La
noche era de las más oscuras del año. Para acabarla de amolar, del cerrito
cercano se desprendía una densa neblina que le daba un aspecto tétrico al
lugar. Parecía que una especie de telaraña fina se aferraba a la esquina de la
vieja casa de mi abuelo. En realidad era una nube gris de vapor de cielo que
descendía sobre el techo con lentitud macabra, como queriendo destapar nuestro
aposento para ver qué era lo que hacíamos los miembros de la familia ahí
refugiados.
Dentro
de la cálida vivienda estábamos mi abuelo Nacho, mi mamá, mi hermana Merceditas
y yo. Mi padre había muerto cinco años atrás y, justo en ese día, se celebraría
su cumpleaños. Yo era el mayor de los dos hermanos y contaba con tremendos y
bien vividos doce "añotes", condición
que me obligaba a sacar la casta y prácticamente actuar como el hombre de la
casa. Mi abuelito tenía más de noventa años y a veces no se acordaba de muchas
cosas pero, a cambio, era una eterna fuente de ternura.
Cuando
estaba muy lúcido nos contaba historias viejas de la época de su niñez que
resultaban muy emocionantes. Algunas acerca de las vivencias y personajes de la
familia, otras de misterio y hasta de terror escalofriante que nunca supe si
sucedieron de verdad o sólo eran producto de su extraordinaria imaginación.
Observé al abuelo para ver bien su mirada. Así podía saber si era un buen
momento para pedirle que nos contara algo. En esa ocasión sería mejor algo de
la familia, porque la noche se sentía muy extraña y no se me antojaba sentir
ese miedo que me provocaban sus relatos.
En
eso estaba cuando se escucharon ruidos cercanos, diría que casi enfrente de
nuestra puerta, luego unos ligeros toquidos. La casa solo tenía una pequeña
ventana y decidí asomarme a través de ella. Deslicé la vieja cortina de tela
para ver qué sucedía afuera, mientras mi madre avivaba las brasas donde
preparaba el café de olla, mi hermana jugueteaba con una muñeca vieja y mi
abuelo veía hacia cualquier lado. La media luna que se mostraba intermitente
entre las nubes que semejaban dunas grisáceas de un desierto infinito, dieron
la claridad suficiente para ver al autor de los ruidos. Era un extraño
personaje de edad avanzada, aunque no tanto como mi abuelo. Vestía a la usanza
de los viejos vaqueros del lejano oeste, un sombrero de gamuza y barba
blanca algo crecida. Tenía dos correas de piel, una en cada mano, que sujetaban
a dos perros idénticos de pelambre largo y blanco. Los perros, de pequeña
alzada como cachorros, se veían muy dóciles y amigables.
Reaccioné
hasta que el hombre volvió a tocar la puerta con decisión. Me adelanté y les
dije a todos que yo abriría y, de un salto, estaba ya en el quicio entablando
la conversación:
—Dígame,
señor. ¿En qué le puedo servir?
—Hola,
niño. Fíjate que encontré estos perritos cerca de aquí y quisiera devolverlos a
sus dueños, pero tengo que salir urgentemente en una misión especial y no puedo
quedarme hasta mañana para buscarlos. ¿Podrías quedarte con ellos esta noche?
Yo enviaré por la mañana a alguien que venga y se encargue de encontrar el
hogar de estas pobrecitas criaturas, —dijo el hombre extraño— con su voz ronca,
un tanto misteriosa.
Apenas
tomé las correas, el sujeto dio las gracias y desapareció entre las sombras. Me
tomó de sorpresa y no supe que hacer de momento. Pensé en correr y alcanzar al
extraño personaje, pero en la calle no se veía ya a nadie, además me fijé en los
perritos que mostraban una mirada casi celestial mientras lamían mis pies
cariñosamente.
—¿Quién
tocó, hijo, quién era? —dijo mi mamá con cierto desenfado—, mientras yo jalaba
las correas para meter a los perritos a la casa.
Yo
no contesté. ¿Para qué? —dije para mis adentros—, si cuando vean la cara de
estos angelitos se van a deshacer de ternura y ya ni me cuestionarán este
asunto. Pero una vez adentro, vi el terror manifiesto en los ojos desorbitados
de mi querida madre.
Iba
a contestar y preguntar el porqué de esa cara y esa actitud tan extraña, pero
me esperé al ver que mi hermana y mi abuelo se unían en un abrazo protector y
juntos se quedaban paralizados en un rincón de la estancia que de pronto olió
a algo muy fuerte y penetrante, mientras que, segundos antes, estaba
deliciosamente impregnada del aroma del café orgánico.
—¡¿De
dónde sacaste esas bestias infernales, hijo?! ¡Suéltalas antes de que te
devoren con esas fauces horribles, llenas de sangre y saliva apestosa!
—Pero,
mamá. Solo son dos cachorritos adorables. Se van a quedar aquí esta noche y
mañana vendrán por ellos.
—¡Aléjate
de ellos! Saca de nuestra casa esos enormes perros negros que babean
furibundos. Sus ojos son chispas de lumbre rojiza y maligna. ¡¡Son perros del
diablo!!
Yo
seguía viendo únicamente un par de tiernos cachorros blancos que jugueteaban
tranquilos, moviendo sus lindas y peludas colitas. Pero reaccioné al escuchar
la diabólica carcajada que retumbó en esa noche cuando mi madre se encomendó a
Dios, pronunció aquella milagrosa letanía que jamás olvidaré, luego lanzó a los
perros el agua bendita contenida en el frasquito que estaba en el buró, a los
pies del Sagrado Corazón de Jesús. Se escuchó un fuerte tronido que incrementó
el olor a azufre y la estancia se llenó de un humo denso y pestilente. Se
suscitó una macabra parafernalia confeccionada de relámpagos y sombras
extrañas, la puerta se abrió de golpe y el par de perros salieron en estampida
hasta perderse en las sombras de aquella noche inolvidable. La calma volvió
casi al instante. Mis familiares me abrazaron con amor. Los mensajeros del
diablo se habían ido esperando que, por la gracia de Dios, haya sido para
siempre.
RECIBAN
UN SALUDO AFECTUOSO.- LOS ESPERO LA SIGUIENTE SEMANA - COMENTARIOS Y
SUGERENCIAS AL CORREO: elizondojm@hotmail.com .- MIEMBRO ACTIVO FRECONAY, A.C.
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