JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / Periodismo Nayarita
"Retrato de una madre"
Cuando
esta edición esté en sus manos habrá pasado apenas el “Día de las Madres”. Sin
duda una de las festividades más importantes en el mundo, aunque no en todos
los países se celebre el diez de mayo, como lo hacemos los mexicanos. La fecha
en que se celebra a las madres varía en los distintos países dependiendo de su
historia y significado, así algunos festejan en febrero, marzo, abril, mayo,
agosto, octubre, noviembre o diciembre. Creo que esta disparidad es obvia si
consideramos la inmensa diversidad de culturas que existen en el mundo.
Es de
conocimiento general que esta celebración tiene un origen muy remoto que se
ubica en la meca de la sabiduría, la antigua Grecia. Pero antes de engancharme
en la descripción histórica o cronológica del asunto de hoy, prefiero decirles
que no es este el enfoque de mi comentario. Prefiero abordarlo desde la
perspectiva de la vida familiar. De la experiencia y de la observación
permanente de una actualidad en constante evolución.
Es
indudable que mis conceptos en torno a la figura materna serán muy diferentes a
los que vienen acuñando las nuevas generaciones, principalmente de los años noventa
hacia adelante. Con esto quiero decir que las relaciones familiares han cambiado
y seguirán cambiando, aunque no siempre sea para bien. Me parece que las
personas de mi generación que tuvimos hijos en los ochentas, fuimos algo
sobreprotectores con ellos. Quizá como una consecuencia natural de que
sentíamos que nuestra infancia fue dura en varios sentidos, y debíamos evitar
que nuestros hijos sufrieran como nosotros lo habíamos hecho. Cosa más errónea
no puede haber.
Mi
infancia fue difícil, así como la de muchos de mis amigos más cercanos, pero
esto se debía a que la época en sí verdaderamente lo era y no por la estricta
disciplina que nos imponían nuestros padres. Si bien es cierto que nos tundían
por cualquier cosa y que a veces pensábamos que eran injustos, hoy, ya en el
juicio de la historia familiar, me siento convencido de que aquel “régimen
autoritario” rindió buenos resultados. La generación a la que pertenezco, la
década siguiente, y por supuesto las anteriores a nosotros, están repletas de
representantes de las buenas costumbres, gentes cabales, hombres y mujeres de
bien que, en su mayoría, formamos familias estables y respetables. Hablaré de
mi historia y dejaré que mis amigos cuenten las suyas.
Es en
este punto de mi historia, en el tema tan difícil de la disciplina a base de
cintarazos, donde aparece la luminosa figura de mi madre, hoy ya fallecida. Siempre
creí que era una persona diestra en el manejo del cinturón o de aquel temible
chicote confeccionado por el abuelo. Después de una gran tunda, en la figura
borrosa de mi madre, mis ojos llorosos me dejaban ver, un sargento hitleriano cruzado
de brazos, amenazante y satisfecho. Tardaba muchas horas para perdonarle lo que
en ese momento consideraba un castigo injusto, pero invariablemente terminaba
durmiendo en su regazo.
Me
hacía el dormido para ver el disimulo con el que ella sobaba mis maltratadas nalgas.
Aún recuerdo la tibieza de sus manos untando con mucha delicadeza un bálsamo en
mis partes dolidas y la ternura de su sonrisa cuando veía mi rostro con
insistencia. Intencionalmente me movía un poco como si fuera a despertar y ella
apartaba sus manos de mi cuerpo y volvía su rostro a cualquier lugar. Me
acurrucaba de nuevo como si nada pasara y ella volvía a sus acciones dejando
ver en su cara la imagen de la aflicción y el arrepentimiento. Entonces yo
“volvía a despertar” y le sonreía con una mueca. Nos mirábamos fijamente por un
instante y como impulsados por un gran resorte caíamos en brazos uno del otro.
¡Mamá! ¡Hijo!.
Ese era
siempre el final de aquellas historias. Luego sobrevenía la fase de la
reconciliación que implicaba la invitación a cenar tostadas o la preparación de
aquellas ricas gorditas de zurrapas de chicharrón o algo por el estilo. Una vez
que pasaba esa etapa del disfrute de los antojos y las permisiones, venía la
parte aleccionadora que incluía el porqué de la corrección, el exhorto a
observar las reglas, las buenas costumbres y toda esa monserga, que hoy me
tiene convertido en alguien formal, muy respetuoso de las personas y las cosas.
Pasó el
tiempo como bólido y de aquel pequeño tierno y travieso me convertí en un joven
rebelde e inquieto. Ya mi madre tuvo que descontinuar aquel viejo chicote del
abuelo porque ya no era una herramienta útil en mi educación. En parte porque
ya no era un niño que se dejase vapulear y en parte porque tampoco era tan
necesario. Nuestras diferencias eran ya zanjadas dando un lugar principal al
diálogo, aunque éste no en todos los casos fuera lo pacífico que ambos
quisiéramos. Por supuesto que tuvimos muchas desavenencias en nuestros puntos
de vista, pero ninguna que causara el rompimiento de nuestras relaciones
diplomáticas.
Así
fuimos puliendo nuestra relación que se convirtió en una gran amistad. Sin
faltarle jamás al respeto, pudimos convivir de una forma deliciosa la mayoría
de las veces. Nuestros encuentros eran verdaderas pachangas en las que se
desbordaba la alegría. Lo que iniciábamos ella y yo siempre terminaba en una
gran fiesta en la que se agregaba toda la familia posible.
Extraño
tanta a aquella mujer. Su alegría y su bondad. Su forma tan natural y valiente de
enfrentarse a la vida. La manera tan salomónica de resolver los problemas. Su
sentido de la solidaridad con sus semejantes. Su bonhomía que le dio tanto
reconocimiento entre propios y extraños.
En esta
etapa, en la que ella ya no está en nuestra casa sino en una mejor junto a
Dios, en esta situación en la que la experiencia me permite distinguir los
rubros de la calidad humana y el sentimiento que ella me heredó, puedo decir
con seguridad que fui y sigo siendo un privilegiado. Un niño, un joven y hoy un
hombre afortunado por la inmensa distinción de haber tenido por madre a una
mujer de tales cualidades. Hoy entiendo de donde proviene esa alegría a veces
inexplicable, ese afán de querer servir a los demás, ese uso fino de la ironía,
ese pesar al ver sufrir a la gente, las ganas de enfrentar a la injusticia y esa
profunda ternura que hoy me permite describirla.
En fin,
todo eso y más es mi madre, por más que no esté junto a mí. Pero el gran
prodigio del recuerdo indeleble y amoroso le permite estar presente en cada uno
de mis actos. Así es y así será.
Después
del éxtasis que me produjo esta reflexión, vuelvo con ustedes. Esta vez resultó
más una meditación que una opinión, pero creo que el tema lo justifica. Termino
esta ocasión invitando a todas las personas que tienen la fortuna de contar con
su señora madre, a que la cuiden, la hagan sentir bien, la protejan y la mimen
así como seguramente algún día ella lo hizo con ustedes. A quienes no tienen su
presencia física, a que la recuerden con amor y crean fervientemente en que
ella estará velando por cada uno de ustedes. ¡Feliz Día de las Madres! Un
abrazo cariñoso a todas las mamás.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA PRÓXIMA SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.
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