Cuando
Mariana y su familia se mudaron a la casa de la ladera, mi vida cambió por
completo. Yo tenía once años y mis días eran un poco aburridos por más que me
gustaba vivir en el campo. Los pocos niños y niñas que formaban parte de las
familias que habitaban el pequeño pueblo eran poco sociables y, según mi precoz
madurez, también muy “bobitos”.
La
vida me daba un nuevo regalo, Mariana era todo lo que yo hubiera podido desear.
Era linda como una flor de primavera, alegre como el chorro de agua que bajaba del
manantial y tenía una sonrisa que deshacía a quienes tenían la suerte de mirarla.
Desde
la primera vez que la vi caminar como auténtica caperucita por el bosque, supe
que entre ella y yo habría una amistad muy especial o, quizá, el romance que siempre
soñé, pero como todo un experto en esas lides decidí llevar las cosas con
calma, al fin y al cabo apenas había llegado a vivir a esos lugares.
Cuando vi de cerca los ojos azules de esa niña que llegó como caída del cielo,
sentí un extraño enamoramiento. Y digo extraño, porque a la vez que sentí
bonito, hubo un estremecimiento muy atípico, un ligero temblor a la altura de
mi estómago, algo que jamás había sentido antes.
—Esto
es lo que había escuchado: “Cuando te enamoras sientes como un retortijón, como
mariposas en el estómago” —pensé divertido y emocionado—, mientras mostraba una
sonrisa de oreja a oreja.
Afortunadamente
todo salió como le pedí a Dios. A
Mariana le caí muy bien y pronto nos hicimos amigos inseparables. De hecho ella
me dijo que casi no hablaba con los otros niños porque eran muy bobos y eso me
dio la razón sobre el tema. La veía casi todas las tardes. En las mañanas
ayudaba a sus papás y cuando bajaba la intensidad del sol solíamos vernos en un
punto intermedio entre su casa y la mía. Me fui enamorando de ella poco a poco,
pero no se lo dije a nadie porque ella me hizo prometerlo. Dijo que sus padres
eran muy especiales para eso de las amistades y de noviazgos ni hablar. A mí no
me importó eso. Lo único que valía la pena era que ella me quisiera y me
aceptara como su príncipe azul.
En
mi casa poco se hablaba de lo que ocurría por aquellos rumbos. Apenas si
recuerdo que mi papá mencionó que los Padilla López, los padres de Mariana, se
habían mudado a esa casa alejada de las demás porque buscaban un poco de paz,
nunca mencionó la razón, ni a mí me importaba mucho, lo único que agradecía a
Dios era que pude conocer a mi Marianita, esa linda chica de ojos azules y pelo
castaño claro que estaba seguro que me quería tanto como yo a ella.
Los
días se fueron tejiendo como cuentas de un collar y, justo cuando cumplimos un
año de habernos conocido, ese día que estaba loco por verla, esa tarde que
estaba desesperado por reunirme con ella, no apareció por ningún lado. Me quedé
esperando en el lugar de costumbre. El ramillete de flores silvestres, que
había recogido en el camino para mostrarle lo especial del día, se empezó a
marchitar, al mismo tiempo que la propia tarde. Se hizo de noche y me retiré
con el pesar de su ausencia. Un amargo saborcillo en mi boca me enseñó que no
todos los días pueden ser felices. Después de ese momento aprendí que en la
vida hay otros sabores y otros dolores.
Cuando
llegué a casa vi la preocupación en la cara de mis padres. La razón era más que
obvia, nunca llegaba tan tarde. Les di por pretexto lo primero que se me
ocurrió, medio disfruté de una merienda y me fui a acostar. Estuve rezando por
ella, pidiendo que no estuviera enferma, hasta que me venció el sueño.
Pasaron
dos días de completa angustia y no apareció donde siempre la esperaba. Al
tercero no pude más, decidí ir a buscarla a su casa. No me importó más lo que
había prometido, tenía que verla a como diera lugar. Ya no importaba que sus
padres y todo el mundo supieran de nuestra hermosa y tierna relación.
Toqué
con mal disimulada insistencia la puerta de madera, hasta que esta se abrió y
apareció quien supuse que era la mamá de Marianita. Recuerdo muy bien que era
un primero de noviembre. A pesar del rictus de tristeza de aquella señora de
mediana edad, agradecí su forzada intención de sonreírme.
—Hola, jovencito.
Buenos días. ¿En qué puedo servirte?
—Buen día, señora.
¿Usted es la mamá de Marianita, verdad? ¿Puede llamarla por favor y decirle que
estoy aquí, que vine a verla?
La señora se soltó
llorando y hubiera caído al piso si no hubiera sido por el señor que apareció y
de inmediato la abrazó. Ambos reflejaban una tristeza infinita. Después del
sofocón, me tomaron de la mano y me condujeron a la habitación contigua. Había
un pequeño altar de muerto muy bien iluminado. Cuando pude ver la foto de la
ofrenda quedé petrificado. ¡La de la fotografía era Marianita, mi Marianita!
En medio de un mar de
lágrimas, sollozos intermitentes y una especie de aturdimiento total, ellos me
platicaron que Mariana falleció un año atrás. Solamente un par de semanas antes del día que yo la
“conocí”. Apenas si pude escuchar los detalles de la extraña enfermedad que la
mató. Mi corazón retumbaba con ansiedad inusitada. Mi mente no aceptaba aquella
verdad tan dolorosa. No podía creer que ella, mi Marianita, esa hermosa niña
que yo amaba pudiera ser tan solo un alma en pena. No volví al sitio de nuestros
encuentros. Duré días sin salir de casa hasta que poco a poco empecé a sentir y
creer que había sido yo el elegido de realizar el milagro, el sueño de amor de
una bella niña que se fue muy temprano al reino de la muerte.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.