Había
hace muchos años un pueblo llamado San José del Progreso. Era un lugar muy
próspero a pesar de estar enclavado en una región muy lejana e inhóspita. No
era una localidad muy grande, pero sí muy poblada. La razón era que en el río
que bordeaba el pueblo se ubicaban las vetas de minerales preciosos más
importantes de la región.
Desde
que se dio a conocer la noticia que en el río se encontraban sin mucha
dificultad las pepitas de oro más grandes y valiosas que existían en esos
tiempos, se generó una movilización exagerada de gambusinos que llegaron con la
ilusión de hacerse ricos de la noche a la mañana.
Los
pobladores originales del pueblo no vieron con buenos ojos la llegada de esas
hordas que crearon inquietud e inestabilidad social. Uno de ellos fue don
Crescencio Cervantes, el concejal y fundador de aquel antiguo asentamiento. Él
y su esposa, doña Margarita, siempre fueron impulsores del orden, el trabajo,
la disciplina y la paz. Se podría decir que habían logrado mantener un clima de
armonía entre los ciudadanos, eso hacía que vivieran felices hasta entonces.
Todo cambió cuando los buscadores de oro llegaron y se aposentaron en las pocas
casas vacías. Los que no lograron hacerlo, improvisaron sus chozas a las
orillas del pueblo, cerca del cauce del río.
Aunque
llegaron algunas familias decentes que buscaban mejor calidad de vida, la gran
mayoría eran aventureros de vidas disipadas que empleaban el dinero obtenido
para costear sus vicios. Esa penosa cuestión pronto se notó y la paz que se
respiraba se fue perdiendo. Empezaron los escándalos, las riñas, la
prostitución. El vicio se enseñoreó del otrora tranquilo pueblo y pronto se
suscitaron hechos sangrientos entre los ebrios fuereños, llegando a las
lesiones y los asesinatos.
A pesar
de que había muchos borrachos escandalosos y agresivos, la situación podía ser
controlada por el eficiente concejal, pero quienes los lideraban y los inducían
al mal camino eran los hermanos Contreras, Pancho, Gerónimo y Abel, verdaderos
demonios, hijos del vicio y la ambición desmedida. A pesar de la súbita
invasión, la vida no era tan hostil en el pueblo hasta que llegaron esos
auténticos depredadores. Se perdió toda esperanza de rescatar la paz social.
Don Crescencio habló en muchas ocasiones con los tres hermanos y solo encontró
la burla y la humillación como respuesta. No hicieron nada en contra de él,
porque sabían del respeto que la gente le tenía y no quisieron echársela encima
y hasta ahí llegó el asunto.
La
situación se fue agravando con el paso del tiempo y se tornó insoportable. Eso
lo sabían muy bien las personas decentes que sufrían con el drástico cambio por
el auge del oro. Sabían que debía hacerse algo para resolver ese problema
ocasionado por los villanos que les arrebataron la paz.
Hubo
varias reuniones en las oficinas del concejal Cervantes. Los vecinos más
decentes y más decididos hablaron con la querida pareja, tratando de encontrar
una solución definitiva al problema. La prudencia les indicaba que no debían
enfrentarse a los hermanos Contreras, la violencia solo sería favorable a estos,
acostumbrados a los peores escenarios. Para vencerlos a ellos y su camarilla cercana había que
utilizar la inteligencia, así que fraguaron un plan con una idea expuesta
brillantemente por doña Margarita. Después de ponerse de acuerdo había que
mantenerlo en el más absoluto secreto.
Fueron
las mujeres las que tuvieron una participación más activa en el desarrollo del
plan. A varias de ellas, las más hacendosas, se les vio organizándose para
preparar un convivio. Se trataba de invitar a los hermanos Contreras y a la
docena de esbirros que les apoyaban. Fue don Crescencio quien, asumiendo una
actitud humilde, se presentó en la choza de esos truhanes para decirles que
había organizado una comida en su honor con el propósito de desagraviar su
actitud, que quizá no fue muy amable anteriormente y que tal vez hasta pudieran
negociar algunas cosas con ellos y sus hombres.
Los
bravucones sonrieron burlones al escuchar las palabras del concejal. Se
sintieron vencedores y halagados al ver su
actitud sumisa. Aceptaron la invitación y se prepararon para disfrutar
de la prometedora comilona, imaginando que habrían también de paladear algunos
vinos exquisitos.
Se
llegó el sábado, día del convivio por la “paz”. Todo se veía normal. El patio
de la concejalía lucía pulcro y la amplia mesa cubierta con el blanco mantel invitaba
a disfrutar las ricas viandas que seguramente prepararían para ellos. Solo
estaban en el evento los hermanos y sus “doce apóstoles”. Había tres mujeres y
dos hombres. Ellas servían las quesadillas de hongos y la sopa que preparó especialmente
doña Margarita y los hombres los vasos llenos de fino mezcal que los
“distinguidos” invitados bebían con fruición. Don Crescencio acompañaba en la
cabecera de la mesa a los matones, mientras que en la calle había varios
hombres parados cerca de un tractor con un remolque de redilas estacionado
cerca del lugar.
Así
pasó la tarde y llegó la noche con su oscuro manto. Después de ese día, nadie
volvió a ver en el pueblo a los malandrines ni a sus jefes, los hermanos
Contreras. Muchos dicen que se pelearon con otros gambusinos y se marcharon
llevándose el oro de los vencidos. Otros dicen que eran tan malvados que se
“los llevó el diablo”. En los pueblos la gente es muy dada a inventar cosas, y
qué bueno que así sea. Lo que cambiaría mucho la historia, sería que todos
supieran que doña Margarita era una mujer experta en el conocimiento de los
hongos y hierbas silvestres. Sabía distinguir muy bien entre los hongos
comestibles y los venenosos. De esa manera, ella podría evitar que alguien
pudiera morir por equivocarse al elegirlos. Después de que desaparecieron los
malos del cuento, los moradores del pueblo vivieron felices para siempre.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
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