JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS /
Periodismo Nayarita
"Dos problemas, un camino"
Las
primeras luces del día vieron salir de su casa a don Pepe Cabrales. Era ya la
hora de cortar los rábanos, lechugas, pepinos y limones que tenía que ir a
vender para ganarse los pesos necesarios para comer ese día. El pequeño huerto
de ellos era el patio de la casa de un pariente que vivía en la ciudad de
México, quien había convenido prestárselos a él y a su esposa Lolita, a cambio
de limpiar y cuidar su propiedad en el pueblo. El patio que hacía las veces de
huerto familiar se ubicaba a tan solo seis calles del domicilio del emprendedor
anciano, condición que no exigía más de diez minutos para llegar.
Después
de abrir el desvencijado portón de tubos y malla ciclónica, recogió la cubeta,
el azadón y la coa para iniciar sus labores. El terreno plano del patio, de
unos ciento cincuenta metros cuadrados, era una auténtica parcela, un bonito
paisaje vegetal, en el que combinaban alegremente el rojo y el verde. No sé si
era la buena habilidad improvisada del hortelano o quizá de plano la mano de
Dios (y no hablo del bobo de Maradona) sino de la ayuda divina de verdad, la
voluntad suprema que ponía el toque mágico en el trabajo de don Pepe para
lograr la cosecha de tan bellos ejemplares hortícolas. Esponjosas lechugas,
verdes y frescas, de hojas lustrosas y apetecibles; regordetes y brillantes
pepinos tiernos que tan solo de apretarlos se rompían crujiendo como si se desternillaran
de la risa; y qué decir de esos bellos y redondos rábanos, rojos como la sangre
que, una vez liberados de la tierra, semejaban luminosos cometas rescatados del
cielo infinito.
Había
que apresurarse para salir no muy tarde a vender los frescos productos de la
pequeña parcela. Esperaba tener mucha suerte en la vendimia y regresar temprano
con Lolita —su esposa desde hace medio
siglo— para traer algo con que preparar la comida del día y, si era posible,
ayudarle a preparar las bolsitas con dulces que solían vender frente a su casa.
Más tarde, regresar al pequeño patio a cultivar las nuevas verduras y regar las
ya sembradas.
Una vez
preparado lo necesario en su cajita de madera, la subió a su vieja carretilla y
se aprestó a salir, no sin antes poner en su cara el indispensable cubre boca
como medida de protección al salir a la calle. Eran los tiempos del
coronavirus, esa pandemia que tenía a todos aterrorizados. Muchas tiendas de
mercancías y servicios no esenciales habían cerrados sus puertas, unos por
decisión propia y otros obligados por la autoridad, pero ambos por igual
sufriendo las consecuencias de la inmovilidad comercial. Unos refunfuñando por
la medida y otros asumiendo la responsabilidad de anteponer sobre todo lo
demás, el valor de la salud.
En
medio de la crisis global, reducido a su mundo interior, don Pepe no podía
hacer otra cosa que salir a trabajar si quería seguir comiendo y solventar sus
necesidades. Había sufrido muchas veces la discriminación y la agresividad de
algunas personas por no atender las indicaciones de quedarse en casa. Pero él
sabía que mientras no recibiera una forma permanente de apoyo económico que
cubriera sus necesidades tendría que seguir en esa especie de desobediencia civil.
Así
eran los días de don Pepe en la cuarentena, entre la alegría y el entusiasmo de
su éxito como horticultor y la decepción y la tristeza por el turbador
escenario diario de la pandemia. Extrañaba mucho su vida anterior, cuando la
calle donde colocaba su puesto estaba repleta de personas. Unas curiosas y
huidizas pero otras alegres y dicharacheras, amables, generosas, muchas de
ellas le felicitaban y alentaban. Sentía nostalgia de aquellos amistosos
apretones de manos y fraternales abrazos de personas que lo estimaban e
impulsaban a seguir adelante. Ahora todo era distancia y soledad, ansiaba los
días felices, pero no quedaba más que seguir, sabía que esa pesadilla no era
eterna.
Un día
de esos, cualquiera de ellos, en los tiempos del coronavirus, el sol apareció
con la terquedad de siempre anunciando a nuestro personaje que era la hora de
comenzar una nueva batalla. Salió, después de preparar sus cosas, a su encuentro con el esfuerzo y la lucha
cotidiana. Ese era un día menos luminoso que otros en todos los sentidos, el
sol se asomaba un poco más tímido que de costumbre, por ese motivo la hora de
iniciar el trabajo parecía un tanto oscura, también en todos los sentidos.
Empujaba
con energía su carretilla cuando al doblar la esquina divisó a algunas personas
que interactuaban en una acción al parecer no muy amistosa. Don Pepe aceleró
su paso y se acercó a la escena. Cuando estuvo a distancia cercana pudo ver que
dos hombres forcejeaban con una mujer. Al avanzar unos pasos más, pudo ver que
eran dos sujetos de mediana edad que golpeaban a una mujer vestida de blanco. Ella
intentaba defenderse del cobarde y desigual ataque blandiendo su bolsa de mano
y tirando algunos mandobles. La inferioridad numérica y física ante sus
agresores era más que evidente, así que, más allá de las razones que motivaron
la inequitativa contienda, el horticultor actuó de inmediato. Pese a ser un
adulto mayor mostró su gallardía y empatía por la indefensa mujer. Empuñó el
viejo pero afilado cuchillo y se enfrentó a los dos agresores que, ante la
brava determinación de su nuevo contrincante, optaron por huir. Hasta entonces,
después de ayudar a la mujer a levantarse del suelo, se dio cuenta que portaba
un blanco, ahora terregoso, uniforme de enfermera.
—¿Estás
bien, mujer? —Preguntó don Pepe a la
asustada mujer— mientras ésta terminaba de sacudir su ropa y sus pertenencias.
—Sí,
señor. Muchas gracias por ayudarme, no sé qué hubiera pasado si no llega usted
a tiempo.
La
enfermera —una mujer de mediana edad y linda sonrisa, — agradeció mucho a su oportuno
salvador, le dijo que esos tipos groseros no querían asaltarla, que la
agredieron por el terrible pecado de
ser ENFERMERA, le gritaron en su cara que se
largara de la colonia, que fuera a
infectar a otro lado.
Ella
hubiese querido darle un gran abrazo a ese hombre valiente y generoso pero no
lo hizo por respeto a la sana distancia que les protegía a ambos, pero quedó
firme la promesa de ponerse en contacto amistoso, una vez que terminara la
pesadilla. Ambos supieron en aquel encuentro casual que eran parte importante
de la historia general de la pandemia, dos problemáticas, dos variables
distintas pero igual de importantes en la difícil ecuación de la lucha por la
supervivencia.
¿Cuál
de los dos problemas era más difícil? ¿Tener que desobedecer por necesidad la
indicación de aislamiento en casa? O ¿Correr el riesgo de ser atacada por estar
en la primera línea de combate contra el coronavirus? ¿Qué eres, héroe o
villano?
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.