JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita
"El milagro del recuerdo"
El
calor de la fogata me hizo despertar sobresaltado. El aire fresco de la playa
soplaba fuerte y las lenguas irregulares de las llamas crepitaban cerca de mi
frondosa cabellera. Creo que fue mi instinto de conservación el que activó la
imaginaria alarma en mi cabeza. Una vez que recobré la consciencia y me
despabilé por completo, me puse a pensar el tremendo incendio que hubiese
causado si se prende mi “ramada” (cabellera) tipo Hugo Sánchez que usaba en
aquellos viejos años de finales de la década de los setenta.
Transcurrieron
unos minutos para que me diera cuenta que me había quedado sólo en aquel
improvisado campamento en la playa cercana a mi pueblo. De los cinco elementos
que formábamos aquel temible escuadrón preparatoriano únicamente estaba yo. Ahí
sentado bajo el maravilloso cielo estrellado y embelesado con el murmullo de un
mar apacible y monótono.
Me
quedé por un buen rato disfrutando la caricia de la brisa marina, a veces
cálida, a veces fresca. En parte porque me sentí confortado por la paz que me
transmitía el excelso escenario y en parte porque no tenía idea hacia donde
habían ido mis locuaces compañeros de aventura. En esa parte de la playa no
había bullicio, aunque se alcanzaban a escuchar las notas de la rola de Santana
“Oye como va”, interpretada por algún grupo musical en el templete del “Moby
Dick”, el restaurante/salón de baile más famoso de aquella época, cuyo propietario
era un señor muy popular que le conocíamos como “El Mamujo” (+).
En
aquellos tiempos, llegar a ese lugar era como actualmente llegar al “Four
Seasons”, guardando las proporciones de la comparación, asumiendo que es como
decir de lo mejor que había. Por supuesto que son parámetros muy distintos, en
épocas muy diferentes. En realidad ese lugar era únicamente restaurante, que yo
recuerde jamás fue posada. Lo más que recuerdo es que había unos pequeños
cuartos de palapa primero y después de ladrillo, que se utilizaban a manera de
vestidores y guardería de equipaje. La llegada era amplia y había espacios para
estacionar tu vehículo. Enseguida una entrada a manera de arco de bienvenida
con el nombre del establecimiento. Una de las atracciones era un hueso de
ballena colgado en la parte interior del acceso principal, por ahí donde estaba
la barra, con las hieleras de cemento repletas de cerveza y refrescos.
Cruzando
la entrada estaba la inmensa pizarra de cemento, con mesas y sillas en los
costados, ya que la parte central de la misma era precisamente para sacarle
“brillo al piso” o “mover el bote” cómo solíamos decir por aquellos rumbos.
Además
de la exquisita gastronomía del lugar, en la que se disputaban especial lugar
el pescado zarandeado y los camarones a “la cucaracha”, servían otro tipo de
comida que bien podía ser carne de puerco, arroz y otros platillos caseros más.
Generalmente ese rubro de la cocina era para los niños, ancianos y uno que otro
despistado, pues estando en la playa a quien se le ocurriría comerse un caldo
de pollo, teniendo enfrente el robalo o pargo, recién sacado del mar, abierto
por el vientre y puesto a la parrilla en brasa de leña de mangle, después de
condimentarlo con sal, pimienta y sazonado con un misterioso menjunje, además
de una salsa roja de molcajete que se le vierte encima cuando ya se pone
doradito y empieza a impregnar el lugar de su delicioso aroma. Humm, que delicia, sabor de playa. Pero
volvamos al relato que les ofrecía, porque me piqué con la gastronomía y ya me
estoy pareciendo a Chepina Peralta.
Después
de esperar unos minutos más decidí ir a buscar a mis compañeros, al fin y al
cabo eran pocas o nulas las cosas de valor que había en nuestro rústico
campamento. Qué podían robarnos, era más fácil que por compasión, alguien nos
dejara unas monedas si veía lo humilde de nuestro menaje. De esa manera inicié
la búsqueda implacable. Era la semana santa y la playa de novillero estaba
repleta. Aunque era de noche y muchos turistas ya habían regresado al pueblo,
muchos otros habíamos ido en plan de divertirnos de día y de noche y ésta
última era aún muy joven.
Destaqué
la supremacía del salón “Moby Dick”, pero había varios lugares más donde la
gente se podía divertir. Estaba el negocio de un querido amigo, Don Félix De la
Torre Arciniega (+) y el sitio de Don Vicente M. Durán (+) que por esas fechas
le ponían mucha atención a sus changarros y había manera de pasarla bien.
Recuerdo incluso una discoteca de tipo rústico, cuya edificación era de palapa
y palma de la región y semejaba un castillo. Era una especie de tapanco al que
accedías por una escalinata fabricada de troncos de palma de coco. La
construían únicamente para la temporada de semana mayor y estaba levantada sobre
la arena de la playa, en lo alto, como los palafitos.
Pasé
por todos los establecimientos buscando a mis amigos sin éxito. El mismo género
de la búsqueda me obligaba a permanecer un rato escudriñando la tumultuaria
concurrencia de cada lugar. Ya por esos años gozaba de cierta popularidad entre
los chavos de mi edad y no faltaba quien me ofrendara un brindis que no podía
despreciar, si no quería faltar a los códigos de cortesía de mi pueblo. Así
pasé de lugar en lugar, de brindis en brindis, hasta que llegué a la pletórica pista
del famoso “Moby Dick”, el lugar de los éxitos. Entre la muchedumbre pude
distinguir la brillante y abultada cabeza de mi amigo “Che Miguel” (+) que se
estremecía como si estuviera convulsionando por el “Mal de San Vito”. Un
instante después pude percibir que no se trataba de ningún estado patológico sino
que bailaba extasiado con una morenaza que se mecía con las notas de “Conmotion”
de Credence Clearwater Revival.
Agucé
mi borrosa mirada para buscar a mis demás compañeros entre el tumulto festivo
de una pista de baile a reventar. No podía distinguir sus caras, un poco por
los brindis, otro por la incandescencia de las luces de colores que se
encendían y apagaban al capricho de la excelente música de rock clásico. Finalmente
por allá vi un brazo que se agitaba para que lo ubicara, unos metros más atrás
estaban los otros dos, sonrientes, brincando, bailando, brindando.
Me
quedé unos instantes más. De pronto apareció alguien del pueblo al que no pude
despreciar su brindis, saludos por aquí, saludos por allá. Todo era algarabía y
felicidad. Los rostros sudorosos de la gente, los constantes vaivenes y cambios
de lugar de las parejas danzantes provocaban que perdiera de vista a mis
amigos. Me sentí agobiado, confundido y acalorado. Decidí salir del lugar y
regresar a nuestro flamante campamento, no sin antes indicarles con el brazo a
mis amigos que los esperaba “en casa”. Caminé sin prisa hacia la arena, ésta
acarició mis pies con una suavidad maternal. Una corriente de aire refrescó mi
rostro y me sentí más vivo que nunca. Llegué a nuestros dominios y la fogata
estaba a punto de apagarse. La aticé con un madero más y respondió con alegría
como si le agradara mi regreso.
Me
senté cerca del calor de las llamas, sus caprichosas figuras me mostraban
rostros sonrientes muy familiares, froté mis manos cerca de ellas. Miré hacia
el cielo infinito, la oscuridad era total, sólo se veía la blancura de las
olas. De pronto una luz espontánea, una estrella fugaz que vaticinó mi
felicidad. Es un pequeño milagro que siempre agradecí a Dios.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.