JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita
"Una experiencia religiosa"
El aire
fresco de la mañana hacía un poco más difícil levantarme de mi cama calientita.
Los gallos casi se desternillaban burlándose de mi inútil esfuerzo y desde mi
cómodo lecho, me parecía ver sus caras burlonas entre el cacareo de las
gallinas y el insistente piar del montón de pollos amarillentos y enfadosos.
Pudo
más el exquisito aroma de unos huevos estrellados, que provenía de la vieja
cocina, que el alocado y estridente concierto gallináceo. Ese suculento olor
del desayuno casi logra sacar mi ectoplasma y apersonarlo en el vetusto comedor
que a esas alturas ya estaba dispuesto con un molcajete de salsa “martajada”, un
poco de queso fresco y tortillas recién torteadas.
Eran
los primeros días de diciembre y algo debía de tener ese mes que hacía que me
sintiera inexplicablemente muy contento. A pesar de que era de los meses más fríos del
año, era el que más me gustaba vivir. No importaba que mi piel costeña se
pusiera morada por los vientos fríos que se dejaban sentir en las mañanas y
noches “tecualeñas”, yo esperaba con ansias reprimidas la llegada del último
mes del año.
No era
el único que se sentía tan entusiasmado. Los niños de mi barrio también
parecían más sonrientes que otras veces. Jugábamos con más frecuencia y por
increíble que pareciera discutíamos menos por nuestras diferencias ante los
resultados y la legalidad de los mismos. Se respiraba un aire de paz y amistad
entre los niños y niñas, como si todos quisiéramos portarnos bien, como si
esperábamos una recompensa en esos días.
Efectivamente,
de nuestro comportamiento dependía la cantidad y la calidad de nuestros regalos
y las salidas a divertirnos en ese mes. La cereza del pastel era la llegada del
“Niño Dios” la madrugada del veinticinco de diciembre, la tan ansiada navidad.
Pero como preámbulo a ese gran día, había muchas otras cosas maravillosas que
disfrutar. No entendía del todo a que se debía el alborozo y la luminosidad que
desbordaba mi hermoso pueblo, pero ni siquiera me detendría a investigarlo.
Había algo de magia en el ambiente y yo sólo quería disfrutarla.
Me
encantaba que cerca de mi casa llegaran nuevos amigos, incluso familias enteras
que sólo veía en esos días del año. Les daban una “manita de gato” a las casas
de mi calle y la mayoría le ponía foquitos de colores en sus puertas y ventanas.
Qué me iba a imaginar lo que luego sufrirían para pagar los voraces recibos de
esa famosa compañía dizque “de clase mundial”. Recuerdo que el espíritu festivo
hacía que hasta la señora más floja de la colonia le diera una barridita al
frente de su casa y tirara, aunque sea por esos días, la basura orgánica e
inorgánica que acumulaba por meses.
Ese día
me fui directo al cuarto de mi mamá para ver si ya estaba lista mi ropa blanca.
No podía faltar mi pantalón de dril, mi camisa de popelina y un listón ancho de
color rojo, porque por la noche sería la peregrinación de los niños y yo,
contento y devoto, seguramente iría de “corazón”. No sé por qué razón pero así
se nos llamaba a esos pequeñines vestidos de color blanco y con el listón rojo
montado diagonalmente sobre el pecho, supongo porque representábamos
metafóricamente el “Sagrado Corazón de Jesús”. También recuerdo ese concepto
cuando acompañábamos a sepultar a un niño, que por aquellos lares y tiempos
decíamos “sepultar un angelito”. En fin nunca supe ni me importó. Yo sólo
quería ir ahí, formado en esa hermosa fila de niños, pulcramente vestidos, con
una velita encendida y el peinado de “lamida de vaca”.
