jueves, 4 de noviembre de 2021

"Los mensajeros del diablo"

 




JOSÉ MANUEL ELIZONDO CUEVAS / 


Periodismo Nayarita



"Los mensajeros del diablo"

La noche era de las más oscuras del año. Para acabarla de amolar, del cerrito cercano se desprendía una densa neblina que le daba un aspecto tétrico al lugar. Parecía que una especie de telaraña fina se aferraba a la esquina de la vieja casa de mi abuelo. En realidad era una nube gris de vapor de cielo que descendía sobre el techo con lentitud macabra, como queriendo destapar nuestro aposento para ver qué era lo que hacíamos los miembros de la familia ahí refugiados.

 Dentro de la cálida vivienda estábamos mi abuelo Nacho, mi mamá, mi hermana Merceditas y yo. Mi padre había muerto cinco años atrás y, justo en ese día, se celebraría su cumpleaños. Yo era el mayor de los dos hermanos y contaba con tremendos y bien vividos doce "añotes", condición que me obligaba a sacar la casta y prácticamente actuar como el hombre de la casa. Mi abuelito tenía más de noventa años y a veces no se acordaba de muchas cosas pero, a cambio, era una eterna fuente de ternura.

 Cuando estaba muy lúcido nos contaba historias viejas de la época de su niñez que resultaban muy emocionantes. Algunas acerca de las vivencias y personajes de la familia, otras de misterio y hasta de terror escalofriante que nunca supe si sucedieron de verdad o sólo eran producto de su extraordinaria imaginación. Observé al abuelo para ver bien su mirada. Así podía saber si era un buen momento para pedirle que nos contara algo. En esa ocasión sería mejor algo de la familia, porque la noche se sentía muy extraña y no se me antojaba sentir ese miedo que me provocaban sus relatos.

 En eso estaba cuando se escucharon ruidos cercanos, diría que casi enfrente de nuestra puerta, luego unos ligeros toquidos. La casa solo tenía una pequeña ventana y decidí asomarme a través de ella. Deslicé la vieja cortina de tela para ver qué sucedía afuera, mientras mi madre avivaba las brasas donde preparaba el café de olla, mi hermana jugueteaba con una muñeca vieja y mi abuelo veía hacia cualquier lado. La media luna que se mostraba intermitente entre las nubes que semejaban dunas grisáceas de un desierto infinito, dieron la claridad suficiente para ver al autor de los ruidos. Era un extraño personaje de edad avanzada, aunque no tanto como mi abuelo. Vestía a la usanza de los viejos vaqueros del lejano oeste, un sombrero de gamuza y barba blanca algo crecida. Tenía dos correas de piel, una en cada mano, que sujetaban a dos perros idénticos de pelambre largo y blanco. Los perros, de pequeña alzada como cachorros, se veían muy dóciles y amigables.

 Reaccioné hasta que el hombre volvió a tocar la puerta con decisión. Me adelanté y les dije a todos que yo abriría y, de un salto, estaba ya en el quicio entablando la conversación:

 —Dígame, señor. ¿En qué le puedo servir?

 —Hola, niño. Fíjate que encontré estos perritos cerca de aquí y quisiera devolverlos a sus dueños, pero tengo que salir urgentemente en una misión especial y no puedo quedarme hasta mañana para buscarlos. ¿Podrías quedarte con ellos esta noche? Yo enviaré por la mañana a alguien que venga y se encargue de encontrar el hogar de estas pobrecitas criaturas, —dijo el hombre extraño— con su voz ronca, un tanto misteriosa.

 Apenas tomé las correas, el sujeto dio las gracias y desapareció entre las sombras. Me tomó de sorpresa y no supe que hacer de momento. Pensé en correr y alcanzar al extraño personaje, pero en la calle no se veía ya a nadie, además me fijé en los perritos que mostraban una mirada casi celestial mientras lamían mis pies cariñosamente.

 —¿Quién tocó, hijo, quién era? —dijo mi mamá con cierto desenfado—, mientras yo jalaba las correas para meter a los perritos a la casa.

 Yo no contesté. ¿Para qué? —dije para mis adentros—, si cuando vean la cara de estos angelitos se van a deshacer de ternura y ya ni me cuestionarán este asunto. Pero una vez adentro, vi el terror manifiesto en los ojos desorbitados de mi querida madre.

 Iba a contestar y preguntar el porqué de esa cara y esa actitud tan extraña, pero me esperé al ver que mi hermana y mi abuelo se unían en un abrazo protector y juntos se quedaban paralizados en un rincón de la estancia que de pronto olió a algo muy fuerte y penetrante, mientras que, segundos antes, estaba deliciosamente impregnada del aroma del café orgánico.

 —¡¿De dónde sacaste esas bestias infernales, hijo?! ¡Suéltalas antes de que te devoren con esas fauces horribles, llenas de sangre y saliva apestosa!

 —Pero, mamá. Solo son dos cachorritos adorables. Se van a quedar aquí esta noche y mañana vendrán por ellos.

 —¡Aléjate de ellos! Saca de nuestra casa esos enormes perros negros que babean furibundos. Sus ojos son chispas de lumbre rojiza y maligna. ¡¡Son perros del diablo!!

 Yo seguía viendo únicamente un par de tiernos cachorros blancos que jugueteaban tranquilos, moviendo sus lindas y peludas colitas. Pero reaccioné al escuchar la diabólica carcajada que retumbó en esa noche cuando mi madre se encomendó a Dios, pronunció aquella milagrosa letanía que jamás olvidaré, luego lanzó a los perros el agua bendita contenida en el frasquito que estaba en el buró, a los pies del Sagrado Corazón de Jesús. Se escuchó un fuerte tronido que incrementó el olor a azufre y la estancia se llenó de un humo denso y pestilente. Se suscitó una macabra parafernalia confeccionada de relámpagos y sombras extrañas, la puerta se abrió de golpe y el par de perros salieron en estampida hasta perderse en las sombras de aquella noche inolvidable. La calma volvió casi al instante. Mis familiares me abrazaron con amor. Los mensajeros del diablo se habían ido esperando que, por la gracia de Dios, haya sido para siempre.

RECIBAN UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.

No hay comentarios:

Publicar un comentario