Ramoncillo
era un niño de escasos nueve años que vivía en un viejo barrio, en un
polvoriento pueblo, en un maltratado estado ribereño de cuyo nombre no quiero
acordarme. El inquieto chiquillo caminaba con cierta presura. Parecía que
alguien le seguía de cerca o alguna necesidad fisiológica estuviera a punto de
causarle un indeseable accidente. Me llamó la atención el comportamiento del
chaval y con discreción seguí visualmente su trayectoria.
Yo
estaba instalado en una de las pocas bancas que disfrutaban el cobijo del verde
follaje del pingüico más frondoso de la plaza pública. Desde ahí, cómodamente
sentado, podía observar a plenitud el ir y venir de aquel extraño crío. Cuando
me refiero a este último calificativo, estoy aludiendo a ese comportamiento no
habitual en un pequeño de su edad, ya que normalmente estaría jugando a las canicas o al trompo en la esquina
opuesta a mi ubicación. Allá donde alcanzo a distinguir un grupo nutrido de
mozalbetes que profieren estridentes risas y exclamaciones de júbilo. Sin
embargo, Ramoncillo acusa un gesto ceñudo y va de un lado a otro como si le
urgiera encontrar algo en los changarros de esa pequeña área comercial.
No pude
esperar más y me dirigí al encuentro de ese niño de semblante desesperado. Éste
salía de la tienda de don Leonardo, el abarrotero de tez morena y gesto amable.
Ramoncillo casi se estrella contra mí en un punto inesperado de su extraño
vaivén. Vi de inmediato el enojo en sus ojos de toro loco que me miraban
fijamente. De momento temí que fuera a morder mi mano derecha que sujetaba su
brazo izquierdo. Antes que fuera a pasar algo así, le dije con tono amable:
—¡Hola
Ramoncillo! ¿Cómo estás, llevas mucha prisa?
El niño
se quedó viéndome fijamente con un gesto de asombro y un poco de coraje. Pero
pese a ello, haciendo un evidente esfuerzo, contestó mi pregunta.
—Sí,
llevo mucha prisa, estoy ocupado. ¡Suélteme!
Aflojando
la presión de mi mano sobre el delgado brazo del chamaco, con mucha amabilidad
y tratando de esbozar la mejor de mis sonrisas, le dije con seguridad:
—Te
sujeté del brazo para que no te cayeras al chocar conmigo, además sólo quiero
ayudarte. ¿Podemos hablar un momento? Ven conmigo. Para empezar, iremos aquí
enseguida por unos barquillos de nieve de guanábana de la que vende don Chito Villaseñor.
¿Te gusta?
Asintió
con una leve inclinación de su sudorosa cabeza. Enseguida, él, frotando sus
necios cabellos, y yo, sonriendo abiertamente, encaminamos nuestros pasos hacia
la famosa nevería del pueblo. En menos de lo que canta un gallo tartamudo, ya
estábamos, bajo la sombra de un tabachín, haciéndole los honores al medio barquillo que nos quedaba
por consumir. Pasaron pocos minutos y el ambiente entre nosotros gozaba ya de
mucha tranquilidad. No cabe duda que una buena nieve pueblerina hace milagros.
La
confianza que mostró Ramoncillo en mi persona hizo que la sonrisa pueril
regresara a su rostro. Ese factor me confirió la confianza suficiente para
hacerle varias preguntas. Él contestaba con mucha amabilidad a todas las cosas
que le preguntaba. Pero sin duda, lo que más me intrigaba era saber que era lo
que buscaba afanosamente de tienda en tienda ese vivaz muchachito.
¿Sobre y papel para enviar una carta? —Repetí incrédulo. Nunca me imaginé que
quisiera escribir una carta, así que de inmediato decidí investigar de qué se
trataba ese extraño deseo de mi amigo. La historia que Ramoncillo me contó, me
hizo un nudo en la garganta que a duras penas pude superar. Espero ustedes
también puedan hacerlo.
Los
papás de Ramoncillo murieron en un accidente cuando él tenía cinco años. Cuenta
que viajaban, sus papás y él, en el automóvil familiar. Al cruzar un puente
rústico que, en tiempos de secas, construyen sobre el río que separa a ese
pueblo de unos ejidos cercanos, perdieron el control y cayeron al agua. Él no
recuerda muy bien los hechos. La tarde ya se había apoderado de la zona y casi
no se distinguían bien las cosas. Dormitaba vencido por el cansancio de aquella
fiesta de cumpleaños de Don Lencho Rentería. El coche se hundía lentamente como
el Titanic. No supo más de sus papás ni de sí mismo. Al sentir la falta de
aire, aún dentro del vehículo, pelaba sus ojos de tal manera que parecía iban a
salir de sus órbitas. Tal parece que en su desesperación buscaba la figura protectora
de sus padres, pero sólo encontró la oscuridad sólida, amenazante y mortal de
la noche.
Poco a
poco sus ojos se fueron cerrando, vencidos por una compasiva inconciencia.
Estaba a punto de dar su primer buche de aquella agua templada, cuando de
pronto, de la nada, apareció una luz blanca con matices azulados, como el rayo
de sol que se filtra a través de los vitrales de la parroquia. La portezuela se
abrió y aquella luz lo atrajo hacia ella. Flotó sobre la quieta superficie del
agua porque alguien le tomó de la mano y lo guió caminando hacia la orilla
salvadora. Después, de nuevo el silencio y la oscuridad. No supo más, ahí se
quedó quieto, recostado sobre la yerba lodosa de la orilla, protegido por un
oscuro paredón del río, ese río que primero le arrebata a su familia y ahora parecía
cantarle una suave canción de cuna.
Jamás
supo que pasó. Alguien lo recogió en la noche y fue entregado en custodia a su
tío abuelo don Armando González, el único hermano de su también fallecido abuelo.
Don Armando era el viejo cartero del pueblo. Se hizo cargo del niño, ya que era
el único familiar que le quedaba. Eso fue una auténtica bendición ya que el
anciano empleado postal era muy querido y respetado por todas las personas del
pueblo. Aquel viejo bondadoso fue más que un padre para Ramoncillo durante los
siguientes cuatro años que disfrutó de su compañía, antes de ser abatido por un
añejo mal respiratorio que, tan sólo hace unos días, lo llevó a la tumba.
Dentro
de las múltiples enseñanzas que le dejó el anciano a su querido sobrino nieto,
le hizo sentir y valorar la fuerza de la fe, para la cual no hay imposibles. Le
transmitió el deseo de vivir y le enseñó el poder de la esperanza en el corazón.
Cierta vez le contó que nunca falló en su misión de entregar la correspondencia
y que “ni muerto dejaría de hacerlo”. Eso
se le quedó muy grabado al niño. Por esa razón, ante la proximidad del
cumpleaños de su querida madre, buscaba comprar papel, lápiz y un sobre para
escribirle una carta y decirle cuánto los extrañaba. Sabía que podía ir al
cementerio, a llevar su carta a la tumba de don Armando y éste jamás le
fallaría. Tenía la seguridad que le cumpliría sin demora alguna, su deseo de
entregar allá en el cielo, esa amorosa carta a su madrecita adorada.
Me
quedé quieto, callado y sorprendido. No supe que decir, sentí un vuelco en el
corazón, ese apretamiento de garganta no permitió que saliera ni una sola
palabra. Acaricié la cabellera de Ramoncillo, le di unos pesos para su carta y
me fui caminando lentamente, tan lentamente como la lágrima que caía por mi
mejilla.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.