No
importaba para mí el simbolismo del evento, simplemente era una “experiencia
religiosa” (Cálmate Enrique Iglesias). Era algo sencillamente emocionante formar
parte de aquella llamativa parafernalia. Caminar al lado de tantos niños con
semblante y actitud casi celestial, entre sofisticados carros alegóricos cuyas
representaciones bíblicas me hacían soñar y vivir mi propia historia. Simplemente
fue algo inolvidable, tanto que aquí estoy después de medio siglo, escribiendo
mis recuerdos, mis historias que quiero hoy compartir con ustedes mis amables
lectores, ya que cuando aparezca este artículo se celebrará la cuarta
peregrinación del novenario de la Virgen de Guadalupe en mi pueblo natal.
Quise
escribir este texto como un modesto homenaje a mis amigos y amigas tecualenses
que seguramente podrán viajar a través del tiempo y revivir sus propias
aventuras. Intentaré en esta ocasión ser el vehículo a través del cual puedan
apoyar su imaginación y su memoria para poder recorrer una vez más aquellas
calles viejas, cargadas de alegría y fervor. Quiero ser el vínculo que les
permita recordar cada detalle que les causó emoción, cada pasaje vivido en esos
días de comunión popular. Esas noches en que las miradas se llenaban de
misericordia, de generosidad y de armonía. Quiero ser la chispa que remueva sus
íntimos recuerdos. La lucecita que ilumine el rostro de sus seres queridos,
aquellos que quisieran abrazar en este preciso instante y aprisionarlos en el
tiempo, eterno prófugo que se desliza inexorable hacia un cielo infinito.
Qué no
daría por revivir aquellas húmedas mañanas en la huerta de las jícamas, por el
camino a Camalotita. Abrazar a mi padre y a mi tío Chavita “El Güero”, y
declararme listo para ayudarles a lavar los frutos cortados al amanecer y
apoyar la vendimia del día. Sentirme parte del negocio familiar y ganar de
manera honrada y decorosa mi “domingo” para ir al cine “Royal” de Don Pedro
Zaragoza o al “Tropical” de Don Memo Ramírez. Disfrutar por las tardes, el
camote tatemado recién salido del horno, ese delicioso y jugoso producto
elaborado con la ancestral y secreta receta de la familia Elizondo, traída
desde el pueblo natal de mi padre, Zapotiltic, Jalisco.
Voltear
y ver de reojo la expresión orgullosa de mi madre que acompañaba mis pasos en
aquellos recorridos nocturnos de las peregrinaciones. Ya sea formado y cantando
fervorosamente o al menos en calidad de espectador. Esta última condición no
era muy rentable para mi hermosa madre, ya que si no iba ocupado con mis
cantos, era necesario llenar mis inquietudes con las deliciosas chucherías de
los puestos callejeros que se caían de tan surtidos que lucían. Era una
auténtica odisea hacerle los honores a tanta “burundanga”. Los llamativos
algodones de azúcar, las bolsas de pepitas y cacahuates, los “quequis”, las manzanas
caramelizadas, las bolsas de gomitas, los ponches y rompopes (¡Hic!). Las
paletas de chocolate, las mandarinas, las nueces, las palanquetas, los
guayabates, el dulce de membrillo, los piñones y la colación.
Al
llegar al “Parque a la Madre” las canicas de mis ojos se volvían locas de tanto
girar de un lado a otro. Cientos de puestos de juguetes y dulces. Las novedades,
en juguetes de plástico, hojalata y apenas uno que otro de baterías. Era
aquello una alucinación. Un auténtico maremágnum de colores y luces. Mientras
más visitaba aquella recordada plaza, más difícil era decidirme por el juguete principal
y cuáles serían los complementos. Desde aquellos tiempos tempranos de mi edad
sabía que los traedores de juguetes, en navidad y día de reyes, siempre tenían
limitación de presupuesto para los niños pobres, pero mi ilusión y mis deseos
eran los más grandes del mundo. Porque sabía perfectamente, desde entonces, que
tal vez podría ser un niño pobre, pero jamás un pobre niño.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.