La luna
presentaba la mejor de sus caras esa noche. La oscuridad intentaba inútilmente
ganarle la batalla ocultándola de forma intermitente. Al final, la vieja
campiña lucía un hermoso cielo luminoso que dejaba ver los perfiles arbolados
del lomerío.
Si en
una bella noche como esa los pobladores de San Cosme no salían de sus casas,
sería fácil imaginar lo que sucedía cuando la negrura ganaba el duelo cósmico.
No porque la gente fuera miedosa o muy supersticiosa sino que cada vez era más
cercana y creíble la historia que se contaba durante el día.
Se
hablaba mucho acerca de una temible fiera que, por las noches, le arrancaba la cabeza a alguno de los
animalitos que dormían en los corrales. No había un día que no amaneciera un
borrego o un becerro descabezado y desangrado. Los granjeros se sentían
desesperados por las pérdidas económicas, pero era mucho más el miedo de que el “monstruo” acabara con sus animales y se
siguiera con las personas. Ya habían montado varias veces las guardias
nocturnas, pero no dieron resultados. La terrible bestia burlaba fácilmente la
vigilancia de los rancheros y seguía mermando los hatos domésticos de los
propietarios.
La
paciencia se empezó a agotar después de utilizar varios métodos para combatir,
eliminar o al menos ahuyentar a la bestia que los asolaba. Consultaron a
especialistas de la ciudad que les aconsejaron varias técnicas sin éxito
alguno. Después de cierto tiempo no les quedó de otra que pensar que el animal
depredador era algo sobrenatural.
Decidieron
entonces dialogar con el párroco del pueblo, el padre Emilio, un septuagenario
muy querido por la comunidad porque llegó desde que era un joven diácono. Era
un hombre de mediana estatura, piel blanca y voz clara y suave. Los escuchó con
atención y, cuando agotaron su argumentación, les dijo que los ayudaría. Él le
había mencionado a don Prudencio, el comisario ejidal, que creía que esa bestia
no era de este mundo o que al menos era una fiera poseída por un demonio. Dijo
también que él nunca supo de ningún animal que atacara de esa manera tan
especial. No era la marca de un jaguar, un puma o un lobo hambriento. Había
visto a las víctimas de los ataques y las marcas no correspondían a ningún
animal salvaje de aquella zona geográfica.
El
padre Emilio ya se había adelantado en los preparativos de sus acciones, aunque
esperó que los lugareños agotaran sus recursos, de acuerdo con sus posibilidades y sus creencias. Estaba
seguro que no tardarían en darse por vencidos. Habló con Epigmenio, el fiel
sacristán y con Melitón, un valeroso vaquero que siempre le ayudaba en
cualquier cosa que necesitaba. Lo hizo a escondidas del padre Mario Nox, el
diácono que hacía poco tiempo llegó a la parroquia para sucederlo en un futuro
cercano. La razón de esa medida era que el anciano presbítero, no confiaba
mucho en el nuevo ayudante.
Desde
que llegó el padre Nox, el rector de la parroquia sintió una energía extraña.
No había aparentemente nada anormal en ese joven, pero lo alertó su intuición y
larga experiencia en múltiples casos que la vida le había presentado. Cuando
estrechó su mano por primera vez, sintió una pequeña descarga eléctrica, pero
ya se sabe que eso es relativamente común entre las personas. Lo que sí no pasó
desapercibido a su astuta mirada fue ese extraño brillo en los ojos del joven y
un dejillo burlón en su sonrisa.
Notó
algo raro en el comportamiento del nuevo integrante de la diócesis local. A
pesar que ya tenía tres meses viviendo ahí, nunca se acercó a la parte sagrada
de la iglesia. Tampoco quiso oficiar alguna misa o dar comuniones. Cuando mucho
accedió a oír confesiones de los feligreses. Al principio, el padre Emilio lo
atribuyó a que se sentía inexperto y le quiso dar un poco de tiempo.
Coincidentemente los ataques nocturnos de la temida fiera salvaje iniciaron en
las mismas fechas en que el diácono llegó al lugar. Eso no pasó desapercibido
para el astuto prelado, que en esa reunión secreta propuso a sus ayudantes llevar
a cabo un plan que había preparado con detenimiento.
Dos
noches después, el padre Emilio apagó las luces de la pequeña iglesia y fingió
dormir a pierna suelta. En el corral más cercano se escuchaban los balidos de dos
hermosas ovejas. En aquella noche oscura se sentía un algo maligno en el aire.
Esa sensación se acrecentó cuando una sombra se deslizó cortando el aire sin
tocar el suelo. Abrió su amplia y negra capa como arropando a la primera oveja
que gemía presa de miedo, un par de colmillos afilados brillaron en medio de la
oscuridad prestos a clavarse en el blanco cuello, cuando de pronto… como por
arte de magia, se iluminó el corral por completo cual si fuera una luminosa
parafernalia de un concierto de música. Se formó un refulgente redondel con luces
de ardientes bengalas y nubes fosforescentes de bellos colores azules,
amarillos y verdes. El extraño y maligno ser de las tinieblas cerró su negro
ropaje sobre su cara y emitió un agudo y escalofriante alarido que se escuchó
por toda la sierra. Hubo enseguida una explosión que dejó un humo grisáceo y
pestilente… después solo silencio y de nuevo el suave balido de las dos ovejas
blancas. La noche recuperó su calma y su belleza.
Al
día siguiente, el padre Emilio dijo en su homilía que no debían preocuparse más
por sus animalitos, que la bestia asesina se había ido para siempre. No habría
más esos cruentos ataques y podían trabajar en paz. El pueblo tenía ahora un
cerco protector formado por el agua bendita, los cirios pascuales y la fe
indomable de un pueblo noble. Una semana después, los parroquianos preguntaron
al cura por el padre Nox, ya que no lo habían visto por ahí. El viejo respondió
que el diácono se había regresado al lugar donde pertenecía.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.