copas de los árboles. La niña miró con detenimiento a sus padres que
permanecían inmóviles. Un pequeño vuelco en su estómago fue el indicador que
algo muy grave había pasado. La inexpresión de sus rostros ensangrentados y la
inmovilidad de sus cuerpos le indicaban a su inocencia que algo terrible les había
sucedido. Perdió la noción del tiempo y como pudo se incorporó. Tocó las manos
y caras de sus papás y las sintió frías y rígidas. El tono de su piel le hizo
saber que ellos no podrían ayudarla jamás.
El coche estaba destrozado, ninguno de los
cristales estaba completo. Sabía perfectamente que estaba sola en medio de la
oscuridad, en el fondo del barranco y, sobre todo, que era tan solo una niña
desamparada. Empezó a imaginar las cosas que podrían suceder en aquel rincón
boscoso. Tal vez habría lobos o coyotes hambrientos que devoraban a las
personas, como lo vio en alguna película. Dudó unos instantes si se quedaba
ahí, dentro del montón de fierros retorcidos, que le daban una relativa
protección o salía a buscar el camino para esperar que pasara algún vehículo
que la llevara a casa de sus parientes en el pueblo al que se dirigían.
Muerta de miedo y frío se decidió a
salir y buscar la ruta a la salvación. Entre el galimatías del trágico
escenario, tuvo la suerte de encontrar una lámpara de baterías que siempre
llevaba su papá. Como pudo la encendió y salió por una de las ventanas. Dando
tumbos, sintió el crujir de la hojarasca debajo de sus pies y sobre su cabeza las
fantasmagóricas siluetas de los árboles que se recortaban amenazantes en los
destellos de la luna. Para colmo, empezaron a escucharse los aullidos de los
depredadores nocturnos y el miedo se apoderó de sus sentidos. Se hincó en medio
de la penumbra y pidió a Dios por su vida. Desde el fondo de su corazón salió
aquella infantil plegaria que estremeció el pesado silencio de la noche.
—“Diosito, te quiero mucho. No sé por
qué suceden las cosas, menos entiendo por qué estoy aquí si ya te llevaste a
mis papás. ¿Me voy a morir también? ¡Ah, ya sé! Me van a comer los coyotes y
quedarán mis huesitos aquí en el bosque. ¿Seré una calaquita que vagará en las
noches? Bueno, tú sabes lo que haces, si no me quieres ayudar ni modos, no me
enojaré contigo. De todos modos te voy a querer siempre”.
El pequeño haz de la linterna se movía
erráticamente entre las tinieblas, pero siguió ascendiendo por la áspera
ladera. El temor subió de nivel cuando escuchó el ruido de unas ramas que se
quebraron. Ya no quedaba más que esperar el ataque feroz del animal que seguramente
la acechaba. Cuando sintió la cercanía de la bestia nocturna, cerró sus ojos
infantiles esperando el final.
Dios había respondido a su plegaria,
en vez de una bestia feroz estaba ante ella un rostro humano que le sonreía amistosamente.
Era una joven alta, de piel morena y blancos dientes que destellaban en la
noche. Su presencia apaciguó sus miedos y el cansancio desapareció. La cargó
con suavidad y juntas subieron la cuesta. En el camino estaba el coche blanco
de la chica. Subieron y en poco tiempo estaban en el pueblo. La bella joven
dejó a la pequeña a la puerta de la comisaría y se alejó con rumbo desconocido.
No importaba eso, finalmente ya estaba a salvo.
Cuando el comisario abrió la puerta,
vio a la asustada niña y la hizo pasar a la cálida oficina. Le sirvió chocolate
con pan. Le dio confianza y seguridad para que le contara lo que había sucedido
y por qué razón estaba ahí sola en medio de la noche. Rosaura hizo un detallado
relato del accidente. El policía le aseguró que no debía temer nada, que se
encargaría de llevarla con su familia. La niña asintió con la cabeza mientras
sus ojos curiosos recorrían el muro de la oficina lleno de fotografías. De
pronto, su mirada se detuvo en una de ellas. De inmediato le dijo al comisario
que ella, la de esa foto, era la chica que la rescató y la llevó hasta ese
lugar. El hombre se quedó petrificado. Sus ojos se llenaron de ternura y abrazó
con fuerza a la niña. No le dijo nada. Cómo iba a decirle que era la fotografía
de una muchacha que murió en un accidente en el camino que llevaba a ese
pueblo. Cómo explicarle que el automóvil blanco y su cuerpo quedaron en el
fondo del barranco, que seguramente era el mismo que la niña acaba de
describir. No, no le dijo nada. La abrazó de nuevo, se persignó y le dedicó una
amorosa sonrisa. No cabía duda que esa niña tenía un maravilloso ángel de la
guarda.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.