miércoles, 5 de octubre de 2016

"El milagro del recuerdo"


JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita



"El milagro del recuerdo"


El calor de la fogata me hizo despertar sobresaltado. El aire fresco de la playa soplaba fuerte y las lenguas irregulares de las llamas crepitaban cerca de mi frondosa cabellera. Creo que fue mi instinto de conservación el que activó la imaginaria alarma en mi cabeza. Una vez que recobré la consciencia y me despabilé por completo, me puse a pensar el tremendo incendio que hubiese causado si se prende mi “ramada” (cabellera) tipo Hugo Sánchez que usaba en aquellos viejos años de finales de la década de los setenta.

Transcurrieron unos minutos para que me diera cuenta que me había quedado sólo en aquel improvisado campamento en la playa cercana a mi pueblo. De los cinco elementos que formábamos aquel temible escuadrón preparatoriano únicamente estaba yo. Ahí sentado bajo el maravilloso cielo estrellado y embelesado con el murmullo de un mar apacible y monótono.

Me quedé por un buen rato disfrutando la caricia de la brisa marina, a veces cálida, a veces fresca. En parte porque me sentí confortado por la paz que me transmitía el excelso escenario y en parte porque no tenía idea hacia donde habían ido mis locuaces compañeros de aventura. En esa parte de la playa no había bullicio, aunque se alcanzaban a escuchar las notas de la rola de Santana “Oye como va”, interpretada por algún grupo musical en el templete del “Moby Dick”, el restaurante/salón de baile más famoso de aquella época, cuyo propietario era un señor muy popular que le conocíamos como “El Mamujo” (+).

En aquellos tiempos, llegar a ese lugar era como actualmente llegar al “Four Seasons”, guardando las proporciones de la comparación, asumiendo que es como decir de lo mejor que había. Por supuesto que son parámetros muy distintos, en épocas muy diferentes. En realidad ese lugar era únicamente restaurante, que yo recuerde jamás fue posada. Lo más que recuerdo es que había unos pequeños cuartos de palapa primero y después de ladrillo, que se utilizaban a manera de vestidores y guardería de equipaje. La llegada era amplia y había espacios para estacionar tu vehículo. Enseguida una entrada a manera de arco de bienvenida con el nombre del establecimiento. Una de las atracciones era un hueso de ballena colgado en la parte interior del acceso principal, por ahí donde estaba la barra, con las hieleras de cemento repletas de cerveza y refrescos.

Cruzando la entrada estaba la inmensa pizarra de cemento, con mesas y sillas en los costados, ya que la parte central de la misma era precisamente para sacarle “brillo al piso” o “mover el bote” cómo solíamos decir por aquellos rumbos.

Además de la exquisita gastronomía del lugar, en la que se disputaban especial lugar el pescado zarandeado y los camarones a “la cucaracha”, servían otro tipo de comida que bien podía ser carne de puerco, arroz y otros platillos caseros más. Generalmente ese rubro de la cocina era para los niños, ancianos y uno que otro despistado, pues estando en la playa a quien se le ocurriría comerse un caldo de pollo, teniendo enfrente el robalo o pargo, recién sacado del mar, abierto por el vientre y puesto a la parrilla en brasa de leña de mangle, después de condimentarlo con sal, pimienta y sazonado con un misterioso menjunje, además de una salsa roja de molcajete que se le vierte encima cuando ya se pone doradito y empieza a impregnar el lugar de su delicioso aroma.  Humm, que delicia, sabor de playa. Pero volvamos al relato que les ofrecía, porque me piqué con la gastronomía y ya me estoy pareciendo a Chepina Peralta.

Después de esperar unos minutos más decidí ir a buscar a mis compañeros, al fin y al cabo eran pocas o nulas las cosas de valor que había en nuestro rústico campamento. Qué podían robarnos, era más fácil que por compasión, alguien nos dejara unas monedas si veía lo humilde de nuestro menaje. De esa manera inicié la búsqueda implacable. Era la semana santa y la playa de novillero estaba repleta. Aunque era de noche y muchos turistas ya habían regresado al pueblo, muchos otros habíamos ido en plan de divertirnos de día y de noche y ésta última era aún muy joven.

Destaqué la supremacía del salón “Moby Dick”, pero había varios lugares más donde la gente se podía divertir. Estaba el negocio de un querido amigo, Don Félix De la Torre Arciniega (+) y el sitio de Don Vicente M. Durán (+) que por esas fechas le ponían mucha atención a sus changarros y había manera de pasarla bien. Recuerdo incluso una discoteca de tipo rústico, cuya edificación era de palapa y palma de la región y semejaba un castillo. Era una especie de tapanco al que accedías por una escalinata fabricada de troncos de palma de coco. La construían únicamente para la temporada de semana mayor y estaba levantada sobre la arena de la playa, en lo alto, como los palafitos.

Pasé por todos los establecimientos buscando a mis amigos sin éxito. El mismo género de la búsqueda me obligaba a permanecer un rato escudriñando la tumultuaria concurrencia de cada lugar. Ya por esos años gozaba de cierta popularidad entre los chavos de mi edad y no faltaba quien me ofrendara un brindis que no podía despreciar, si no quería faltar a los códigos de cortesía de mi pueblo. Así pasé de lugar en lugar, de brindis en brindis, hasta que llegué a la pletórica pista del famoso “Moby Dick”, el lugar de los éxitos. Entre la muchedumbre pude distinguir la brillante y abultada cabeza de mi amigo “Che Miguel” (+) que se estremecía como si estuviera convulsionando por el “Mal de San Vito”. Un instante después pude percibir que no se trataba de ningún estado patológico sino que bailaba extasiado con una morenaza que se mecía con las notas de “Conmotion” de Credence Clearwater Revival.

Agucé mi borrosa mirada para buscar a mis demás compañeros entre el tumulto festivo de una pista de baile a reventar. No podía distinguir sus caras, un poco por los brindis, otro por la incandescencia de las luces de colores que se encendían y apagaban al capricho de la excelente música de rock clásico. Finalmente por allá vi un brazo que se agitaba para que lo ubicara, unos metros más atrás estaban los otros dos, sonrientes, brincando, bailando, brindando.

Me quedé unos instantes más. De pronto apareció alguien del pueblo al que no pude despreciar su brindis, saludos por aquí, saludos por allá. Todo era algarabía y felicidad. Los rostros sudorosos de la gente, los constantes vaivenes y cambios de lugar de las parejas danzantes provocaban que perdiera de vista a mis amigos. Me sentí agobiado, confundido y acalorado. Decidí salir del lugar y regresar a nuestro flamante campamento, no sin antes indicarles con el brazo a mis amigos que los esperaba “en casa”. Caminé sin prisa hacia la arena, ésta acarició mis pies con una suavidad maternal. Una corriente de aire refrescó mi rostro y me sentí más vivo que nunca. Llegué a nuestros dominios y la fogata estaba a punto de apagarse. La aticé con un madero más y respondió con alegría como si le agradara mi regreso.

Me senté cerca del calor de las llamas, sus caprichosas figuras me mostraban rostros sonrientes muy familiares, froté mis manos cerca de ellas. Miré hacia el cielo infinito, la oscuridad era total, sólo se veía la blancura de las olas. De pronto una luz espontánea, una estrella fugaz que vaticinó mi felicidad. Es un pequeño milagro que siempre agradecí a Dios.     

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