Ningún
tema me había parecido difícil de comentar en este espacio periodístico y
literario como el que hoy pretendo escribir. Esta vez apelo a la generosidad de
su permiso, para poner en sus manos, en sus mentes y, espero, en su corazón,
algo que pudiera denominarse como la crónica de una pérdida irreparable.
Sin
duda que de entrada causará polémica, ya que es imposible una total
coincidencia de opinión o de postura en torno al tema de los animalitos que
tenemos en casa. Generalmente sucede que al inicio se desenvuelven como simples
mascotas y luego, con la convivencia diaria, se convierten en auténticos
miembros de la familia, me refiero en particular a los perritos y perritas.
Hay
cierto número de personas que son enemigos de tener un perro en casa, muchos
menos tratarlo con los cuidados y las atenciones que son equiparables a las que
se dispensan a una persona. Están en todo su derecho de pensar y actuar de
acuerdo con su forma de ser, en función de lo que normalmente llamamos el libre
albedrío. En contraparte, somos muchos también los que adoramos a esos
animalitos y les prodigamos todo género de protección, techo y sustento. La
forma, los estilos, las maneras en que se trata a los nobles caninos depende
mucho de la cultura, los sentimientos y la capacidad económica de la familia
que hace esa buena acción, entre otros factores. Eso cada quien lo decide, lo
goza o lo sufre de acuerdo a sus propias convicciones.
Hablaré
de mi caso y lo haré con una narrativa en primera persona. Tal vez no sea lo
más adecuado, pero el caso lo amerita y su permiso lo avala. Así que les
contaré que en casa, teníamos tres perritas: la mamá, de nombre Melody, raza
Manchester Toy y sus únicas dos hijas, Angus y Zoe, estas últimas nacidas de la
cruza de su mamá con un perrito Chihuahua. Las tres divas caninas, enseñoreadas
en casa, empoderadas como suele decirse en la actualidad.
Cuando
pusieron a Melody en los brazos de mi hijo, en esos tiempos alumno de segundo o
tercero de primaria, era una cachorrita que prácticamente cabía en la palma de
mi mano. La felicidad de mi hijo por ese increíble regalo de cumpleaños,
contrastaba con la seriedad de nuestros rostros. Ante la nobleza y generosidad
de esa acción no quedó otra que aceptar una mascota en casa.
Cuestión
de tiempo. Esa hermosa perrita, de una raza fina e inteligente, se robó con
creces el corazón de la familia. La reina canina de la casa se convirtió en un
hermoso ejemplar, tan solo un poquito más alta que un chihuahua, figura
estilizada y perfil de galgo, con un pechito que denotaba el orgullo de su
raza. Ágil, inteligente, leal y cariñosa como pocas veces he visto en mi vida,
se convirtió en la atracción y centro receptor de los mimos y atenciones de
quienes vivimos con ella.
Quiero
reconocer que no quería perros ni gatos en casa, condición que mi esposa
respaldaba, pero todo cambió una vez que llegó Melody a nuestra vida. Mi idea,
mi sentir y mi percepción dieron un giro total. Les puedo asegurar que el
contacto con ella, con su ternura, su alegría, su inteligencia y su lealtad,
hicieron sin sentir que mi vida fuera más humana, más sensible, más espiritual.
Quizá muchos no lo crean, pero yo estoy seguro de ello.
Pero
(siempre hay un pero para todo) nada es para siempre. La felicidad, tal como la
vida, no es eterna. Los seres humanos somos mortales y mi niña hermosa, mi
adorada Melody, también. Ya había comentado hace aproximadamente unos cuatro
años acerca de lo que significaba ese momento. Intenté adelantar el duelo, ante
un vaticinio mortal seguro, infalible e inexorable. Previendo que no fuera
capaz de escribir algo como aquella publicación en redes sociales que sumó
muchísimos comentarios empáticos, sensibles, solidarios.
Apenas
hace cuatro días, con angustia y profunda tristeza, observé que el temido
momento había llegado. La tuvimos que llevar de urgencia a la clínica
veterinaria, recibió atención profesional y oportuna, le aplicaron oxígeno y
otras maniobras, pero el viejo corazón con más de quince años a cuestas, dejó
de latir en esa tarde que nunca podré olvidar. No puedo narrar la sensible y
triste despedida, el momento del terrible adiós, esos ojos casi transparentes
que buscaban con insistencia el giño de nuestras miradas, que ya lucían más que
desconcertadas. Palabras llenas de dulzura y promesas de reencuentros
infinitos. Besos llenos de amor y ternura. Caricias en su cuerpo y en su
agitada cabecita, frotamiento del brillante pelambre. Finalmente, poco a poco
su cuerpo se fue aquietando. Se apagó su mirada y se agotó la respiración. La
vida, esos años de ternura, de amor y de lealtad, quedaron en la promesa, en la
esperanza, en la ilusión y en la firme creencia que siempre habrá algo más, después
del mundo, allende el cielo, más allá del sol.
Adiós
mi linda compañerita, mi dulce Melody. Jamás olvidaré el cariño que me
brindaste, tu ternura y tu complicidad juguetona, tus celos y tus reclamos. Te
extrañaré en cada imagen del hogar, en cada ruido, en cada rincón, en cada
noche y en cada día. Será tu recuerdo el antídoto perfecto contra el olvido. Sé
que entrarás sin traba en el cielo de mascotas. ¿Acaso alguien duda que exista
un cielo para ustedes? Si creemos que existe un cielo para nosotros, las
personas, ¿Por qué no habría uno para ellas? si son infinitamente mejores que
nosotros.
Te
abrazo con el corazón. Este dolor que me aprieta el pecho es la promesa de que
estarás en todos lados, lo mismo que tus cenizas, en las partes más prodigiosas
de la naturaleza. Ve tranquila, aquí cuidaremos a tus hijas y consolaré a tu
mamá humana que esta devastada por tu partida. Si es que existe una forma de
comunicarse ojalá puedas ver esta triste sonrisa, este corazón que te extraña y
te amará por siempre. DEP.
RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA
SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com
.- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C