Cuando
Marcelino Riquelme se hizo a la mar, el sol todavía no asomaba en
el horizonte. Había que ganarle tiempo al tiempo como siempre decía quien era
considerado uno de los pescadores más experimentados de esa zona. La idea era
aprovechar el día y regresar a su casa antes del anochecer.
Traía
en la cabeza la idea de pescar un tremendo pez que avistó días antes cerca
del lugar de pesca que frecuentaba, unas dos millas mar adentro. Ni siquiera
sabía de qué especie se trataba porque únicamente lo vio saltar a la distancia mientras
revisaba una de las cañas de su equipo de pesca. A la distancia parecía un
“dorado” aunque no estaba cierto porque esa especie no suele saltar tan alto. De lo que estaba seguro era de querer llevarlo como el trofeo que le haría
ganar el reconocimiento de todos los pescadores del lugar. No era que no
tuviera su fama, pero si llevaba ese ejemplar daba por hecho que sería
considerado el mejor de una vez por todas.
En
esa ocasión lo acompañaba su suegro, el viejo Melitón, un hombre de mucha edad
y vasta experiencia en las lides pesqueras. De complexión atlética, correoso
como pocos y rostro curtido por el sol
de la costa. El hombre, que hablaba poco, era una compañía muy beneficiosa
porque ayudaba mucho en las faenas diarias.
Cuando
llegaron al lugar donde presumiblemente merodeaba la potencial presa del día,
colocaron los anzuelos como era la costumbre, pero esta vez el negro Riquelme,
como le decían sus amigos, preparó un aparejo muy especial que el mismo había
construido. Se trataba de una especie de arpón que se disparaba con una bomba
de aire cargada con un compresor alimentado por la batería de la misma barca.
Era muy parecido a los arpones de los barcos balleneros, aunque de menor tamaño y de
un grosor mucho más fino. La técnica consistía en usar los anzuelos como
referencia y una vez que picaba la presa grande se disparaba el arpón
calculando su tamaño.
Bebieron
café del termo, comieron una pieza de pan dulce y se prepararon para la acción.
Los peces no tardaron en picar y fueron recogiendo y poniendo los anzuelos una
y otra vez. La vieja hielera se empezó a llenar, el día pintaba para ser uno de
los mejores. Riquelme solo pensaba en atrapar al pez misterioso que divisó
unos días atrás.
Transcurrieron varias horas y ya los hombres pensaban en el regreso cuando de pronto
sucedió algo especial. La línea de una de las cañas se tensó de tal forma que
la barcaza se estremeció. Los hombres se miraron recíprocamente con una cara de
signo de interrogación. Por si eso fuera poco, una nube extraña apareció y se
nubló el día. El segundo jalón fue más fuerte que el anterior. Riquelme dijo:
—¡Es
él, es él! Picó el que estaba esperando. Sostén la línea Melitón, voy a
dispararle.
Después
se escuchó un chasquido metálico y un zumbido suave, cuando el arpón salió raudo
hacia el enorme bulto que se apreciaba muy cerca de la superficie, pero a muchos
metros de distancia del pequeño barco pesquero. Los sorprendidos pescadores no
podían creer lo que estaba sucediendo. El arpón pareció rebotar en el cuerpo
del animal. La cuerda del resistente plástico especial se tensó a tal punto que
pareció no resistiría el poderoso jaloneo de la bestia marina. Era inexplicable
la situación. Si al parecer el arpón no penetró la dura piel del pez cómo era
posible que estuviera tirando de la cuerda. ¿Acaso era posible que la jalara a
propósito con los dientes?
No
hubo más tiempo para sacar conclusiones, la tensa cuerda empezó a moverse en
círculos alrededor de la pequeña embarcación, primero lentamente, luego a mayor
velocidad a medida que daba más vueltas. La nube se tornó más oscura y el cielo
se cerró a la luz. Las vueltas del gigantesco pez hicieron girar las aguas del
mar hasta formar un inmenso remolino que amenazaba con tragarse a los
pescadores con todo y su embarcación. Los pescadores, presos del miedo,
gritaban con fuerza y rezaban pidiendo a Dios por sus vidas. Sentían que lo que
estaba sucediendo era algo sobrenatural porque jamás en su larga vida de
marinos habían visto o sentido cosa igual. El
descomunal pez saltó por encima del enorme remolino y fue lo último que
vieron los aterrados pasajeros de aquel buque de la muerte. Como una especie de
infernales fauces, el remolino se tragó la embarcación con todo lo que traía a
bordo, incluyendo a los dos pescadores que solo alcanzaron a ver la inmensa
cortina de agua que giraba en torno a ellos mientras crujía la madera.
¿Qué
fue ese extraño suceso? Aunque alguien lo hubiera visto, no hubiera podido
explicarlo. De Riquelme y Melitón, nadie supo nada. Su familia los sigue esperando
como cada tarde que terminaban su faena. Pasaron los días, las semanas, los
meses y ninguna noticia o rastro de los pescadores desaparecidos. Solo Micaela,
la esposa de Riquelme, habló acerca del pez gigante que le contó su marido, pero
qué más podría decir, ni siquiera le creyó en esa ocasión.
En
toda la zona pesquera de aquel rumbo se sigue platicando esa historia. Es un
misterio que quizá nunca se va a resolver, sobre todo porque a los tres días
del incidente, encontraron intacta y sin ninguna huella de violencia la barcaza
de Riquelme flotando a la deriva, precisamente en la zona que solían pescar. La
mujer morena mira todas las tardes hacia el horizonte con la esperanza que su
bienamado aparezca con su sonrisa franca y el habitual silbido que avisaba que
estaba de regreso. Dicen que la esperanza muere al último. Dios quiera.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.