Escuchaba con mucha curiosidad el golpeteo de
algún artefacto metálico sobre el batiente de la puerta de la casa del abuelo.
Un inusual ajetreo me hacía pensar que algo importante estaba por suceder. No
sabía con exactitud si lo que estaba por ocurrir era algo malo, aunque me
inclinaba a creer que no era nada bueno, por la seriedad que reflejaban los
rostros de mi mamá y demás familiares que iban y venían con cierto
apresuramiento.
Mi edad no me permitía saber a ciencia cierta
que estaba sucediendo, pero veía con asombro que mis abuelos cargaban botellas
de agua y unos paquetes de galletas de animalitos. Mis tíos, mucho mayores que
yo, se encargaban de llevar unas cajas de cartón que contenían no sé qué tantas
cosas. Además cargaban unos tambaches de ropa bien amarrados, cuyo nudo se
cruzaban sobre el hombro para cargarlos. Todos esos objetos eran trasladados a
la casa de la esquina, la casa de Don Tiburcio, cuya banqueta era de las más
altas de la calle y de la colonia donde viví aquellas extrañas pero muy
emocionantes aventuras.
Al ver las dos hileras de ladrillos rojos que
taponeaban la entrada de aquella vieja casa y que mis familiares acarreaban
velas de parafina y algunas "cachimbas" de petróleo, llegaron a mi
cabeza las imágenes de algo que ya había presenciado en mis escasos años de
vida, el río pasaría a visitarnos por nuestra calle.
La casa del abuelo era muy vieja, de las
típicas de aquellos años, bueno al menos de las típicas casas de los típicos
pobres. Un terreno muy extenso pero una casa muy pequeña. Una habitación cuyas
paredes eran aún de los denominados adobes de barro, con un techo de palma,
también de la típica palma de la región. La pequeña cocina, también techada en
palma, cuyas paredes eran unas de lodo y otras como una especie de persianas verticales
hechas de tiras de carrizo amarradas con mecate.
Las hornillas moldeadas en barro puro, del
lodo de aquella tierra bendita y unos comales de disco de "rastra"
agrícola, una desvencijada mesa y dos sillas con asiento de palma tejida,
formaban el pobre menaje de aquel santuario de la gastronomía.
Ya había sucedido algo como aquello que
estaba pasando. Yo recordaba, aunque vagamente, haber tenido que pedir asilo en
alguna casa cuya banqueta nos permitiera ver pasar el agua del río sin
mojarnos. Para cualquier niño era muy divertido tener su propio balneario a la
puerta de la casa. Por supuesto que no medíamos el peligro que significaba
aquel fenómeno, ni podíamos percibir la angustia de nuestros padres, mucho
menos los terribles daños materiales que dejaba el agua a su paso.
Quizá derivado de las experiencias anteriores
no nos percatábamos del peligro inminente. Me refiero con esto a las anteriores
inundaciones que mi memoria registra. De aquéllas aún recuerdo, casi como un
cuento, que era muy emocionante jugar en el agua. En el patio de la casa del
abuelo, lleno de ejemplares botánicos, era una delicia jugar, cuando el agua
entraba rasamente a su rústico huerto familiar, sólo bastaba un poco de
imaginación para situarse en medio de una inexplorada y misteriosa jungla. El
agua hacía una caprichosa vuelta hacia la parte más baja del terreno, semejando
una profusa cascada que remataba en un caudaloso río que en mi pueril delirio
confundía con el Amazonas.
Era un escenario mágico, extraordinario. Un
sitio perfecto para el juego imaginativo. Las múltiples variedades de flores,
aun estando anegadas, le daban un toque de magnificencia al escenario. Una vez
que se iba depurando la corriente de agua, que el lodo se iba asentando, se
podía ver todo lo que había arrastrado desde sus cauces originales y aún de
latitudes más lejanas, más serranas.
Una de las cosas más atractivas de las inundaciones
era la pesca de "puyeques", unos peces medios bobos que incluso
llegué a pescar a mano limpia o mano pelona como dicen
en el rancho. Después que pasaba la
parte más drástica del asunto, muchos de los niños y no tan niños de entonces
nos íbamos sobre esos peces que eran muy fáciles de atrapar, al grado que
podíamos llenar cubetas. Cuando el agua descendía se quedaban casi enterrados
en el lodo.
Claro que no todo era miel sobre
hojuelas. Así como nos divertimos mucho en nuestro papel de habilidosos
pescadores y exploradores de junglas, también tuvimos nuestros malos ratos. De
los que a mí me sucedieron, recuerdo una cortada en el pie, agarrar un sapo en
lugar de un "puyeque", un buen susto con una víbora que me tocó el
pie y varias caídas en las que quedé lleno de lodo, con la correspondiente
"cuereada" por parte de mi justiciera madre.
Intento recordar las cosas buenas, traer a
escena los mejores recuerdos de aquellas épocas, pero a pesar de mi corta edad,
no pasó desapercibida aquella tremenda inundación, en el mes de septiembre de
1968, en el que los municipios de Tecuala y Acaponeta sufrieron daños severos. Esa
ocasión los niveles del agua fueron muy considerables. Para variar, recuerdo
que estaba en la misma casa que siempre nos servía de refugio, aunque esta vez
no había sonrisas, incluso había gente en las azoteas, el agua arrastraba todo
lo que se le ponía enfrente. Nunca había visto que las corrientes bramaran con
tanta furia. No podría definir cuál era el sentimiento que me embargaba, sólo
recuerdo que me asusté mucho cuando vi que muchos animales domésticos eran
arrastrados y tragados por la corriente. Gallinas, cerdos, perros y demás, eran
devorados por la inmisericorde avalancha acuática. También se perdieron muchas
cabezas de ganado.
Luego me enteré que muchas personas perdieron
parcialmente su patrimonio familiar, otras totalmente. Mi familia se contaba
entre las primeras, afortunadamente. Claro que hoy me pesa haber perdido
documentos que acreditaban mi aplicación escolar de aquellos tiempos, así como
muchas fotografías de mi infancia. Pero comparado con otras familias creo que
fuimos muy afortunados.
Hoy las cosas han cambiado. Tanto Acaponeta,
como mi querido Tecuala, cuentan con un bordo de protección, aunque nunca se
sabe hasta qué grado es suficiente esa medida. En parte porque falta invertir
en infraestructura que pueda prevenir desastres de esa magnitud y en parte
porque la naturaleza amenaza con cobrarnos en cualquier momento la factura, por
tantos atentados, daños y perjuicios que le hemos ocasionado.
Espero que en nuestro futuro no tengamos
tragedias que lamentar y todo quede en contar anécdotas cómo éstas que hoy les
ofrezco, atendiendo la solicitud de un amable lector, fiel seguidor de esta
modesta columna.
RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA
PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.