JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
María
se sentía angustiada. Ya era más de mediodía y aún estaba en camino a casa de
sus padres. Salió cargada de regalos, desde la noche anterior. El motivo era
más que poderoso, se trataba de pasar con ella el día de las madres.
Las horas le parecían más largas que la fila que se formaba en la tortillería del pueblo cuando su mamá la enviaba a comprar antes del desayuno. Ella vivió muchos años en esa alegre y campirana localidad donde tuvo una infancia inmensamente feliz. Ahora, regresaba a la casa paterna después de muchos años de estar viviendo felizmente casada en la ciudad.
Le ilusionaba regresar a esos lugares donde tuvo una vida encantadora. Le hubiera gustado ir acompañada de su esposo José y de Evangelina, su hija de seis años, pero no fue posible por razones de trabajo y de escuela, respectivamente. Ni modos, se había ido ella sola a pasar unos dos o tres días con sus papás, aprovechando esa fecha tan especial.
Ya había amanecido y, según sus cálculos, todavía faltaba más de una hora para llegar al municipio donde se ubicaba el pintoresco pueblo al que viajaba. Se asomó por la ventana del autobús y vio una aglomeración adelante. Era como si un vehículo se hubiera descompuesto o sucedido algún percance. No le dio mucha importancia, al fin y al cabo, que más le daba esperar un poco más. Esos detalles eran muy comunes en esos caminos.
Unos minutos después se acercó un hombre al camión y les dijo que había sucedido un accidente un poco más adelante. Por su atuendo, parecía ser de la compañía de autotransportes en la que viajaba. Les dijo que estaban intentando despejar la carretera pero era una maniobra muy difícil porque estaba bloqueada por dos autobuses de pasajeros que habían colisionado de frente. Deberían tener paciencia o en su defecto, caminar hasta el lugar del accidente y, del otro lado, había vehículos para trasladarlos a sus lugares de destino. Fue entonces cuando María decidió actuar:
—¿Disculpe señor, de cuánto tiempo calcula la espera para poder continuar el viaje?
—Pues, sin exagerar, yo creo que tardará más de dos horas porque apenas le avisaron a la grúa que va a retirar las unidades chocadas. El accidente fue muy grave, hay varias personas fallecidas.
María hizo un gesto de angustia y decidió caminar hasta donde se encontraban los camiones de relevo, no sin antes cargar su costalito donde llevaba los regalos para su madre y la pequeña maleta que constituía todo su equipaje. Ya estaba muy cerca de su pueblo natal y esperar más de dos horas no le pareció lo más apropiado.
No quiso ver a detalle la escena dantesca del choque. Al parecer fue un siniestro más catastrófico de lo que pensó en un principio. Caminó de prisa y se subió al primero de los autobuses que estaba del otro lado. Por fin llegaría a ver a doña Lupita, su mamá, y le entregaría los bonitos regalos que había elegido con cariño para ella. Sonrió cuando vio los árboles que anunciaban la entrada al pueblo. La casa de su mamá estaba en las primeras calles, pronto podría abrazarla efusivamente, tenía tantas ganas de verla.
El camión se detuvo chirriando sus enormes llantas y enseguida María bajó con gran entusiasmo. Ahí estaba su casa, por fin. La puerta estaba abierta y entró de una buena vez, ansiosa por ver a su madre. No se encontraba en la sala, tampoco en el comedor, supuso que estaría en el patio dando maíz a sus gallinas, como solía hacerlo a diario. Al fin divisó la conocida y amada figura. Efectivamente, estaba al fondo del patio de la casa con la mirada llorosa y perdida. A eso atribuyó María que no la hubiese visto y reconocido de inmediato. Avanzó lentamente, procurando no asustarla, pensando que no se había percatado de su presencia. Se asustó cuando se paró enfrente y ella no hizo ningún intento por lanzarse a sus brazos.
¡Mamá! —dijo con una voz que sonó como hueca o lejana—, mientras se abrazaba a la desconcertada mujer que veía al horizonte. Su garganta se oprimió cuando juntó sus amorosos brazos para apretarla contra su pecho y solo abrazó un ligero viento que soplaba lastimosamente. Su madre seguía ahí, inmóvil, de pie, viendo a la lejanía a través de unos ojos anegados por lágrimas amargas, llenas de tristeza.
María entendió lo que estaba pasando cuando vio que su maleta y el costalito de los regalos se encontraban ensangrentados, ahí tirados, en el suelo de su patio tan querido. Aquella abnegada madre lloraba la pérdida de su única hija en el accidente ocurrido por la mañana de ese infausto día de las madres. Un chofer y amigo de la familia, empleado de la compañía en que viajaba María, le dio la fatal noticia a doña Lupita y le llevó las cosas que portaba su querida hija. Los regalos llegaron a tiempo, pero ella, la entusiasta y cariñosa hija, no pudo dar el abrazo que tanto anhelaba entregar a su madre.
El espíritu de María siguió apareciéndose en aquella hermosa casa cada día de las madres. Para la sufrida madre y su esposo fue una gran tragedia perder a su querida hija. Para doña Lupita resultó más impresionante todavía porque cada diez de mayo seguirá sintiendo ese dolor aterrador, como si le arrancaran un pedazo de sus entrañas. La vida es así de caprichosa e indescifrable. La amorosa hija, solo quería darle una linda sorpresa a su madre y terminó causándole el más terrible de los dolores. Los designios de Dios son inescrutables.
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